Había quedado en pasarse por casa. Hacía una semana que no veía a sus padres y les había dicho que comería con ellos. Su madre había preparado marmitako, su plato preferido. La mesa ya estaba lista cuando llamó a la puerta. Carmen le abrazó como si fuera un aparecido al que hiciera años que no veía.
—¿Qué tal, hijo? —le acarició la cara.
—Bien.
—¿Y la chica?
—Se llama Libia, ama. Está mejor.
—Bueno, vamos a comer.
El padre y la hermana aguardaban ya en la mesa. Fue un almuerzo distante, como si una semana hubiese sido suficiente para que entre ellos se levantara un muro invisible que les impidiese hablar como lo hacían de costumbre. Reproches sin decir, preguntas sin hacer. La aparente normalidad que todos querían darle al encuentro lo convertía en un pasaje angosto por el que resultaba difícil transitar.
—Aita —Eneko se dirigió a su padre—, voy a vivir con Libia a casa de Aritz mientras se aclaran las cosas.
—¿Qué cosas tienen que aclararse? —la voz del padre no sonaba condescendiente como la de la ama.
—Si Aritz va a volver…, no sé.
—¿Y qué pasa con tus estudios?
Carmen dejó la cuchara en el plato y se limitó a asistir al cruce de palabras, temerosa de que ahondaran en el desencuentro que padre e hijo habían instalado entre ellos. Ainara comía en silencio.
—Este curso los dejo, pero no os preocupéis, que pienso terminar la carrera.
—Seguro que sí —medió Carmen—. Lo importante es que no te ha pasado nada. Tiempo tienes de terminar los estudios.
—¿Y se puede saber de qué vas a vivir? —Agustín ignoró a su mujer.
—Había pensado en trabajar en la tienda, si a ti te parece bien, y que me dieras algo de dinero para ir tirando; pero si no estás de acuerdo, buscaré algo de camarero o en algún supermercado.
—Ya. O sea, que ahora te interesa la tienda.
—¡Agustín, por Dios! Si no es por una cosa, es por otra, el caso es estar siempre poniendo pegas —Carmen elevó el tono de voz para dejar claro que ella también era parte de aquella decisión.
—Sabes que no, son las circunstancias —respondió Eneko con sosiego.
—Esa chica no te va a traer nada bueno.
La madre dejó la servilleta sobre la mesa, se levantó de la silla y se marchó a la cocina. El llanto era apagado.
—Ya eres mayorcito, tú sabrás si quieres estropear tu vida. Te encargas de la tienda todas las mañanas. A las ocho en punto te quiero preparando los estantes y a las nueve abres hasta las dos. Echas el cierre y ya bajo yo por la tarde —cedió al fin.
—De acuerdo. ¿Cuándo empiezo?
—Mañana mismo si quieres —le tendió las llaves.
—¡Carmen! —Agustín levantó la voz para hacerse oír.
Carmen regresó a la mesa limpiándose los ojos con un pañuelo.
—Mujer, no llores, que ya está todo arreglado.
—Ama, no te preocupes.
Terminaron de comer en silencio y, tras tomar café, se despidió de sus padres y de su hermana, que había permanecido muda durante toda la comida.
Encontró a Libia encogida en el sofá, viendo el folletín venezolano al que se había enganchado. Una de esas historias de amores imposibles, pasiones enfrentadas, odios familiares y diálogos absurdos.
—No sé cómo te puedes tragar eso.
—No tengo otra cosa que hacer.
—Lee.
—No me apetece.
La relación era distinta. Ninguno de los dos sabría decir en qué, aunque los silencios ya no acompañaban como antes, cuando la sola presencia del otro era suficiente. Lo ocurrido había dejado una mancha difícil de limpiar. Habían intentado hablar de ello, explicarse, pero ambos acababan rehuyéndose, como si así exorcizaran sus demonios. Sin embargo, los rodeos solo demoran la llegada a nuestro destino.
—Eneko, ¿tú piensas como Aritz?
—¿A qué te refieres?
—A tus ideas políticas.
—Si te refieres a si soy independentista, sí, y creo en una Euskal Herria socialista y euskaldun.
—Pero para eso no es necesario matar a nadie —sus palabras eran puñetazos.
—Cuando no permiten que tus ideas se puedan materializar, no queda más remedio que luchar contra el Estado con todos los instrumentos disponibles. Unos con la política y otros con las armas —Eneko respondió como si recitara una verdad revelada de la que no se puede dudar.
—A nadie le pasa nada por defender la independencia.
—Que puedas defender una idea no vale de nada si no te permiten llevarla a la práctica. Es pura palabrería.
—Yo estoy contra el Estado y también contra la idea de Euskadi —si él tenía una verdad, ella tenía la suya.
—Eso es una frase hecha.
—No, no, no es una frase hecha. Defiendo el no Estado, la ausencia total de autoridad, la autogestión…, la anarquía. «La violencia no es el remedio, tenemos que hacer frente al odio con el amor» —recitó—. Es de Martin Luther King —había recordado sus palabras sin proponérselo—. ¿Eres de ETA? —se atrevió a formular la cuestión última, la única que realmente necesitaba que le respondiera. El resto era el circunloquio que conducía hasta ella.
La pregunta de Libia le desarmó. No la esperaba.
—No soy de ETA, pero si lo fuera tampoco te lo diría.
—Eso es que no confías en mí.
—Libia, hay cosas en las que no se debe confiar en nadie.
—No estoy de acuerdo.
—No soy de ETA —subrayó con firmeza—. Ni Aritz ni yo hemos matado a nadie, Libia, pero no hay revolución sin sangre —bajó la voz.
No quería discutir y menos en esas circunstancias. Las palabras se fueron agriando.
—Sin sangre ajena, querrás decir.
—Y también la propia si es necesario.
—¿Me estás diciendo que estás dispuesto a matar por tus ideas?
—Y a morir.
—Me das miedo —dijo despectiva.
—El poder no regala nada, hay que arrebatárselo.
—No pegando tiros.
—Déjalo ya, Libia, estás nerviosa por todo lo que ha pasado —Eneko no quería decir nada inapropiado.
—No vais a ganar —ni siquiera supo por qué dijo aquello, pero pareció un reto.
—Ya lo sé, pero el Estado tampoco nos va a derrotar. Estamos en un empate infinito que solo se resolverá con la negociación. Una negociación entre iguales, entre los poderes fácticos del Estado y ETA como vanguardia del pueblo —Eneko recurrió a la soberbia.
—Pareces un manual. ¿Sabes la diferencia entre una dictadura y tu democracia? —Eneko ignoró sus palabras—. Pues que en tu democracia puedes votar antes de obedecer las órdenes del amo.
—Qué profundo —le respondió con sarcasmo.
—Es de Bukowski, aunque puede que este autor no entre en los temas de adoctrinamiento que tan bien te sabes. Eres un chico de sobresaliente, ¡bravo! —aplaudió buscando herir.
Las miradas se hicieron extrañas. Ya estaban donde durante días habían eludido llegar. Desde el principio intuyeron que tarde o temprano sus desilusiones se encontrarían para chocar, y que a partir de ese momento tendrían que negociar un espacio de convivencia.
—¿Serías capaz de denunciarme? —Eneko estaba decidido a zanjar la situación, a dejarle claro que no era el niño enamorado capaz de cualquier cosa por su amada.
—…
—¿No dices nada?
—No lo sé, no sé si sería capaz de denunciarte, por eso prefiero no saber nada de lo que estás haciendo.
—Pero lo imaginas.
—No quiero imaginarlo.
—Pero lo imaginas y si no estás de acuerdo, lo lógico sería que me denunciaras a la Policía, porque si no lo haces, te conviertes en mi cómplice y si me detienen, te detendrán también a ti.
—Si pretendes darme miedo, no lo vas a conseguir.
—No pretendo darte miedo —Eneko se alteraba por momentos—, solo te digo que en esta guerra no puedes permanecer al margen, que de hecho ya te has comprometido.
—Me habéis comprometido —se sentía engañada.
—Vete antes de que sea tarde. Punto y final de esta historia —lo dijo, pero no lo sentía, y si fue capaz de lanzarle ese reto fue porque esperaba, deseaba, que Libia no lo enfrentara. La soberbia nos atrapa como una tela de araña que sabemos que está ahí, pero que nos negamos a romper.
—Es lo que debería haber hecho hace ya mucho tiempo: marcharme.
Eneko calló.
—¿Qué harías si cuando vas a hacer estallar una bomba contra una comisaría ves a tus padres o a tu hermana que pasan por delante de ella? Seguro que no apretarías el botón porque, claro, es tu familia —la cuerda se estiraba, pero estaba a punto de romperse.
Libia rebuscaba entre las preguntas descabelladas que en algún momento habían pasado por su cabeza y había desechado por estúpidas.
—Esa gente a la que matáis también tiene familia, tiene mujer, hijos, padres, hermanos… ¿No te das cuenta de que es una locura? —insistió.
Los dos se habían precipitado por una pendiente de la que no se adivinaba el final. Las premisas ya no conducían a las conclusiones.
—Si tuviese que hacer estallar una bomba delante de una comisaría y viera a alguien de mi familia pasar, no dudes que apretaría el botón —lo dijo con despecho, aunque sabía que sería incapaz de hacerlo—. Las guerras dejan siempre víctimas colaterales, es inevitable. Los represores utilizan a sus familias como escudos. Ellos son los únicos responsables de lo que les pueda ocurrir; si vivieran fuera de los cuarteles, no pasaría nada. Al Estado le viene muy bien que de vez en cuando haya víctimas civiles para desprestigiar a ETA.
El desconsuelo se apoderó del rostro de Libia. No necesitaba saber nada más.
Llovía al otro lado de la ventana.