Era un sobre blanco, sin sello ni remite. Alguien lo había depositado en el buzón, conocedor de su presencia en el inmueble. La organización les ponía una cita para dentro de dos días, a las dos de la tarde frente al ayuntamiento de Arros-de-Nay, una localidad de menos de mil habitantes situada en el departamento de los Pirineos Atlánticos, en la región de Aquitania. De no acudir alguna de las partes, ambas quedaban emplazadas al día siguiente a la misma hora y en el mismo lugar.

Fueron dos jornadas de turismo que les sirvieron para recuperar la calma perdida. Tiempo suficiente para interiorizar su condición de clandestinos, obligados a vivir a partir de ese momento por y para la organización. Hablaron poco de ello. Tanto Aritz como Eneko sabían que el compromiso que adquirieron al colaborar con el comando no tenía vuelta atrás. Ninguno expresó entonces su temor a que algo saliera mal, aunque ambos lo pensaran en algún momento. Tal vez fuese un error, o una imprudencia, o quizá la pericia policial, la que diera con ellos. Ahora daba igual el porqué. Atrás dejaban una vida estable y segura. Se tenían solo el uno al otro.

En los largos silencios, cuando callejeaban para pasar el tiempo, Aritz pensaba en su amatxu más de lo que lo había hecho nunca. Él era el único lazo que la mantenía unida al mundo y ahora tendría que asumir su muerte en vida, su ausencia permanente. La imaginaba frente al televisor, desconcertada por la sorpresa de ver la foto de su hijo y una voz en off relatando que aquel rostro conocido era el de un etarra huido implicado en varios asesinatos que el locutor enumeraría de manera cronológica, de adelante hacia atrás. Cuando hubiera digerido todo aquello, se autoconvencería de que no era culpa de su Aritz, que un muchacho que crece sin la presencia del padre lo hace sin referencias, sin alguien a quien imitar. Al fin se desahogaría con las vecinas y llegaría el momento de las confidencias, de entreabrir la puerta de los secretos. Tal vez la consolaran diciéndole que su hijo no era el único, que ellas sabían de tal o cual que tenía un hermano, un sobrino o un hijo en la cárcel o huido desde hacía tiempo. Y el ama diría al fin algo que solo pensarlo le atormentaba: «Prefiero que la Policía le detenga a que ande por ahí expuesto a que cualquier día le peguen un tiro. Así, por lo menos, sabría dónde está y podría ir a visitarle».

Libia era otro recuerdo recurrente. Su cuerpo tibio al que se acurrucaba cuando dormían juntos, los besos largos, detenidos, y el juego prolongado antes de hacer el amor. Ella estaría bien con Eneko, que ahora la tenía para él solo. Nunca comprendió sus celos. Libia era un espíritu libre al que desde un principio supo que no le podían poner cadenas sin arrebatarle la alegría. Él nunca lo pretendió. Eneko, en cambio, iba de la euforia al abatimiento. Si estaba con ella desprendía optimismo, convencido de que su entrega era la de una mujer enamorada, hasta que descubría que no era cierto, que no solo le quería a él, que tal vez no quisiera a ninguno de los dos, que para ella la amistad era más importante que el amor, y más fuerte, y más sincera.

Acudieron a la cita con prevención y nervios. El ayuntamiento se levantaba frente a la iglesia, como un contrapoder. Las campanas repicaron a mediodía. Se sentaron en la escalinata del templo simulando que eran turistas, observando lo que ocurría en el consistorio. Un vecino que salía de su interior tras cumplimentar alguna gestión y otro que se detenía frente al tablón de anuncios colocado junto a la puerta. Gente de mediana edad, residente de toda la vida que los miraban como se mira a los forasteros que desentonan del discurrir invariable de los días, con curiosidad y algo de desconfianza. Pensarían que eran turistas despistados que habían ido a parar a aquel lugar pequeño y coqueto en busca de algún atractivo cultural anunciado en las guías.

El último gong vino acompañado del motor de un coche que se detuvo en uno de los accesos a la plaza. Se levantaron y caminaron hacia él convencidos de que aquel era su contacto. Aritz dejó a la vista la barra de pan y pegó un sorbo al bote de Coca-Cola, las claves acordadas para que los reconocieran.

Un muchacho joven, solo algo mayor que ellos, se bajó del coche y acudió a su encuentro.

—Estoy buscando el castillo —también él estaba seguro de que eran ellos, pero estaba obligado a observar las normas de seguridad.

—Está cerrado —respondió Aritz.

—Vamos —les invitó a subir en el vehículo.

Aritz lo hizo en el asiento contiguo al del conductor e Iker tras él.

—¿Ha habido problemas? —les preguntó cuando abandonaron las calles del pueblo.

—No sabemos más que lo que ha contado la televisión.

—Tenemos una hora de camino, más o menos —les anunció.

Asintieron con la cabeza. Iker asumía que Aritz era el jefe y, como tal, el encargado de llevar la voz cantante. A él le tocaba callar y acatar órdenes.

Viajaron por una carretera comarcal mal asfaltada sobre la que se abalanzaban las ramas de frondosos árboles que apenas filtraban la luz. Al llegar a un stop, el coche se detuvo. Una señal en el arcén anunciaba el que imaginaron sería su destino. La carretera cruzaba el centro de la localidad, lleno de pequeños comercios con el encanto de las cosas que aún conservan un tamaño abarcable. Giraron a la derecha en un semáforo y en cinco minutos llegaron a un bloque de viviendas de tres alturas que se levantaba en una zona tranquila, rodeada de montes y con un parque infantil con columpios en el que un niño jugaba bajo la atenta mirada de su abuelo.

—Esta va a ser vuestra casa durante un tiempo —les anunció su acompañante.

Subieron en ascensor hasta el tercer piso. Las paredes blancas, la luz que entraba por la ventana del descansillo y el paisaje verde transmitían sosiego. La vivienda era luminosa, amueblada de manera minimalista. Un sofá de tres plazas con los cojines gastados, una mesa redonda con tres sillas alrededor y un pequeño televisor. El pasillo conducía a dos habitaciones diminutas, con dos camas cada una separadas entre sí por el espacio justo para pasar. A los pies un armario empotrado y en el techo una bombilla enchufada a los cables de la luz. Entre ambos dormitorios, un cuarto de baño de azulejos azul cielo y un ventanuco en la parte superior por el que se colaba la brisa y el murmullo de la calle.

Dejaron sus bolsas y siguieron tras su acompañante, que parecía un comercial intentando venderles la casa. La cocina era larga y estrecha, con muebles solo a un lado. Una placa de vitrocerámica que parecía sin estrenar, una lavadora y un frigorífico pequeño que Aritz solo había visto en los escasos hoteles en que se había alojado. Al otro extremo, una puerta de cristal comunicaba con una terraza cerrada en la que estaban instalados el calentador y un pequeño tendedero. No era una casa vivida, sino un lugar desangelado, vacío, de paso.

Cuando concluyeron el recorrido, regresaron al salón y esperaron a que les explicara lo que tenían que hacer.

—En unos días vendrá alguien de la organización. Hasta entonces no debéis salir y es preferible que tampoco os dejéis ver —hizo una pausa—. ¿Alguno de vosotros habla francés?

Aritz e Iker se interrogaron con la mirada.

—Ese es otro inconveniente y otro motivo para que no tengáis trato con nadie del inmueble. Aquí vive gente algo mayor que no se mete en la vida de los demás, pero os insisto en que las normas de la organización son que permanezcáis en el piso hasta que se os den instrucciones. ¿Alguna pregunta? —los miró.

—¿Y la comida? —preguntó Aritz.

—En la nevera tenéis para unos días. Yo vendré de vez en cuando a traeros provisiones, cosas ya cocinadas, latas, algo de fruta, café y leche. En la cocina hay una cafetera que podéis usar —miró su reloj—. Ahora tengo que irme.

—¿Cuánto tiempo estaremos aquí? —Iker rompió su silencio.

—Eso ya se os dirá.

Se cruzaron dos agur.

—Joder, vaya un pavo —a Aritz no le había gustado el aire funcionarial del joven que acababa de marcharse, su frialdad y su tono de superioridad, el ordeno y mando.

—¿Qué hacemos? —Iker volvió a dejar claro que estaba a lo que Aritz decidiese.

—Qué cojones vamos a hacer, esperar.

Se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y husmeó en su interior. El lugar de las botellas en miniatura de whisky, brandy, vodka o ginebra, las latas de cerveza, tal vez un benjamín de cava, panchitos y cholocate de los frigoríficos de hotel, lo ocupaban dos cartones de leche, algunas manzanas y plátanos, dos naranjas con la piel arrugada que parecían llevar allí algún tiempo y dos Tupper de cristal con un guiso a primera vista indescifrable. Destapó uno de ellos.

—Esto no huele mal —miró hacia la encimera—. Joder, por no haber, no hay ni un puto microondas. Mira en aquel mueble bajo si hay algún cacharro para calentarlo.

En una repisa se apilaban media docena de platos de cristal, tazas, vasos, un par de sartenes y otras tantas cacerolas. Iker le mostró la más pequeña.

—Esa nos vale.

Un cajón bajo guardaba un kilo de arroz y varios paquetes de pasta.

—Bueno, de hambre no nos vamos a morir —dijo Aritz.

Los días siguientes fueron densos, espesos. Tiempo detenido sin más ocupación que dormir, ni más entretenimiento que ver la televisión —la proximidad de la frontera les permitía captar algunos canales de televisión españoles— o mirar desde la ventana la realidad de otros.

—¿Pensaste alguna vez que nos ocurriría esto? —la convivencia obligada más allá de lo habitual hacía necesario compartir alguna confidencia.

—Sí —respondió Aritz.

—¿Qué crees que va a pasar ahora?

—Que nos preguntarán si queremos seguir.

—¿Qué vas a decir?

—Iker, esto no tiene marcha atrás —le respondió con tono de reproche por la simpleza de sus dudas—. No podemos volver a casa como si no hubiera ocurrido nada. Estoy en esto y no me voy a rajar.

—Yo tampoco —se reafirmó en la seguridad que transmitía su compañero.

Una semana es tiempo suficiente para sentirse como una fiera encerrada cuando se ha vivido siempre en libertad. Aquellas cuatro paredes parecían aproximarse entre sí hasta arrebatarle el aire. El ruido del ascensor, alguna conversación en la escalera y el eco de la vida en la calle eran su única relación con el exterior. «No aguanto más aquí metido.» Aritz había perdido los papeles, para sorpresa de su compañero, que aguantaba de manera estoica aquel encierro. Allí se sentía recogido, seguro. La placidez de quien no necesita nada le mantenía tranquilo.

—Me voy —agarró las llaves y fue decidido hacia la puerta.

—Aritz, ¡no puedes salir!, son órdenes.

—Estoy hasta los cojones de estar encerrado sin hacer nada. Nos dijo que alguien de la organización vendría a vernos y llevamos una semana aquí metidos sin saber nada de nadie. Y, además, estoy hasta las pelotas de tanta lata. Me voy a tomar una cerveza y a comprar algo para comer.

Cerró la puerta tras de sí. Las sombras de la tarde convertían los descansillos en lugares sombríos y tristes. Escuchó el andar pausado de alguien que subía las escaleras con trabajo y necesitaba detenerse a cada rato. Dudó si volver sobre sus pasos, pero al fin se decidió a bajar. Una mujer con un pañuelo al cuello y un capazo lleno de compras se sujetaba a la barandilla para recuperar el resuello. «Bonsoir», dijo con dificultad, y Aritz hizo un gesto con la cabeza para devolver el saludo.

Salió a la calle. Los columpios que veía desde la ventana estaban vacíos. Se dirigió hacia la escueta carretera que recordaba haber recorrido cuando los llevaron a la vivienda y caminó en dirección al pueblo. Inspiró con fuerza el olor a pino y a tierra mojada, y buscó con la mirada la raya del infinito, el límite a partir del cual ya no es posible distinguir nada más. Caminó diez minutos hasta llegar a las primeras casas. Poca gente por la calle para lo que él estaba acostumbrado en Donosti. Gente ocupada en sus afanes. En la acera de enfrente descubrió un pequeño supermercado. Cruzó la calle y miró al interior desde el cristal del escaparate. Dos cajeras mantenían una animada charla y reían las ocurrencias mutuas. Entró, cogió una cesta y recorrió los estantes sin tener muy claro lo que iba a comprar. Naranjas. Le encantaban las naranjas. Le trasladaban a su niñez, cuando su madre le colocaba cada mañana en la mesa de la cocina un vaso de zumo recién exprimido que le sabía a gloria. ¿Cuánto hacía que no había vuelto a tomar un vaso de zumo? Tal vez desde entonces. Cargó la cesta con algunos yogures y un poco de fruta mientras pensaba cómo hacerse entender en la carnicería.

Bonsoir, monsieur —el tendero le ofreció una sonrisa a la espera de que se decidiera.

Señaló con el dedo una pieza de carne, extendió cuatro dedos de la mano derecha y ocultó el pulgar. Quería cuatro filetes.

Voilà —asintió la persona que le atendía.

Cuando terminó y se disponía a preguntarle si deseaba alguna cosa más, Aritz hizo un gesto negativo con la mano.

Al salir a la calle se sintió más seguro. Cruzó para deshacer el camino andado y entró en un café casi vacío. «Bière», dijo al camarero. Una de las escasas palabras que conocía del francés por haberla utilizado con profusión cuando marchaba con los amigos de farra al otro lado de la muga. Bière. Si hasta debía de haber perfeccionado el acento a la vista de la aceptación del camarero nada más pronunciar la palabra. La bebió con delectación, como si disfrutara de un placer casi olvidado. A un primer sorbo largo le siguieron otros cortos para prolongar aquel momento. Olvidó el motivo por el que estaba allí. Era libre y podía hacer lo que quisiera.

Iker veía la televisión tendido en el sofá.

—Ya estoy aquí —dijo Aritz como un triunfo.

—¿Dónde has ido?

—De compras y a tomar algo. Este sitio es muy tranquilo. No entiendo por qué tantas precauciones.

—¿Qué has comprado?

—Algo más de fruta y, sobre todo, cuatro filetes que nos vamos a chupar los dedos. Ah, y una botella de vino francés que me ha costado treinta euros.

Cenaron como si se hubieran citado para hacerlo en alguna de las tabernas del casco viejo, con el aire informal de los amigos y la trascendencia de las confesiones.

El sol se escondía en el horizonte cuando golpearon tres veces la puerta y escucharon el ruido de la cerradura al abrir. De haber sido la Policía, no habrían tenido tiempo de reaccionar, pero era el mismo joven que les había alojado en aquella casa sorda.

Kaixo, os traigo algo más de comida —se dirigió derecho a la cocina sin apenas prestarles atención—. ¿Qué tal estáis? —preguntó al volver sobre sus pasos.

—Por aquí no ha venido nadie —Aritz transmitía ansiedad por el encierro—. Esto es de locos.

—Son normas de la clandestinidad, ya no podéis salir a la calle y pasearos como turistas. La Policía os busca y seguro que a estas horas vuestra cara empapela los tablones de las comisarías de toda Francia, ¿qué cojones os creíais?

—Queremos ser útiles y aquí no hacemos nada —Aritz calló su escapada.

—Si quieres ser útil —su interlocutor ignoró a Iker—, ten paciencia. Mañana tendréis visita.

Esperó un instante alguna otra pregunta, les dio la espalda y salió con sigilo al pasillo. Agur.

Fue otra noche larga, eterna si no fuera porque la oscuridad termina cediendo paso a la luz.

—Tienes café recién hecho y el caraculo nos ha dejado magdalenas —Aritz alzó la voz para despertar a Iker, que dormía como lo hace alguien sin preocupaciones—. Putas magdalenas, ¿no se te hacen una bola en la boca?

—Mójalas en el café.

—Entonces se deshacen.

—Pues no las comas.

Salía de la ducha cuando llamaron a la puerta. Encontró la mirada de Iker al otro lado del pasillo. Enseguida la llave al entrar en la cerradura y el ruido de los goznes al correr. El joven sin nombre venía acompañado de un hombre en la treintena que desprendía autoridad.

Kaixo —les saludó.

La familiaridad con que se dirigió hacia el salón denotaba que había estado en aquella casa en otras ocasiones.

Iker y Aritz fueron tras él.

—Sentaos. Soy Kerman —se presentó, y encendió un cigarrillo. Dio una calada y los miró.

Esperaron a que se explicara.

—Las noticias que tenemos del interior es que la Policía os ha identificado. Estáis quemados —escrutó el efecto de las palabras en sus rostros—. ¿Qué estáis dispuestos a hacer por vuestro pueblo?

Aritz e Iker se miraron sorprendidos por la pregunta tan directa.

—Todo lo que sea necesario —respondió Aritz con la misma firmeza con que su interlocutor les había preguntado.

—¿Queréis seguir o lo dejáis? —volvió a interrogarlos.

—Seguimos —Aritz le mantuvo la mirada para que quedara clara su convicción.

—Esto no es un juego —Kerman se sintió retado—. Habéis hecho vuestro trabajo y la organización no obliga a nadie a continuar si no está seguro de ello. Podemos mandaros fuera durante algún tiempo para que se olviden de vosotros.

—Fuera, ¿dónde? —la duda era de Iker.

—Eso ya se vería, a México, a Venezuela… Lejos.

—Yo estoy a disposición de la organización —Aritz se mostró firme.

—…

—Yo también —le imitó Iker.

—Bien. Esta noche te trasladaremos de piso —se dirigió a Aritz—, y en unos días vendremos a por ti —añadió mirando a Iker.

—¿No vamos a continuar juntos?

—No. Estate listo para cuando vengan a buscarte —advirtió a Aritz.

Se levantó y les ofreció la mano. Ninguno de los dos hizo más preguntas.

La comitiva cerró la puerta y desapareció por donde había venido, dejando atrás dos vidas enjauladas.

Aritz guardó las escasas pertenencias que había llevado consigo y juntos aguardaron a que llegara la noche. Apenas hablaron. Vieron la televisión, cenaron un bocadillo y apuraron la botella de vino que habían abierto a mediodía. Escucharon el motor de un coche y se asomaron a la ventana. Un automóvil con matrícula francesa se detuvo frente al inmueble con las luces apagadas. Un hombre al que hasta ahora no habían visto descendió de su interior y abrió el portal con llave. Se abrazaron antes de que aquel hombre los separara. «Cuídate», le dijo Iker. «Tú también.» Llamaron a la puerta con los nudillos. «Kaixo.»

Ya en el coche, el desconocido le ofreció un antifaz para que se tapara los ojos. No dijo nada y tampoco preguntó adónde iban. Se dejó mecer por el sopor del vino y el aburrimiento de un viaje mudo. El ruido de los camiones al cruzarse con ellos le sacaba del duermevela sobresaltado. Al fin llegaron a un caserío aislado que no descubrió hasta que estuvieron frente a él.

Las luces apagadas y el único sonido de los grillos le recordaron a esas películas de terror de serie B que discurren en una misteriosa mansión en la que tienen lugar todo tipo de fenómenos inexplicables. Ruidos, espíritus que no han alcanzado el descanso eterno, fantasmas…, miedo.

Su acompañante le llevó hasta una habitación.

—Hay otra persona en la casa. Ahora vete a la cama y descansa.

La cama era grande y cómoda, nada que ver con los colchones de gomaespuma de la otra vivienda. La ansiedad le había agotado y se dejó llevar por el sueño.

Despertar con un desconocido que comparte vivienda contigo y duerme en la habitación de al lado es una sensación extraña. Sobre todo cuando a la mañana te encuentras con él y no tienes tema de conversación. Era mayor que él. Debía de estar en la treintena. Barba desaliñada y ojos de sueño. Alto y fuerte, el torso desnudo dejaba al descubierto unos pronunciados pectorales y un abdomen en el que se marcaban los músculos. «Menuda tableta», pensó. «Egun on», se dijeron a un tiempo, y se estrecharon la mano a la vez que intercambiaban nombres. «Aritz.» «Ander.»

—¿Llevas mucho aquí? —Aritz buscó un tema de conversación.

—Un mes, más o menos. Estuve con otras dos personas que se marcharon hace una semana.

—Yo llegué anoche.

—Ya te oí.

—¿Quieres un café?

—Antes voy a darme una ducha. En la cocina tienes un poco de todo.

La cocina era más luminosa y amplia que la de la otra casa. Se asomó por la ventana y descubrió un campo solitario, de casas diseminadas y olor a verde. ¿Tienen olor los colores? Solo el verde y el azul. El verde huele a hierba recién cortada, a rocío y lluvia, a campo. El azul es el olor del mar. Agua salada y musgo, tierra mojada y aroma de verano.

Resulta curiosa la capacidad que tienen los acontecimientos para unir las vidas de personas sin relación entre sí. Las suyas y las de sus muertos. Cuando una bomba se lleva por delante varias vidas, las víctimas quedan irremediablemente vinculadas por ese hecho luctuoso. Los informativos darán sus nombres, dejarán de ser personas anónimas y quedarán desnudas ante la opinión pública: si estaba casado o soltero, si tenía hijos o no, su lugar de nacimiento, su trabajo, sus costumbres y sus vivencias, acompañadas de los comentarios bienintencionados de vecinos que hablarán de ellas como personas reservadas pero muy educadas que saludaban siempre que te cruzabas con ellas en la escalera. La vida real, la que discurre tras el teatro de las apariencias, quedaba para sus seres queridos. Para el resto serían solo los muertos de un atentado terrorista, uno más. La muerte une. A los muertos y a quienes les sobreviven.

Supuso que su vida y la de Ander eran ahora la misma, que estaban irremediablemente unidas, que lo que le ocurriese a uno tendría consecuencias para el otro, y se preguntó cómo es posible compartir tanto con un desconocido.