4 de mayo de 2096:

Media mañana

Como primera tarea de la mañana, Da’ud Habib siempre intentaba hacer una tabla de ejercicios en el centro de salud, antes de que nadie más se acercase por el lugar, pero se dio cuenta de que Negroponte, casualmente, hacía su propia tabla enfundada en unas mallas que le marcaban la silueta a la misma hora cada día. Al igual que, también por casualidad, la encontraba en la cafetería cuando iba a comer. Invariablemente, se sentaba en la misma mesa que él. Cuando él llegaba más tarde de lo habitual, Negroponte abandonaba la mesa en la que había estado hasta ese momento y acudía a sentarse a su lado.

Esta me persigue, se dijo. Al principio resultaba casi adulador, pero pronto empezó a revelarse como un incordio. Negroponte debe creer que soy uno de esos amantes arrancados de las páginas de Las mil y una noches, pensó. Un emir con ojos de halcón que va a raptarla en su corcel para llevarla a la tienda que tiene en el desierto. Nada más lejos de la realidad.

Habib había nacido en Vancouver de una familia de inmigrantes palestinos y fue educado en el islam. Adicto a los libros y profundamente interesado en la informática, Habib desarrolló una gran timidez hacia las mujeres. Durante sus años de universidad, los exóticos rasgos que le adornaban le evitaron tener que perseguirlas; eran ellas quienes le perseguían a él. Lo que le resultaba más difícil era librarse de ellas. Mientras disfrutase del sexo, no veía ningún motivo para casarse o siquiera compartir el mismo techo con una mujer. Había muchas cosas por hacer; atarse a una mujer resultaría un claro obstáculo para avanzar en sus estudios, su carrera. Ya habrá tiempo de casarse y tener hijos algún día, pensaba.

Había aceptado unirse al equipo científico del doctor Urbain cuando su antiguo tutor en la universidad le telefoneó para sugerirle que lo hiciera:

—Es una oportunidad, Da’ud —le dijo el canoso profesor.

— ¿Cinco años? —fue la pregunta de Habib.

—Cuando regreses a la Tierra, cualquier universidad estará loca por tenerte en sus filas. Hasta la Nueva Moral te mirará con buenos ojos.

— ¿Por qué iban a hacerlo?

—Su deseo es que el hábitat tenga éxito, se convierta en un ejemplo del modo en que la gente puede vivir lejos de la Tierra.

—La mayoría de la gente del hábitat serán exiliados, ¿no es así?

El profesor le dedicó una sonrisa cómplice:

—Sí, pero también habrá muchos hombres y mujeres jóvenes a quienes la Nueva Moral les gustaría ver fuera de este mundo.

—No sé cómo el hecho de estar tan lejos, junto a esa gente…

—Confía en mí, Da’ud. Es la mejor oportunidad que puede pasar ante ti, mejor que cualquiera que puedas esperar en la Tierra.

Habib pensó que aquellas palabras guardaban un velado mensaje: pasa cinco años en la misión a Saturno o verás cómo la Nueva Moral bloquea tus solicitudes a las mejores escuelas. Habib no era un luchador. Así que hizo lo que su tutor le sugirió.

En buena medida, era como vivir en una ciudad universitaria. Y el trabajo era fascinante… al principio. Habib dirigía la programación de la enorme sonda que Urbain estaba construyendo, su preciada Titán Alpha. Representaba un fascinante desafío programar tan compleja máquina para que pudiese operar por su cuenta en los exóticos parajes que alojaba la superficie de Titán, y que fuera lo bastante flexible como para defenderse ante lo desconocido y además pudiera aprender del ecosistema en el que se encontrara.

Pero Alpha aterrizó y se quedó en silencio, y Urbain perdió los estribos. Habib estaba seguro de que en alguna parte había un error de programación, pero aunque pasó día y noche intentando encontrarlo, por el momento había sido incapaz de discernir qué iba mal en el programa.

Había muchas mujeres disponibles en el hábitat, y si bien había intentado mantenerse al margen de cualquier compromiso, sus hormonas masculinas empezaban a plantearle sus exigencias. Sin embargo, no pudo sino sorprenderse cuando la doctora Wunderly le pidió que la acompañase a la fiesta de Año Nuevo. Aceptó, por más que nunca se le hubiera pasado por la cabeza invitarla a ella. Nadia Wunderly no era la mujer más atractiva que conocía, pero a ella parecía que él sí le gustaba bastante; y lo que era más importante, estaba tan imbuida en su trabajo como él lo estaba en el suyo. A Wunderly nunca se le hubiera ocurrido forzarle a un compromiso.

Y estaba convencido de que Negroponte sí lo haría. Aunque claro, con su escultural figura, su estatura y sus ojos almendrados, ejercía sobre él un atractivo mucho más poderoso.

Habib realizó una versión abreviada de su tabla de ejercicios, se duchó y se vistió con la rutinaria túnica y los pantalones de faena, y luego se encaminó a la reunión que tenía a las once en punto con Timoshenko. Por fin había dado con algo sólido que ofrecer al jefe de Mantenimiento. Las matemáticas son mucho más sencillas que las mujeres, pensó. Una relación matemática se mantendrá unida salvo que algún valor discernible produzca un cambio. Una relación con una mujer siempre está cambiando, y a menudo por ninguna razón cognoscible.

Habib llegó a la oficina de Timoshenko y abrió la puerta que daba al vestíbulo. Había allí tres ingenieros, sentados ante unas pantallas sobre las que inclinaban las cabezas. El jefe de Mantenimiento no contaba con un ayudante personal. Creía que eran los ordenadores quienes debían hacer el trabajo normal de oficina; cada uno de sus empleados se dedicaba por entero al mantenimiento de la miríada de ingenios mecánicos, hidráulicos, eléctricos y electrónicos del hábitat.

Habib se dirigió directamente a la puerta del despacho privado de Timoshenko:

—No está —le dijo uno de los ingenieros, sin apenas levantar la vista de la pantalla de su portátil—. No ha venido en toda la mañana.

—Pero si teníamos una reunión prevista a las once…

—Llegas con tres minutos de antelación —le reprochó la voz de Timoshenko, a su espalda.

Volviéndose, Habib vio al ruso caminando hacia él. Timoshenko tenía un aspecto terrible: los ojos encarnados e hinchados, como si no hubiera dormido en toda la noche.

—Te traigo buenas noticias —dijo Habib, a modo de saludo.

—Qué bien —fue la réplica de Timoshenko, casi un gruñido—. Una buena noticia me vendría bien, para variar.

Cinco minutos más tarde, Habib se hallaba sentado junto a Timoshenko ante la ovalada mesita del despacho del jefe de Mantenimiento. Una de las pantallas murales rebosaba de gráficas que mostraban una serie de curvas complejas.

— ¿Me estás diciendo que es Titán lo que causa las subidas de energía? —preguntó Timoshenko, mirando las gráficas con expresión suspicaz.

—No sé si es Titán quien origina esas fuerzas —replicó Habib—, pero coinciden bastante con la posición de Titán y otras lunas mayores en sus órbitas alrededor de Saturno.

Timoshenko emitió un ruido gutural.

Señalando hacia los gráficos, Habib explicó:

—Las subidas de tensión concurren cada vez que Titán y las otras lunas mayores se alinean con Saturno.

Casi en un pesado susurro, Timoshenko murmuró:

—Esa es la razón por la que las subidas suceden aproximadamente cada dos semanas. La órbita de Titán tiene intervalos de dieciséis días.

—Sí. Y eso explica por qué hay meses en los que no hay ninguna subida de tensión: y es porque las lunas exteriores no coinciden en la cara del planeta, al contrario que Titán.

— ¿Estás seguro de eso?

—Las matemáticas no mienten —dijo Habib con un tono punzante en la voz. No le gustaba que sus cálculos se cuestionasen.

— ¿Pero qué es lo que lo provoca? Lo que me cuentas parece astrología, no física.

Habib se encogió de hombros.

—Tendrás que preguntarle a Wunderly o a alguno de nuestros astrofísicos. Yo soy matemático. —Apuntando a lo que mostraba la pantalla mural, añadió:

—Me pediste que te comunicase cómo predecir las subidas de energía, y eso es lo que he hecho.

Timoshenko asintió.

—Sí. Eso has hecho. —Volviéndose ligeramente en su silla, exclamó—: ¡Teléfono! Llama a la doctora Wunderly. Máxima prioridad.

Titán
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