13 de abril de 2096:
La mañana después
Nadia Wunderly no pudo conciliar el sueño. Había pasado toda la noche en el laboratorio de biología, a solas, estudiando las muestras de las partículas de hielo que Gaeta le había traído. Durante semanas, había irritado a los biólogos por tomar prestados, cuando no los gorroneaba o directamente los saqueaba, los equipos que precisaba para construir un aparato de análisis criogénico con todos los detalles necesarios. De un tamaño parecido al de un horno microondas, se encontraba físicamente aislado del resto del laboratorio mediante compartimentos estancos miniaturizados y pantallas aislantes que evitaban la contaminación de las muestras tomadas; el resplandeciente aparato de color blanco también disponía de un aislante perfecto para mantener las partículas de hielo a casi la misma temperatura que existía en los propios anillos. La mayor parte del trabajo lo había hecho la propia Wunderly; muy rara vez podía camelarse a un técnico para que le echase una mano. Incluso entonces, ellos ya bromeaban acerca de «la caja helada de Wunderly».
Estaba sentada frente a una pantalla que le mostraba una de sus preciadas partículas. Los test que había realizado demostraban que aquel fragmento de seis centímetros de ancho consistía en hielo amorfo: no era ese tipo de hielo cristalino tan habitual en la Tierra, sino una forma que, estructuralmente, era más semejante al líquido, en el cual las moléculas fluían e interactuaban. Como el vidrio, dijo para sí. El vidrio, en su estructura, es líquido, lo que sucede es que a la temperatura normal de la Tierra se solidifica. El hielo amorfo es sólido a casi doscientos grados bajo cero, pero su estructura no es rígida; las moléculas no se encuentran atrapadas en el lugar en que están presentes: se mueven de un lado a otro y se combinan unas con otras. La química no tiene lugar en el interior del hielo amorfo.
Fatigada, Wunderly se frotó los ojos. Es hielo amorfo, de acuerdo. Y hay en su interior partículas del tamaño de microbios. ¿Pero están vivas? Al fin y al cabo, no hacen nada. Están ahí plantadas, en el interior de ese trozo de hielo, tan inertes como unas simples manchitas de polvo.
A duras penas se incorporó de la silla; cada músculo de su cuerpo emitió una queja. Necesito un biólogo, dijo Wunderly para sí. ¿A quién puedo captar en todo el grupo para que me eche una mano?
—Ha sido terrible, Panch —le estaba diciendo Holly a su hermana durante el café de la mañana—. Me dejó por los suelos.
—No pudo haber sido tan malo —replicó Pancho para confortarla.
—No, peor.
Pancho había acudido al apartamento de su hermana para acompañarla en su desayuno, después de que Holly la hubiese llamado en mitad de un agotador escarceo de sexo matinal con Wanamaker. Deja que suene, había jadeado Wanamaker. En cuanto este se dirigió a la ducha, Pancho comprobó los mensajes del teléfono, y luego llamó a Holly para decirle que estaría en su casa en una hora, o menos.
Pancho nunca había visto tan apesadumbrada a su hermana. Las elecciones significan mucho para ella, comprendió. Holly ha dado con algo que le resulta importante.
—Mira —le dijo a Holly—. Lo primero que haremos será llamar a Nadia y ver si ha encontrado criaturas vivas en las muestras. Todo depende de eso.
Wunderly no estaba ni en su casa, ni en su oficina, ni en su laboratorio. Se encontraba en la cafetería, tomando el desayuno con Da’ud Habib y Yolanda Negroponte. Wunderly había llamado a Habib la noche anterior, en cuanto comprendió que necesitaba contar con un biólogo que la ayudase a analizar las partículas del anillo.
—Yolanda es la mejor de todo el equipo de biólogos —había dicho Habib a modo de presentación.
Pero Wunderly recibía lo que, sin discusión, eran vibraciones hostiles por parte de Negroponte. La mujer era mucho más alta que ella, tenía un cuerpo rotundo y una melena larga y rubia que enmarcaba un rostro que no era exactamente hermoso, pero sí muy atractivo. Labios carnosos, mandíbula y pómulos marcados, y unos ojos que rebosaban suspicacia.
Habib también debió de sentir la tensión que había entre las dos mujeres, porque se excusó tras darle apenas un bocado a la magdalena del desayuno y un sorbo a su café solo.
—Tengo una reunión con el jefe del departamento de Mantenimiento —comentó, casi como disculpándose. Al levantarse de la mesa y recoger la bandeja que apenas había tocado, añadió:
—Parece que soy el tipo más popular de la mañana.
Dicho lo cual, se escabulló de allí. Wunderly pensó que parecía aliviado de librarse de ellas dos.
Negroponte le observó por unos instantes y luego se volvió hacia Wunderly; sus ojos la enfocaban como dos rayos láser.
—Eres la chica a la que Da’ud llevó a la fiesta de Año Nuevo —dijo, casi como una acusación.
—Así es —respondió Wunderly—. ¿Con quién fuiste tú?
La bióloga esbozó casi una sonrisa:
—Estaba interesada en Da’ud, pero, inmerso como estaba en la extraviada maquinita de Urbain, no captó mis señales.
—Oh. Entiendo. —Wunderly decidió ir de frente. Necesitaba la ayuda de aquella mujer, no su animosidad—. Yo no envié ninguna señal. Simplemente le pregunté si le gustaría ir a la fiesta conmigo.
Las cenicientas cejas de Negroponte se alzaron sorprendidas:
— ¿Así de fácil?
—Así de fácil. Nunca me enseñaron a ser sutil, ni a enviar señales.
— ¿De verdad?
—Bueno, con tu físico, debe venir de manera completamente natural. Quiero decir, seguro que los hombres van constantemente detrás de ti.
—A ver, tampoco es que me persigan.
—Yo siempre he sido algo regordeta y muy poquita cosa —confesó Wunderly—. Eso no ayuda a tener a alguien resollando tras de ti.
La expresión de Negroponte se ablandó un poco:
—Yo siempre fui más alta que la mayoría de los chicos de mi escuela. Pero, lo que era aún peor, siempre se atemorizaban cuando se daban cuenta de que yo era más lista que ellos. Los hombres quieren ser los que dominan, incluso los más débiles. —Antes de que Wunderly pudiera pensar en una respuesta, Negroponte añadió:
—En especial, los más débiles.
—No creo que Da’ud sea débil. ¿Tú?
—No, no es que sea débil. Pero ante él debes mostrarte como un jefe.
—Quizá —concedió Wunderly—. Pero quizá le asustes si de pronto le saltas con esas, sin más.
Negroponte pareció considerar la idea por unos instantes, y luego sacudió la cabeza:
—No lo sé. Da’ud es guapo, pero su trabajo es más importante para él que las mujeres.
— ¿De verdad lo crees?
— ¿No es tu trabajo más importante para ti que cualquier hombre?
Wunderly agitó la cabeza:
—Yo no veo que ambas cosas supongan un conflicto. ¿Y tú?
Las dos mujeres siguieron allí, en la ruidosa y ajetreada cafetería, durante más de una hora, las cabezas juntas, hablando de los hombres y los problemas que causaban. A veces se reían a la vez; a veces, simplemente, eran risitas nerviosas. Las personas que pasaban portando sus bandejas hubieran pensado que se trataba de dos viejas amigas que se habían reencontrado después de una larga ausencia.
Fue solo tras dejar la mesa, recoger las bandejas y apilarlas, y dirigirse al fin hacia el laboratorio biológico, cuando empezaron a hablar de biología y de las muestras del hielo.
Habib reconoció sentirse aliviado de librarse de las dos mujeres cuando, educadamente, tocó en la puerta del despacho del jefe de Mantenimiento. Las dos se creen que les pertenezco, se dijo a sí mismo. Y cada una de ellas me quiere exclusivamente para sí.
—Adelante —dijo la voz de Timoshenko desde el otro lado de la puerta.
Habib la abrió y entró en la oficina. Era un lugar espacioso, con una mesa amplia y paredes inteligentes atestadas de datos. Timoshenko se hallaba sentado tras una enorme montaña de papeles, lo cual a Habib se le antojó extraño. ¿Por qué usar papel cuando puedes almacenar la información por medios electrónicos? Tampoco era que aquellas hojas fueran auténtico papel, confeccionado a partir de árboles. A bordo del hábitat Goddard, lo que se daba en llamar «papel» consistía en realidad en una serie de finas láminas de plástico reprocesado.
— ¿Quería verme? —preguntó Habib desde el umbral de la puerta.
— ¿Es usted el genio informático? —le interrogó a su vez Timoshenko, poniéndose en pie.
Habib formuló una tímida sonrisa:
—Soy el jefe de la sección informática del equipo científico. Pero de ningún modo soy un genio.
Haciéndole un gesto hacia la única silla que había frente a su mesa, Timoshenko dijo:
—Disculpe mi inimitable modo de expresarme. Es un mal hábito.
— ¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó Habib al tomar asiento—. Comprenderá, sin duda, que mis responsabilidades se circunscriben al doctor Urbain, de modo que si necesita mi tiempo o el tiempo de su gente, antes tendrá él que aprobarlo.
Timoshenko gruñó y se arrellanó en su silla:
—He encontrado un problema que afecta a la seguridad de nuestro hábitat.
Habib sintió que sus cejas se alzaban.
Señalando el gráfico que mostraba una de las paredes inteligentes, Timoshenko prosiguió:
—Hemos estado sufriendo caídas de energía. He comprendido que lo que las causa es el campo de fuerzas electromagnéticas que rodean Saturno.
— ¿Fuerzas en el campo magnético de Saturno?
Asintiendo, Timoshenko replicó:
—Ustedes, los científicos, han sabido durante años que hay fuerzas eléctricas que emanan del planeta…
—Electromagnéticas.
—Sí, claro. Eso quería decir.
—Y, aparentemente, de algún modo estas se originan en los anillos.
—Lo que sea —respondió Timoshenko, no sin impaciencia—. Esas fuerzas sobrecargan nuestro sistema de circuitos eléctricos y son lo que causa las caídas de tensión.
—No lo entiendo —replicó Habib—. La electricidad la generamos mediante células solares, ¿no es así?
—Sí, esa es nuestra fuente principal. Pero la corriente generada por los voltaicos solares debe convertirse en frecuencias fáciles de utilizar por los equipos eléctricos. Ya imaginarás que no hay un camino directo desde las células solares a tu cafetera.
—Ah. Claro.
—Esas fuerzas sobrecargan los inversores. Y mi trabajo es arreglar la situación.
Habib casi rio:
—Espero que no crea que puede detener los procesos naturales de Saturno.
—No, pero si sé cuándo sobrevendrán dichas fuerzas, podría proteger los sistemas de energía de su influencia. Creo.
— ¿Necesita predecir cuándo llegarán esas fuerzas?
—Sí. Es el primer paso para acabar con estas puñeteras caídas de tensión.
— ¿Diría usted que ocurren al azar?
—No exactamente al azar —dijo Timoshenko—. Parecen venir cada pocas semanas, en grupos.
Con expresión ausente, Habib se frotó la barba:
— ¿Cada pocas semanas?
—Más o menos —respondió Timoshenko, que se sentía más y más irritado al ver que Habib solo hacía de eco a sus palabras. Esperó la siguiente pregunta. Tras ver que Habib permanecía en silencio, el ingeniero añadió:
—Si supiera cuándo debo esperar las subidas de fuerza, al menos podría apagar todo el equipo eléctrico que no fuera esencial para no sobrecargar los sistemas y evitar las caídas de tensión.
—Entiendo.
—Pero también entenderá que no puedo apagar el equipo durante varios días. Quizá unas cuantas horas… De modo que necesitaría saber cuándo van a llegar las subidas de tensión.
— ¿Cerrar los equipos es lo mejor que podría hacerse?
—No. Lo que deberíamos hacer es proteger con un escudo los inversores y los tendidos principales de energía, pero eso lleva tiempo, recursos y trabajo. Mientras tanto, o bien me encargo de apagar lo que no sea esencial en el momento en que llegue una subida de tensión, o bien seguiremos padeciendo estos condenados apagones.
—Entiendo —repitió Habib.
—Son ustedes, los científicos, quienes disponen de toda esta información acerca de las subidas de tensión. Es de donde la he sacado.
— ¿Y quiere que yo analice esos datos para predecir cuándo sobrevendrán las subidas?
— ¡Sí! —exclamó Timoshenko con fervor.
—Tendré que pedir permiso al doctor Urbain para trabajar en el problema. No sé si estará de acuerdo. Él…
—Dígale a Urbain que, o arreglamos este problema, o todo el hábitat quedará a oscuras.
Los ojos de Habib se abrieron de par en par:
—No será tan grave, ¿verdad?
— ¿Puede usted asegurarme que no será tan grave? Supongamos que un verdadero subidón se carga nuestros inversores. ¿Qué ocurriría entonces?
—Comprendo —dijo Habib. Levantándose de la silla, añadió:
—Hablaré al doctor Urbain acerca de esto inmediatamente.
—Perfecto —contestó Timoshenko, levantándose a su vez de la silla y alargando una mano sobre la mesa para estrechar la de Habib.
Sin embargo, el informático prosiguió:
—Pero dudo que me dé permiso para trabajar con usted. No querrá dejarme ir.
—Tendrá que hacerlo —insistió Timoshenko—. Y usted tendrá que convencerle de ello.
Con un aspecto totalmente desencantado, Habib murmuró:
—Lo intentaré.
—Perfecto —repitió Timoshenko, y de nuevo tendió su mano sobre la mesa. Habib vaciló unos instantes, pero luego la estrechó entre las suyas. Timoshenko pensó que el apretón de aquel tipo era delicado, casi débil.
—Gracias.
En cuanto Habib salió de la oficina, Timoshenko volvió a dejarse caer en su sobredimensionada silla giratoria, pensando: si Urbain no le da permiso a Habib para trabajar en esto, acudiré a Eberly y le diré que ponga al tipo en mis filas. Esto es más importante que tratar de encontrar un juguetito perdido en Titán. ¡Esto es vital!