9 de enero de 2096:
Anochecer
Las burbujas de observación construidas en el casco de la Goddard eran más conocidas como las «chozas prefabricadas». Encerrada en el interior de una de las burbujas, con su banco de tieso respaldo y su suelo alfombrado, las luces a su nivel más tenue para que pudieran verse los cielos a través del ancho ventanal de vidriometal tintado, una pareja podía pasar largas y románticas horas, bien observando el estrellado universo, bien explorando el universo que había dentro de ellos mismos.
Holly le había dejado claro a Tavalera que quería estar a solas con él en una de las burbujas para poder tener una conversación privada, sin más. Pero en cuanto entraron al acogedor nidito y la pesada puerta se cerró a sus espaldas, Holly comprendió que ya no habría manera de que Raoul pudiera quitarse de la cabeza los pensamientos románticos.
Rayos, pensó, y la verdad es que me sentiría decepcionada en proporciones cósmicas si no intentara algo conmigo.
—Mira hacia allí —enunció Tavalera en un susurro sobrecogido, mientras los ojos de ambos se acostumbraban a aquella luz tan tenue.
Saturno no se veía por ninguna parte. En su lugar, más allá del ancho mirador vieron la infinita negrura del espacio, tan profusamente preñada de estrellas que ambos se quedaron sin aliento.
— ¡Hay tantas! —suspiró Holly.
—Esa de color azul que brilla por allí —dijo Tavalera, señalando con un gesto—, creo que es la Tierra.
Holly dio un paso hacia él, y se situó lo bastante cerca como para que sus hombros se rozasen. Él le pasó un brazo por la cintura.
—No recuerdo nada de la Tierra —confesó Holly—. Esa fue mi primera vida, y todos los recuerdos se han borrado.
—Yo sí la recuerdo —dijo Tavalera—. Pensaba que quería volver… hasta que te conocí.
Holly se fundió en sus brazos, y durante un largo rato se perdieron el uno en el otro. Luego, en tanto el hábitat giraba lentamente, Saturno se elevó hasta hacerse del todo visible: sus amplios y resplandecientes anillos inundaban de luz en el compartimento.
Holly apoyó la cabeza en su hombro:
—Dios mío, qué hermoso es.
—Sí.
La vasta y achatada esfera de Saturno hacía brillar sus franjas de azafrán y de un suave color rojizo. Los anillos estaban inclinados, de modo que podían verse en su más completo y fascinante esplendor.
—Eso no lo ves en la Tierra —murmuró Tavalera.
—Imagino que no.
La besó de nuevo, y luego la llevó hasta el afelpado asiento almohadillado.
Cuando se sentaron, uno al lado del otro, Holly preguntó:
—Raoul, ¿quieres volver a la Tierra?
Pudo ver el conflicto en sus ojos:
—Sí, supongo que algún día…
—Aún es tu hogar, ¿verdad?
En lugar de responder, Tavalera preguntó:
— ¿Vendrías conmigo?
— ¿De visita o para quedarme?
—No lo sé. Quiero decir, mi vida está allí. Me gusta trabajar para la doctora Cardenas. Estoy aprendiendo mucho. Dice que puedo obtener un título por la Universidad de Selene.
— ¿En nanotecnología?
—Sí.
—Eso estaría genial.
—Claro que tampoco podría ejercer como nanotécnico en la Tierra. Allí está prohibido.
—Pero sí podrías conseguir un trabajo de ingeniero.
El rostro de Tavalera se oscureció en un fruncimiento de cejas:
—Sí, el colmo. No sería sino otro ingeniero más.
— ¿Entonces preferirías quedarte aquí?
—Contigo sí —replicó Tavalera.
Contra su voluntad, Holly le dedicó una sonrisa:
—Raoul, no quisiera ser un factor tan decisivo en tu vida. No sería justo para ti. Para ninguno de los dos.
—Pero lo eres, Holly. Quiero estar contigo. Me da igual dónde, solo quiero estar contigo.
Se inclinó hacia ella para besarla de nuevo, pero Holly le puso un dedo en los labios.
— ¿Qué pasa? —preguntó Tavalera, con un claro timbre de exasperación en la voz.
—Hay algo que debemos aclarar antes —dijo Holly.
El rostro de Tavalera se ensombreció:
—Wunderly y sus malditos anillos.
—Es importante, Raoul. Importante para todos.
— ¿Tan importante como para que me mate?
— ¡No! Pero…
— ¡Pero mierda! —saltó Tavalera—. Piensas que llevar a Wunderly a los anillos es más importante que el hecho de que estemos juntos.
—Eso no es cierto, Raoul.
—Y un huevo que no. —Se puso en pie—. No te importo un carajo, ni yo ni nada que tenga que ver conmigo. ¡Lo único que quieres es manipularme como a una puta marioneta!
— ¡Raoul, por favor! ¡No!
Pero ya se precipitaba al exterior de la burbuja de observación, dejando a Holly sentada allí, sola, al borde de las lágrimas. Lo que más le dolía era darse cuenta de que Raoul no creía que ella lo amaba, la ira que había mostrado ante la idea de que su único interés era aprovecharse de él.
¡Te amo, Raoul!, exclamó en silencio. De verdad, te amo. Pero sabía que lo había perdido, que había herido su orgullo, arruinado la única oportunidad de llevar una vida feliz con el hombre al que amaba.
Holly dejó caer la cabeza y sollozó, sola en la oscura burbuja de observación.
Jeanmarie Urbain se sentía tan nerviosa como una colegiala. Su marido aún estaba en la oficina, pasando lo que quedaba de la tarde intentando, como siempre, hallar una fórmula para retomar el contacto con su máquina perdida en la superficie de Titán.
La presión lo estaba matando, y eso era algo que a Jeanmarie no podía pasarle por alto. Cada mañana dejaba su apartamento más cansado, más tenso, tras pasar varias horas revolviéndose y lamentándose en sus sueños. Cada noche regresaba a su oficina o a sus laboratorios, y trabajaba hasta bien pasada la medianoche con el único propósito de dar con la manera de hallar a su silencioso Alpha. Es como si tuviera una rival, pensó Jeanmarie, mientras se miraba en el espejo del cuarto de baño y se ponía los pendientes. Adora ese monstruoso artilugio. Se pasa más tiempo intentando traerlo de vuelta a sus brazos que conmigo.
Satisfecha por fin con su aspecto, abandonó el apartamento y se dirigió a la parte trasera de su edificio, para atravesar el sombrío sendero que conducía al pequeño macizo de árboles junto al lago. Estaba nerviosa y se sentía como si estuviera haciendo algo malo, pero también muy emocionada. Esto es una aventura, se dijo, mientras pasaba junto a las farolas espaciadas a lo largo del serpenteante sendero. Una aventura. Mantén la cabeza fría y todo saldrá bien.
Eberly había actuado con mucha cautela cuando Jeanmarie le telefoneó para solicitarle un encuentro privado. Incluso por la pantalla del teléfono, Jeanmarie alcanzó a ver la sospecha que había en sus ojos. El tipo era guapo, de eso no cabía duda. Por todo lo que Jeanmarie había oído hablar de él, se desprendía que Eberly no tenía interés alguno en las mujeres. Quizá sea gay, pensó, aunque tampoco había oído ni el menor comentario al respecto.
De modo que se puso un ceñido vestido de volantes adornado con un lazo negro, muy modesto, salvo por el escote abierto, y se dirigió con determinación a su cita con Eberly. En la mano llevaba un pequeño bolso de abalorios que apenas albergaba más que su ordenador manual. Si Eduoard llama desde la oficina podré contestarle, se dijo. Si viene a casa demasiado pronto y ve que no estoy, siempre puedo decirle que salí a dar un paseo.
Malcolm Eberly se sentía más curioso que preocupado mientras avanzaba a largas zancadas por el sombrío sendero a su encuentro con la señora Urbain. ¿Por qué me habrá llamado de forma tan inesperada?, se preguntaba. Y solicitando una cita privada, nada menos. Nadie más: solos ella y yo. Una cita en la oscuridad de la noche. Eberly creía saber la razón, pero parecía tan fuera de contexto, tan absurda, que ni siquiera confiaba en sus propios razonamientos.
No puede ser, se dijo a sí mismo mientras se internaba en el oscuro bosquecillo del lago. Nunca trataría de seducirme, aunque fuese por su marido. No puede pensar algo así.
Aun así, se sentía extrañado, ansioso, casi excitado de ver qué era lo que Jeanmarie Urbain pensaba ofrecerle.