28 de diciembre de 2095:

Nanolaboratorio

Malcolm Eberly se sentía claramente incómodo dentro del laboratorio de nanotecnología. Y no porque tuviera un escrúpulo religioso contra la ella; simplemente, compartía el mismo miedo que la mayoría de la gente albergaba ante una posible rebelión de incontrolables nanomáquinas, microscópicos monstruos sin cerebro que triturarían lo que les saliese al paso como un imparable enjambre de hormigas. El pensamiento le hacía temblar por dentro.

Eberly sabía que sus miedos se fundaban en hechos incontestables. En el pasado, mucha gente había muerto a causa de las nanomáquinas. Tiempo atrás, cuando la doctora Cardenas se unió por primera vez al hábitat, mientras el profesor Wilmot estaba todavía al frente del Gobierno interino, el viejo había insistido en exigir toda clase de medidas de protección antes de permitir a Cardenas montar su laboratorio. Cielos, si ya el hecho de ingresar en aquel laboratorio constituía todo un esfuerzo: uno debía atravesar un doble juego de pesadas puertas, como un compartimento estanco. Cardenas tenía que mantener la presión del aire en el interior de su laboratorio por debajo de la presión que había en el resto del hábitat, con el fin de asegurarse de que ninguna de las máquinas, no mayores en tamaño que un virus, pudiera ser arrastrada por una desperdigada corriente de aire.

Urbain también parecía incómodo. Debe estar verdaderamente desesperado, pensó Eberly, al pensar en utilizar nanomáquinas para arreglar la sonda de Titán.

Si Kris Cardenas percibió sus aprensiones, lo cierto es que no dio muestras de ello. Repantigada con aire indiferente en una banqueta, un codo apoyado en lo alto de la repisa del laboratorio, Cardenas vestía un ligero y cómodo suéter de manga corta color celeste y unos tejanos. Urbain, como siempre, se enfundaba en una chaqueta y unos pantalones con una cuidadosa raya. No llevaba corbata, pero se había anudado un pañuelo de seda por dentro del cuello de la camisa. El propio Eberly llevaba una túnica suelta encima de los pantalones, tal y como el código de vestuario que había promulgado exigía. Al margen del equipo administrativo del hábitat, casi nadie prestaba demasiada atención al código de vestuario.

—Hemos estado trabajando en nanos para autoreparación y mantenimiento —decía Cardenas a Urbain—. Eso fue lo que usted pidió.

—Sí, ya lo veo —replicó Urbain, recorriendo con un nervioso dedo su acicalado bigote—. Pero ahora nos enfrentamos a un nuevo problema.

En realidad, Eberly no había sido invitado a aquella reunión, pero en cuanto supo que Urbain había acudido a Cardenas en busca de ayuda, decidió que debía saber por qué. Y Urbain era tan ridículamente educado que no iba a decirle al principal administrador del hábitat que mantuviera las narices lejos de los temas científicos. De modo que Eberly se sentó en una de las sillas plegables que Cardenas les había traído mientras Urbain y los expertos en nanotecnología aventaban sus problemas. Apartado, en el otro extremo del laboratorio, el único ayudante de Cardenas rondaba por entre el resplandeciente equipo metálico, escuchando atentamente. ¿Cómo se llama?, se preguntó Eberly. Tavalera, fue la respuesta. El ingeniero que cogimos después del accidente durante el repostaje en Júpiter.

—Tal y como entiendo el problema —estaba diciendo Cardenas—, la sonda no os está enviando ningún dato.

Urbain se tocó nuevamente el bigote antes de responder:

Titán Alpha no remite datos desde sus sensores, eso es cierto. Tenemos razones para creer que los sensores funcionan y están recogiendo datos. Lo que ocurre es que Alpha, simplemente, no nos remite la información.

—Curioso —murmuró Cardenas.

—Frustrante —le espetó Urbain—. Hemos recibido la telemetría del programa de mantenimiento de Alpha. Todos los sistemas parecen funcionar correctamente, salvo el sensor de envío de datos.

Cardenas se irguió en su banqueta, cruzó las piernas, echó una mirada a su ayudante, y luego se encogió levemente de hombros.

—No veo de qué forma podemos ayudarle, doctor Urbain. Es…

—Por favor, llámame Eduoard. Nos conocemos desde hace suficiente tiempo como para tutearnos.

—Eduoard —dijo Cardenas, con un leve hoyuelo en su barbilla—. Me temo que no veo de qué manera podrían ayudarte los nanos, a menos que puedas localizar el origen de la disfunción.

Urbain suspiró profundamente:

—Ese es el problema de base. No sabemos qué provoca ese silencio. Nadie lo sabe. Mi gente se ha estado devanando los sesos con eso desde hace tres días. Y tres noches, podría añadir. Están repasando línea a línea todos los programas informáticos. Es para enloquecer.

— ¿Pero de qué servirían los nanos?

Sacudiendo la cabeza, Urbain replicó:

—Esperaba que hubiera algún modo de llevar las nanomáquinas hasta Alpha y poder construir una nueva antena de enlace.

— ¿Como refuerzo a la antena que ya existe?

—O como su reemplazo —dijo Urbain.

Está desesperado, se dijo Eberly. Se aferra a un clavo ardiendo.

Cardenas se bajó del taburete:

—Déjame pensarlo, Eduoard. Es posible, pero no será fácil… —Su voz se apagó.

Urbain se puso en pie:

—Agradeceré cualquier cosa que hagas.

Cardenas le acompañó hasta la puerta del laboratorio, con Eberly a algo más de un paso de distancia tras ellos.

—Por favor, mantenme informada de los análisis que hagáis de la situación —le dijo Kris a Urbain—. Nunca se sabe, algo que parece trivial podría ser una puerta de entrada.

—Lo haré —dijo Urbain. Su lúgubre tono era una prueba de su falta de esperanzas—. Gracias.

En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, Eberly se apresuró a despedirse de Urbain y corrió a abandonar el edificio del laboratorio, precipitándose a la luz del sol, a la calle suavemente inclinada en pos del centro de administración y su propia oficina. Dejándose caer en su silla, le ordenó al teléfono que localizara a Ilya Timoshenko para pedirle que acudiese a la oficina del administrador principal de inmediato.

Timoshenko se presentó contra mí en las elecciones generales, se dijo Eberly. Al igual que Urbain. Si son lo bastante listos como para combinar sus votos podrían derrotarme en junio. Tengo que lograr que se enfrenten el uno al otro. Divide y vencerás, esa es la regla.

 

Timoshenko no estaba en el centro de navegación, que, simbólicamente, era su lugar de trabajo, por la simple razón de que no tenía nada que hacer allí, ahora que la Goddard rielaba en órbita alrededor de Saturno. Nada que hacer excepto pensar, y recordar la vida que había dejado atrás, en la Tierra. La mujer que había dejado atrás. Su mujer, Katrina, la de los cabellos de oro. Katrina, la de la dulce sonrisa y manos delicadas. Cuando Katrina hablaba, era como si en el corazón de Timoshenko repicasen las campanas.

No, así empiezan los remordimientos. Y la ira. Una cólera tan intensa que su negra tormenta podría engullirlo por completo. Timoshenko luchó contra la rabia, porque sabía qué él mismo era su foco, su centro. En el ojo atronador de esa demoledora furia estaba la certidumbre de que él se había hecho acreedor a aquel exilio. Bebía demasiado, hablaba demasiado, se preocupaba demasiado. De modo que le enviaron al exilio, a aquella verde y suntuosa prisión a más de mil millones de kilómetros de Katrina.

Timoshenko se encontraba trabajando con el equipo de control de la misión Titán Alpha cuando le llegó la llamada de Eberly. Ahora que la sonda estaba en Titán, los turnos de trabajo del centro de control eran de veinticuatro horas: no había una sola consola que no fuera manipulada a cada instante. Timoshenko se había ofrecido voluntario para arrimar el hombro en las necesidades del control de la misión. El trabajo no era realmente un trabajo; simplemente, consistía en no desatender las consolas. Rutina aburrida, pero nada más. La telemetría llegaba sin problemas y mostraba que la estúpida máquina funcionaba como debía… salvo por el hecho de que rehusaba enviar los datos recogidos por sus sensores a Urbain y el resto de temblorosos científicos. Timoshenko casi soltó una carcajada. El orgullo y alegría de Urbain se aposentaba en un acantilado de hielo sucio como un adolescente rezongón, negándose a dirigir la palabra a su papá.

¿Y qué?, se preguntó. ¿Por qué no iban a hacerse pedazos los sueños de Urbain? Bienvenido al club.

La voz sintetizada del teléfono le habló en su tono llano y sin relieves por el auricular:

—El administrador principal desea verle en su oficina de inmediato. Por favor, responda.

Reprimiendo el impulso de decirle al administrador jefe que se metiera un puñado de arena por el culo, Timoshenko tomó aire, y luego replicó por el micro labial:

—Estoy trabajando en el centro de control de la misión y no puedo dejar mi puesto. Mi turno concluirá a las diecisiete cero cero horas. Me presentaré en la oficina del administrador jefe a las diecisiete veintiuna, a menos que nuestro respetado y sin parangón administrador jefe me diga otra cosa.

Ya está, pensó Timoshenko. Eso habrá de mantener contento al cabezón de Eberly al menos durante un par de horas.

 

Cardenas se encontró con Nadia Wunderly en la cafetería justo al mediodía. Sosteniendo sus bandejas, avanzaban por la fila de comidas frías, y Cardenas percibió, esbozando interiormente una sonrisa, que Nadia no cogía más que una ensalada fresca y una botella de agua mineral. Para no tentar a su amiga a coger algo más, Cardenas se limitó a seleccionar una ensalada césar que engrosó con algunos trozos de falso pollo a la brasa y un vaso de zumo de tomate.

Cuando pusieron las bandejas en una mesa vacía y se sentaron, Cardenas señaló:

—Tienes buen aspecto, Nadia.

—Me siento genial —dijo la física.

Cardenas asintió y empezó su ensalada:

—Quiero decir —prosiguió Wunderly—, casi puedo sentir los nanos fundiendo la grasa de mi cuerpo. ¡Ya he perdido seis kilos!

—Es maravilloso. —Cardenas sonrió para sí.

Un mes atrás, Wunderly había acudido a ella, casi al borde de las lágrimas, para rogarle que la ayudase.

— ¡Es casi Navidad —gimió—, y mírame! ¡Estoy hecha una cerda!

Cardenas había intentado calmar a su amiga, pero sabía qué vendría después, y lo temía.

Por fin, Wunderly le pidió:

— ¿No podrías darme algunos nanos, solo unos pocos, los suficientes para quemar la grasa que me sobra? ¡Nadie me va a pedir salir la noche de Año Nuevo si tengo esta pinta!

Wunderly estaba bastante rechoncha. La forma natural de su cuerpo era maciza, de huesos grandes. Nunca tendría el aspecto de una sílfide ni se vería sensual a menos que cambiase su cuerpo de arriba abajo, lo cual podría llevar meses.

—Lo que estás pidiendo son dragadoras —le dijo Cardenas a su amiga con tanta dulzura como pudo—. Son ilegales, están prohibidas en todas partes. Pueden matarte; Dios sabe que no sería la primera vez.

— ¡No me importa! —había chillado Wunderly—. ¡Asumiré el riesgo!

Pero Cardenas no iba a hacerlo. Aunque tampoco podía dejar a su amiga en la estacada. En tono grave, le había dicho a Wunderly:

—Ven a mi laboratorio mañana por la noche, hacia las ocho.

Wunderly había acudido al laboratorio con la impaciencia de un cachorrillo. Cardenas le dio un cóctel de frutas que no contenía nanomáquinas, sino un poderoso supresor del apetito más un diurético. Es decir, un placebo. Dio a Wunderly instrucciones detalladas con el fin de que se pusiera a dieta e hiciera ejercicio:

—Si no sigues el régimen, los nanos no atacarán las células de grasa —le avisó Cardenas, cruzando mentalmente los dedos—. Y estarás poniendo tu salud en peligro.

Cada dos días, Wunderly había regresado al laboratorio de Cardenas para tomar un refuerzo. Pensaba que estaba ingiriendo nanomáquinas que le quemarían la grasa por arte de magia. Para su placer, perdió peso. Y no gracias a la magia, sino llevando la dieta y haciendo el ejercicio que nunca hubiera llevado a cabo sin el señuelo de las nanomáquinas que, aparentemente, hacían su trabajo en el interior de su cuerpo.

Y funcionaba. Nadia tiene mejor aspecto, pensó Cardenas, y sonríe, en lugar de estar quejándose todo el rato de su peso.

Manny Gaeta vino a su mesa, portando una bandeja cargada de sopa, un sándwich «McGlup» y una porción de pastel de melocotón. Cardenas le había hecho partícipe de su «mentirijilla», por supuesto. Tuvo que pisarle tres veces por debajo de la mesa para que captase la indirecta:

—Eh, Nadia, tienes un aspecto increíble —le dijo, sonriendo a Wunderly—. ¿Has estado haciendo ejercicio o algo así?

—Algo así —respondió Wunderly, sonriendo a Cardenas de oreja a oreja.

Titán
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