20 de mayo de 2096:
Laboratorio de simulaciones
Fritz von Helmholtz luchó contra la sonrisa que quería formarse en su, por lo común, adusto semblante. Aquella mañana su equipo de técnicos había remolcado el enorme traje espacial hasta el laboratorio de simulaciones, donde lo alzaron sobre sus pies. Gaeta se había embutido en el traje armado con el sonriente entusiasmo de un muchachito.
—Preparado para iniciar la simulación. —La voz de Gaeta, notablemente excitada, brotó del altavoz del ordenador de comunicaciones.
Von Helmholtz se volvió hacia el técnico que operaba la consola principal.
—Inicie el procedimiento de aterrizaje —le dijo con voz calmada.
Friedrich Johann von Helmholtz era un tipo bajito, delgado, de constitución casi delicada. Podía ser frío, incluso arrogante; siempre era meticuloso y exigente. A los ojos de Gaeta, Fritz era el mejor técnico en todo el puñetero sistema solar. Como siempre, vestía su acostumbrado mono de trabajo, de un blanco inmaculado y escrupulosamente planchado, encima de un anticuado traje de tres piezas de color gris pizarra. Se hallaba ante el imponente traje espacial, y su cabeza —llevaba el cabello cortado a cepillo— apenas le llegaba hasta la cintura; lo miró de arriba abajo con una mirada experta. No parecía haber empeorado tanto como para no ponérselo desde la última vez que lo había visto, más de ocho meses atrás. Había algunas nuevas perforaciones producto de la última aventurilla de Gaeta a través del anillo B de Saturno, pero nada sustancial.
La simulación de aquel día consistía en practicar el aterrizaje de Gaeta en Titán. Aquel oficioso científico de baratillo, Urbain, había insistido en que Manny aterrizase en lo alto del propio vehículo de tierra, no en la superficie de la luna. No quería arriesgarse a contaminar las formas de vida que había en la superficie de Titán. Pero no le importa jugársela con esa forma de vida procedente de la Tierra que va a reparar su renqueante vehículo, gruñó Fritz para sus adentros.
Probablemente sea buena idea que Manny se dirija hacia el vehículo, razonó. El suelo que encontrará alrededor puede estar fangoso, resbaladizo, le pondría en serias dificultades para caminar y lo haría todo más peligroso. Pero mucha gente contaba con eso. El viaje a la superficie de Titán, una misión destinada a rescatar a un robot exangüe, ya había sido contratada por la mayor corporación combinada de prensa del sistema Tierra/Luna. Cuanto más peligrosa fuera la hazaña, mayor sería el índice de audiencia que atraería. Y, mediante los circuitos de realidad virtual, la propia audiencia incluso tendría la ilusión de ser ella misma quien estuviera realizando la proeza. Y, cuanto mayor fuera la audiencia, más dinero atraería. Vamos a hacer millones con esto, se dijo von Helmholtz. Decenas de millones, quizá cien millones o más.
Mi labor, se dijo, consiste en hacer que la misión sea lo más segura posible. La audiencia experimentará una sensación de peligro, de riesgo. Yo estoy aquí para maximizar esa percepción al tiempo que minimizo el auténtico peligro que pueda sufrir mi hombre. Recordó todas las anteriores proezas en las que él y Gaeta habían trabajado codo con codo. El peligro siempre había estado presente en todas ellas; sin él, la audiencia no se hubiera interesado, y no hubieran recaudado dinero alguno. Reparó en que él y Gaeta vivían con el peligro, pero que Gaeta era el único que podía morir si algo salía mal.
Von Helmholtz se mordió los labios, y luego se dirigió hacia la cámara de simulación y las consolas que se alineaban en la pared trasera del laboratorio.
—Estamos preparados para iniciar la secuencia de aterrizaje —dijo la técnica que se hallaba sentada ante la consola principal.
Von Helmholtz dijo un seco:
—Comience.
Las paredes de la cámara de simulación parecieron evaporarse, para ser reemplazadas por una visión tridimensional de la superficie de Titán.
—Parece que está nublado —bromeó Gaeta.
Von Helmholtz frunció el ceño a la técnica de la consola de comunicaciones como si hubiera sido ella quien lo había dicho:
—Por favor, sin bromas —espetó con su acento preciso y cortante.
—Sí, generalísimo —replicó Gaeta—. Ciñámonos al negocio.
—Sí —contestó von Helmholtz—. Ciñámonos al negocio, si no te importa.
Cardenas realizaba la presentación por tercera vez, sintiéndose cada vez más irritada por ello.
—Aquí están los resultados finales —dijo, señalando el gráfico que mostraba una de las paredes del despacho de Urbain—. Como puede ver, todo rastro de materiales biológicamente activos ha sido destruido por los nanos, que no han dejado nada salvo materia inorgánica, dióxido de carbono, por ejemplo, y compuestos de hidrógeno que se disipan rápidamente.
Urbain permaneció ante la mesa de conferencias circular que había en la esquina de su oficina, frunciendo el ceño mientras observaba el gráfico, como si no confiase en lo que decía. Yolanda Negroponte y otro biólogo le flanqueaban.
— ¿Y qué hay de las nanomáquinas? —preguntó Urbain—. ¿Qué pasa con ellas?
—Se autodestruirán —replicó Cardenas, la misma respuesta que le había dado las dos veces anteriores en que Urbain le había efectuado la misma pregunta.
Urbain dedicó una mirada incómoda a sus dos biólogos. No dijeron nada.
—Puedo mostrarle evidencias fotomicrográficas de que los nanos van a quedar inertes —replicó Cardenas.
—Inertes no significa destruidos —insistió Urbain.
Cardenas forzó una sonrisa:
—En cuanto estén inertes, no serán nada más que unas nanométricas virutas de polvo. No son vampiros; no se levantan de entre los muertos.
—No son criaturas vivas —dijo Negroponte, casi condescendiente—. No son más que máquinas nanométricas.
Urbain la fulminó con la mirada.
—Eso es —reconoció Cardenas—. No son más que maquinitas de tamaño reducido.
—Limpiarán de cualquier contaminante hasta el último rincón externo del traje de nuestro saltimbanqui —espetó Urbain. Era en parte una pregunta y la constatación de un hecho.
Cardenas reprimió un destello de indignación al escuchar la palabra «saltimbanqui», pero, con el tono más agradable que pudo emplear, replicó:
—Sí, destruirán todos los agentes biológicos.
— ¿Y podrás aplicarle los nanos al traje en cuanto nuestro hombre se introduzca en él y lo cierre herméticamente? —preguntó al otro biólogo, un coqueto pelirrojo lleno de pecas.
—Sí, ese es el plan.
—Así pues, no habrá contaminantes en el exterior del traje cuando este llegue a la superficie de Titán —resumió Negroponte.
—Eso es —concluyó Cardenas con sequedad.
Urbain alzó las cejas, luego las bajó, se frotó el bigote con la punta del dedo y se encogió de hombros. Por fin dijo:
—Podemos pues proceder a descontaminar el traje antes de que Gaeta parta a su misión.
—El plan —prosiguió Cardenas— es realizar el proceso de descontaminación en el compartimento estanco del transbordador, justo antes de que Gaeta descienda a la superficie de Titán.
Urbain asintió y dijo:
—Muy bien. Gracias, doctora Cardenas.
Cardenas recogió su portátil de mano y abandonó el despacho de Urbain con un lacónico «adiós» por toda despedida. Mientras salía del edificio y enfilaba el camino a su laboratorio a la luz de la mañana, pensó: Manny sigue adelante con esto. Da igual lo que yo le diga, da igual que le haya rogado que no lo haga, él sigue adelante con esto. Es como un niño con un juguete nuevo. Como un adulto enganchado a una droga. Está obsesionado con la idea de hacer la misión. Yo no soy más que un estorbo al lado de esta… esta hazaña que quiere hacer.
No, se dijo a sí misma. No es solo que quiera hacerla. Necesita hacerla. No hay forma humana, ni siquiera inhumana, de que pueda pararlo. Va a seguir adelante con esto aunque pueda matarlo.
Tengo una rival, comprendió. Hasta que no lleve adelante esta misión, no soy para él lo más importante de este mundo. ¿Qué hará cuando termine la proeza? ¿Volverá conmigo?
¿Y qué ocurrirá si la proeza lo mata? ¿Qué haré yo entonces?
—Ya has oído a ese tipo —dijo Timoshenko con acritud—, se supone que este problema estará resuelto para las elecciones.
Habib levantó la cabeza de la pantalla de su ordenador:
— ¿Eberly? ¿Dijo eso?
—En el último debate. Lo prometió.
Habib murmuró:
—La promesa de un político.
Timoshenko había acudido al centro informático para estar presente en la prueba definitiva al plan predictivo de Habib. Si su trabajo era correcto, significaba que, en algún momento de la mañana, tendría que llegar al hábitat una fuerza procedente del campo magnético de Saturno. Por su parte, Timoshenko había incrementado la protección de los cables superconductores que rodeaban el casco exterior del hábitat y había colocado en los lugares correspondientes un equipo de refuerzo electrónico que cortaría automáticamente la energía en el momento en que alguna fuerza causara un ascenso peligroso del voltaje en el circuito eléctrico del hábitat.
—Bueno —dijo Habib, casi en un susurro—, no hay nada que podamos hacer ya, salvo esperar.
A Timoshenko no le gustaba esperar. Impaciente, caminaba de un lado a otro por entre la docena de hombres y mujeres que se hallaban en sus puestos de trabajo, todos ellos inclinados sobre lo que mostraban sus pantallas y tratando de ignorar el ruido que producían en el suelo embaldosado los desasosegados pasos del ruso. Con las manos asidas a su espalda y el rostro contraído por un inquieto fruncimiento de cejas, Timoshenko iba de un lado a otro, toqueteaba algunas cosas, miraba el reloj de la pared, caminaba otra vez y volvía a toquetear impaciente las mismas cosas.
—Intenta relajarte —le rogó Habib, levantando la vista cuando Timoshenko llegó a su puesto—. Con eso no vas a conseguir adelantar los sucesos.
—Lo sé. Lo sé.
Los minutos pasaban. Timoshenko pensó en Eberly mientras iba de un lado a otro por el centro informático. Eberly. Ese tipo no habló nunca con Katrina. Nunca. La historia que me contó de que Katrina vendría aquí y se reuniría conmigo no era otra cosa que una mentira, una apestosa patraña, un truco para obligarme a aceptar el puesto como jefe de Mantenimiento. Katrina nunca vendría aquí. Nunca. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Quién iba a abandonar la Tierra para acompañarme en mi exilio? Katrina no quiere estar conmigo.
Le mataré, se dijo Timoshenko. Tarde o temprano, mataré a Eberly y me mataré yo y a todo el que habita esta Siberia enlatada. Pondré un punto final a esta desgracia de una vez por todas.
—Intenta relajarte —repitió Habib.
Inténtalo tú, dijo Timoshenko para sus adentros. Pero dejó de pasear y arrastró una silla rodante para sentarse junto a Habib. Medio minuto después volvió a ponerse en pie y comenzó a pasear de un lado a otro de nuevo.
— ¿No deberías estar al tanto de lo que hace la gente de tu equipo? —le sugirió Habib, en un suave tono de voz.
—No —espetó el ruso—. O el escudo funciona o no funciona. O los repetidores automáticos hacen su trabajo como deben o no lo hacen. Mi gente ha hecho su trabajo. Ahora queda esperar la prueba definitiva.
—Vas a provocarte un ataque al corazón —le avisó Habib.
—Mi corazón no se atrevería a atacarme.
—Pues si no… —La curva que en la pantalla de Habib mostraba la intensidad de la magnetosfera de Saturno comenzó a enroscarse visiblemente—. Espera. Creo que ya viene.
Timoshenko corrió a la silla y se dejó caer en ella.
—Sí —asintió Habib, señalando con un dedo tembloroso—. Está alterándose a toda velocidad.
Timoshenko miró fijamente la curva dentada. Se erguía y retorcía como un ser vivo, y los picos irregulares, junto con las pequeñas hondonadas que había entre ellos, subían y subían.
—Es de los grandes —murmuró Habib.
La intensidad siguió subiendo durante varios minutos mientras los dos hombres observaban la pantalla, sin tomar aliento apenas. Luego volvió a descender.
Habib pestañeó, y luego miró a su alrededor. Los demás seguían inclinados sobre sus pantallas como si nada hubiera pasado.
—No ha ocurrido nada —musitó Timoshenko.
Luciendo una amplia sonrisa, Habib exclamó:
— ¡Sí! ¡Exacto! Nos ha pasado por encima una fuerza de proporciones épicas y no ha ocurrido nada. No ha habido ni una mísera bajada de tensión. ¡Las luces ni siquiera han parpadeado!
Timoshenko sacó su portátil de mano de un bolsillo:
—Lo comprobaré con mi equipo. Necesito un informe completo de cada circuito.
Mientras presionaba los números en su portátil advirtió que si hubiera habido una bajada de tensión en alguna parte, su teléfono ya estaría sonando. Ha funcionado, se dijo. Ya sabemos cómo evitar las caídas de tensión.
Y supo también que aquel mismo conocimiento podría emplearse para apagar por completo los sistemas eléctricos del hábitat, cuando quisiera poner un final a aquello.
Holly se sorprendió de que Douglas Stavenger en persona respondiese a su llamada a Selene. Antes había tenido noticias de George Ambrose, el administrador jefe de la oficina central de los mineros de los asteroides de Ceres, que le había confirmado haberse comunicado con Eberly.
—Os compraremos agua helada en cuanto nos la expidáis, chicos —había dicho Ambrose en respuesta a la llamada de Holly. Puesto que, incluso a la velocidad de la luz, había un retardo de casi una hora en las comunicaciones entre Saturno y el cinturón de asteroides, las conversaciones se hacían imposibles. Holly llamó por la mañana, y Ambrose respondió varias horas después.
»Me preguntas por el precio que ha puesto vuestro administrador jefe —había continuado Ambrose: su rostro peludo, enmarcado por una melena rojiza, llenaba la pantalla del teléfono de Holly—. Fue un poco vago al referirse a ello, pero tengo la impresión de que es menos de la mitad de lo que nos cuesta sacar agua de las rocas carbonáceas que tenemos desperdigadas por el cinturón.
Ambrose había seguido parloteando por espacio de otro cuarto de hora, y luego se despidió de Holly con un alegre:
—Si tienes más preguntas, envíamelas ipso facto. Estaré encantado de tratar con vosotros, chicos.
Douglas Stavenger era el caso opuesto. Holly había enviado el mensaje al presidente del Consejo de Gobierno de Selene. Durante todo el día aguardó su respuesta. Se estaba preparando para irse a dormir cuando le llegó la respuesta.
Sentada en la cama con las piernas cruzadas, Holly escuchó lo que Stavenger tenía que decirle. Tenía un aspecto más juvenil del que Holly había esperado, y su tez parecía tener el mismo tono de color que el de ella. Ha sido el poder en la sombra de Selene durante años, pensó Holly. ¿Cómo puede tener un aspecto tan joven? ¿Y ser tan guapo?
—Respondo a su petición porque el Gobierno no quiere hacer ninguna declaración formal de forma tan prematura. El señor Eberly quiso dejar claro que su pregunta era… bueno, no exactamente un secreto, pero sí un asunto delicado.
Muy propio de Malcolm, dijo Holly para sí. Todo lo que hace es entre susurros.
—Selene fabrica su propia agua del oxígeno presente en los regolitos lunares —le explicó Stavenger—, y el hidrógeno, de lo que podemos rebañar del viento solar. También extraemos agua de los casquetes helados de los polos.
Y además venden agua a otros asentamientos presentes en la Luna, pensó Holly.
—En cualquier caso, si el hábitat Goddard puede abastecernos de agua a un precio sensiblemente inferior a nuestros actuales costes, seríamos estúpidos si no considerásemos seriamente la oferta.
Lo que significa que aceptarían, dependiendo del precio, dedujo Holly.
—Por otra parte —prosiguió Stavenger—, ha causado bastante revuelo en la comunidad científica de la Tierra la noticia de que uno de sus hombres ha encontrado criaturas vivas en los anillos. El consorcio de universidades está manteniendo varios encuentros con la aia para proponer la prohibición de cualquier actividad comercial en los anillos de Saturno. Si tal cosa ocurre, las prospecciones en los anillos serían política y legalmente imposibles.
A menos que Malcolm asuma el riesgo de entrar en guerra con la aia, replicó Holly para sus adentros.
—La cuestión —prosiguió Stavenger— es que el agua es la clave de cualquier expansión en la Luna. Y, diría más, en cualquier parte del sistema solar.
Holly estuvo a punto de preguntarle qué había querido decir con aquello, pero sabía que la respuesta no le iba a llegar hasta algo más de una hora. En su lugar, siguió escuchando la lenta declamación de Stavenger:
—Verá, lo cierto es que nos las podemos arreglar muy bien con el agua que hay disponible en estos momentos. Hacemos un reciclado muy escrupuloso. Por supuesto, también hay pérdidas: ningún sistema es perfecto al cien por cien. Pero si contamos con un suministro continuado y de confianza de agua adicional, podremos expandirnos y crear nuevos asentamientos en la Luna. Dios sabe la de gente que hay en la Tierra ansiosa por marcharse e instalarse aquí. Pero siempre hemos tenido que limitar nuestro crecimiento en función de los suministros de agua. Si estos suministros aumentasen, Selene crecería con ellos; incluso podríamos fundar pequeños protectorados. La población de la Luna llegaría a aumentar en miles de millones de habitantes.
Holly hundió su peso en los almohadones. Esto es cósmico, se dijo. ¡Tenemos la clave para permitir el crecimiento de los asentamientos humanos por todo el sistema!
—Pero lo más probable es que la aia prohíba las actividades comerciales en los anillos, al menos hasta que los científicos puedan examinar profusamente las criaturas halladas en ellos, y eso puede llevar varios años. —Casi como un pensamiento a vuela pluma, Stavenger añadió:
—Quizá se les ocurran otros modos de conseguir agua. Después de todo, están ustedes mucho más cerca de los otn que nadie en todo el sistema solar.
— ¿otn? —exclamó Holly en voz alta.
—Espero que esto responda a su pregunta, señorita Lane. Por favor, siéntase libre de llamarme por teléfono personalmente si quiere discutir el asunto en más detalle.
La pantalla del teléfono se apagó, dejando a Holly a solas con sus pensamientos: Objetos Transneptunianos, eso es lo que significa. El cinturón de Kuiper. Hay trillones de icebergs flotando en ellos; de ahí es de donde proceden los cometas.
Sacudió la cabeza, sin embargo. Está demasiado lejos. Puede que estemos más cerca de ellos que nadie más, pero, aun así, se encuentran a más de veinte unidades astronómicas de nosotros. Demasiado lejos como para que sirva de algo.
Creo.