Una semana tiene siete días. Un día, veinticuatro horas. Una hora, sesenta minutos. Un minuto, sesenta segundos. Todas las semanas, todos los días, todas las horas y todos los minutos son, pues, idénticos.
No es verdad. Una semana puede ser fugaz cuando no se repara en ella, o interminable como cualquier tiempo que se mide. Cuando los días y las horas se encierran, se hacen densos, difíciles de transitar, apenas se mueven. Solo ignorándolos transcurren veloces, se escapan sin darnos cuenta. Por eso la alegría es fugaz y el dolor parece no tener fin.
Desatendieron las llamadas aburridas de la familia y se dejaron ver poco para que la intranquilidad no los delatara, pero el hueco de su ausencia no pasó desapercibido. Arantza llamó a Carmen para interesarse por su prolongada ausencia de las reuniones.
—Estoy mal de los nervios y el médico me ha recomendado que me quede tranquila en casa. Me ha atiborrado de pastillas que me tienen atontada todo el día —se excusó.
—La gente comenta que Eneko va a volver —Arantza no estaba dispuesta a aceptar una mentira.
Se abrió un silencio incómodo.
—No queríamos decírselo a nadie.
—No te preocupes, mujer, seguro que sabe estar en su sitio. No todos aguantan al otro lado —tal vez no fuese una amenaza, pero seguro que era un reproche.
Cruzaron varias frases hechas que fingían una falsa normalidad, colgó el teléfono, hizo un mohín y se puso a llorar. Las palabras de Arantza cortaban. Prefirió no decirle nada a su marido. Conocía su pronto y temía que lo estropeara todo. Qué más daba, si Eneko regresaba.
Decidieron salir de madrugada para evitar pasar la noche en una ciudad que se les antojaba inhóspita. Si no recordaban mal, habían estado en Madrid en una sola ocasión, hacía ya varios años, para asistir a la boda de un sobrino. Los padres pusieron un autocar para que la familia viajara desde San Sebastián y el trayecto se hizo entretenido. La ciudad les pareció de una enormidad inabarcable e incómoda.
Conducía Ainara y a cada poco había que recordarle que no corriera tanto. A su lado, Xabier, el novio, que se ofreció a acompañarlos para relevar a la hija al volante. El paisaje verde se fue agostando hasta mudar al color oro del trigo, los campos rojizos delineados, el horizonte cubierto por una boina de polución y el bostezo del sol. El tráfico se hizo más intenso y a medida que penetraban en el hormiguero de la gran ciudad, las aceras se poblaban de gente acelerada camino de sus ocupaciones.
Del rojo al verde, del verde al rojo. Los semáforos y el ruido de los motores contagiaban el vértigo de una nueva jornada. Descendieron por la calle Génova. La sede del PP, a la izquierda y unos metros más abajo, en la acera opuesta, un edificio impersonal, incapaz de llamar la atención si no fuera por las cámaras de televisión apostadas frente a una de sus puertas, la presencia de policías y una barrera que solo permitía el paso de vehículos autorizados. Coches elegantes de cristales tintados de los que descendían hombres presurosos.
—Es ahí —Ainara advirtió a sus padres.
El cansancio del viaje se disipó en un instante.
—Esa es la cafetería —Xabier llamó la atención de Ainara señalando con el dedo la cafetería Riofrío—. Gira a la derecha, que hay un aparcamiento.
—Joder, sí que controlas.
—He estado de copas por la zona… Cuando bajo a casa de mis tíos —se explicó.
Camareros de chalecos verdes con el nombre de la cafetería bordado en oro, camisa blanca y corbata negra servían cafés en la barra y atendían las mesas en las que hombres arreglados, mujeres mayores que parecían salidas de la peluquería y jóvenes uniformados —trajes azules y grises— departían con interés. Se trataba de un lugar pretendidamente elegante pero decadente, con ese aire de los sitios pasados de moda que se remozan con un aparente lujo de dudoso gusto.
Agustín reconoció a Santiago Górriz a primera vista. Se había colocado frente a la puerta. Tras los saludos de rigor les explicó que la Policía acababa de detener a Eneko cuando acudía a la cita. Lo estaban esperando, posiblemente porque habían intervenido el teléfono de casa y estaban al corriente de su viaje a Madrid. Se lo habían llevado a dependencias policiales. Carmen sintió que su ser se derrumbaba y un desfallecimiento estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Agustín y Xabier la sostuvieron por los brazos para sentarla en una silla.
—¿Se encuentra bien? —un camarero acudió presto al advertir el percance.
—Un poco de agua, si hace el favor —Górriz se sintió culpable por haberles dado la noticia de manera tan presurosa, sin haber valorado su impacto.
—Ahora mismo se la traigo.
Las miradas de curiosidad se dispersaron desaparecido el sobresalto y sofocada la alarma. Lo inesperado capta la atención el tiempo justo que tarda en ser reconocido; que la mantenga es proporcional a la sorpresa que haya causado. El abogado esperó a que Carmen se recuperara antes de volver allí donde había dejado su relato.
—He hablado con el juez, le he explicado lo ocurrido y he solicitado un habeas corpus. La Policía puede tenerlo detenido hasta cinco días sin ponerlo a disposición judicial, pero el magistrado me ha asegurado que va a ordenar que lo trasladen al juzgado esta misma tarde. Al menos hemos tenido suerte con el que está de guardia esta semana —explicó para hacerse entender y poner orden en el desconcierto que habían provocado sus palabras—. Lo van a presentar como detenido, lo que supone que lo hará incomunicado y que no podré asistirle, pero podemos esperar en el pasillo a que preste declaración y yo hable con el abogado de oficio que le asignen. Tenemos que esperar.
Las escaleras de mármol sin brillo, los pasamanos desgastados, las luces macilentas, el transitar de funcionarios con gruesos expedientes —«causa con preso», acertó a leer una nota en tinta roja que resaltaba en el amarillo de la carpeta— y la presencia de togas imponían algo más que respeto, temor. A las cuatro de la tarde bajaron a tomar algo. La secretaría acababa de comunicar al señor letrado que Eneko había ingresado en los calabozos de la Audiencia, pero que, dada la hora, el magistrado le tomaría declaración en un par de horas.
Habían parado en uno de esos bares de carretera que frecuentan los camioneros. Establecimientos surgidos en medio de la nada, de azulejos chillones y barras repletas de guisos fosilizados a la espera de que el microondas les devuelva el aspecto que tuvieron, café malo y magdalenas envasadas. Carmen no fue capaz de comer ni siquiera una. Al primer bocado se le hizo una bola en la boca que tragó con la ayuda del café. No pudo comer nada más. Tenía el estómago vacío y ninguna sensación de hambre, pero aun así accedió a las sugerencias de su marido y su hija. Algo caliente no les vendría mal.
El ruido de la calle era ensordecedor. Los coches, atrapados en ambos sentidos, formaban cuatro hileras que se prolongaban hasta el extremo de la calle que alcanzaba la vista, mientras desde el paseo de la Castellana se sumaban nuevos automóviles que sustituían a los que conseguían avanzar unos metros.
Regresaron rápido, como si con ello aceleraran también el curso de los acontecimientos. La espera en los pasillos se hacía más llevadera que en Riofrío, atiborrada a la hora de la comida. Resultaba grato el silencio monacal, el aire de recogimiento que se apodera de los edificios oficiales traspasado el horario laboral.
—El abogado, ¿cómo se llama? —preguntó Carmen a su marido.
—Santiago Górriz.
Enfundado en su toga, golpeó con los nudillos el cristal de la puerta del despacho antes de abrirla y desaparecer en su interior. Tardó unos minutos en salir.
—Está prestando declaración asistido por un abogado de oficio. Parece que el juez ha decidido acelerar el trámite. Le he pedido a la secretaria que consulte si pueden verle.
Tenía en torno a los cuarenta años. Era una mujer bien parecida, elegante, a primera vista segura de sí misma, casi arrogante. El tono cálido de su voz rompió de inmediato el estereotipo construido en unos segundos.
—¿Son ustedes la familia? —preguntó lo obvio.
—Sí, señora.
—Pueden verle un momento cuando salga, pero no pueden acercarse a él ni tocarle.
—Sí, señora.
Se despidió con una sonrisa cálida.
Aún tardó una hora en concluir el interrogatorio. El letrado que le acababa de asistir en su declaración salió del despacho y habló con su colega como si cumplimentara un traspaso de poderes, mientras ellos esperaban a una distancia discreta a que concluyeran su parlamento. Cuando al fin dieron por concluida la conversación con un apretón de manos, se arremolinaron en torno a él para recibir sus explicaciones.
—Ha decretado su ingreso en prisión incondicional por un presunto delito de colaboración con banda armada —Górriz les trasladó la información que acababa de recibir—. Es una buena señal, porque colaboración no es pertenencia y, además, el fiscal no se ha opuesto a la calificación. También ha quedado constancia de que su intención era presentarse voluntariamente.
—¿Y ahora qué? —preguntó Agustín, para quien las explicaciones no aclaraban qué le iba a ocurrir a su hijo.
—Hay que esperar.
La puerta del despacho volvió a abrirse. Eneko salía con las manos esposadas al frente, custodiado por dos policías que le asían de ambos brazos. Sonrió al verlos. Tenía ojeras, el pelo revuelto y la ropa desaliñada. También estaba más delgado. El tiempo había caminado veloz por él y parecía mayor. Agustín y Ainara se contuvieron, pero Carmen se abalanzó sobre él y se abrazó a su cuello. Lloraba mientras le daba los besos guardados durante su ausencia. Los agentes permitieron las muestras de cariño y tras algunas admoniciones comprensivas la desasieron para seguir su camino. El ascensor se los tragó.
—Se lo llevan a Alcalá-Meco —Górriz respondió la pregunta muda de Agustín—. Yo iré a verle en un par de días y os contaré. Eneko tendrá que formalizar las solicitudes de visitas para que podáis estar con él, que calculo tardarán más o menos un mes en autorizarlas —esperó un momento por si necesitaban aclarar alguna duda.
Agustín, Carmen y Ainara se miraban sin saber qué decir.
—Aquí ya no hacemos nada —les hizo vez que en ese instante se resumían todas las expectativas del viaje.
Volvieron a casa con el abatimiento en los ojos y una mezcla de alegría por tener al hijo cerca y, sin embargo, tan alejado de ellos.