Nervioso, salió a la calle a fumar un cigarrillo. «No tardes, que esto empieza a animarse», le había dicho el jefe. «Joder, que es solo un truja», le contestó airado, incapaz de contener la agitación que se había apoderado de él desde que le vio entrar en el restaurante, colocarse al fondo de la barra y pedir, como cada día, un vino que consumía con parsimonia, deleitándose en cada trago. Tomaba vino solo cuando se quedaba a comer. El resto de los días bebía una cerveza, pedía un pintxo y se marchaba.
Le venía estudiando desde hacía semanas para desmenuzar su rutina, desde que descubrió por casualidad que era policía. Sacó la cartera para pagar y sin querer mostró su placa, que guardó de inmediato en el bolsillo de pecho de la chaqueta. Era un policía, pero no un policía cualquiera. A esos, a los uniformados, el sueldo no les daba para comer allí de forma tan frecuente como él lo hacía; un par de días a la semana. Seguro que era un secreta, uno de esos maderos que escrutan la realidad que los rodea en busca de pistas.
Incluso le imaginó una vida posible. Estaba casado —le delataba la alianza—, pero vivía solo en Bilbao, o de otra manera iría a su casa a comer, y debía de llevar ya algunos años destinado en el País Vasco por la familiaridad con que desplegaba el periódico, el agur al marcharse y las precauciones que tomaba de manera imperceptible para quien no le observara de forma metódica. Él lo hacía y había comprobado cómo elegía siempre una mesa al fondo de la sala, que revisaba con la mirada antes de entrar. Eran detalles de un hombre ordenado, acostumbrado a vivir en un territorio hostil, que había incorporado la desconfianza a sus costumbres.
Aritz pegó una última calada al cigarro antes de tirarlo al suelo, sacó el móvil del bolsillo y marcó el número que había aprendido de memoria, nada de notas en papel, le advirtieron, que ahora se le resistía por la ansiedad. ¡Joder!, masculló para sí, y recurrió a la regla mnemotécnica que había inventado en caso de dudas. Sexo, un 69, con un cero en medio, 609, ya estaban las tres primeras cifras, y después, sin necesidad de más cábalas, aparecieron el resto de los números como si recitara un texto rimado: 3888112. Tecleó y esperó dos señales. Colgó y volvió a marcar. Descolgaron al otro lado de la línea.
—¿Sí?
—Soy yo. Se queda a comer.
—De acuerdo.
El policía consumía el postre cuando Aritz vio entrar al hombre de semblante severo. Se acodó en la barra y pidió un vino. Apenas le miró a la cara y él también le evitó la mirada por temor a que alguien descubriera que se conocían, que su presencia allí no era casual. Debieron de pasar veinte minutos, más o menos, hasta que el objetivo pagó y abandonó el restaurante.
Aritz se llevó la mano a la nariz, el gesto que previamente habían acordado para marcarle, y tuvo la impresión de que interpretaba el papel de secundario en una película de espías, llena de miradas y gestos cifrados. El hombre de rictus grave pagó y abandonó también el local.
Pasó la tarde inquieto, incapaz de mantener la calma. La realidad discurría con ritmo lento, atravesada de principio a fin por la monotonía de jornadas iguales. Estuvo tentado de llamar para confirmar que no había habido problemas, que todo estaba en orden, pero logró contenerse hasta que regresó a casa. Cogió el móvil y repitió la llamada que había hecho a mediodía. Dos señales, colgar y volver a llamar.
—¿Sí? —respondió la misma voz.
—Soy yo.
Aritz esperó a que al otro lado de la línea se interesaran por el motivo de su llamada.
—Dime.
—Estaba preocupado. No he visto nada en las noticias y no sabía si algo había salido mal.
—Todo en orden. ¿Algo más?
—No, nada… Bueno, ¿cómo sabremos que no ha habido problemas, que no tenemos que preocuparnos?
—Mañana a primera hora.
—De acuerdo. Agur.