Los días festivos dan paso a otros menos luminosos, atravesados por la costumbre. El rumor de las charlas cede al silencio en las terrazas de los cafés, convertidas en escenarios vacíos. Los camareros, antes equilibristas con bandeja, limpian aburridos las mesas. También la gente camina distinta. El paso lento del tiempo de asueto se hace más vigoroso y urgente. Uno no va a un sitio, lo arrastra una obligación. Aquel era uno de esos días.

Libia le había telefoneado preocupada por la falta de noticias de Aritz. Le explicó que le llamaron de madrugada y que le dijo que era un amigo que tenía un problema. Ahora se reprochaba no haberse interesado más por lo ocurrido, del haberse dejado mecer por el sueño. A mediodía se había pasado por la taberna y el jefe le dijo con notable enojo que ese día no había ido a trabajar. «Dile que por aquí no vuelva —la despidió—. Es la tercera vez que me hace esto», se explicó al ver su cara de sorpresa. Se había dejado el móvil encima de la cama, y no se le ocurría qué más podía hacer para localizarlo.

Hacía horas que Eneko suponía que su amigo habría huido a Francia tras la detención de los etarras cuyo rostro habían difundido las televisiones. Se citaron en el puerto, y cuando se miraron Libia supo que Eneko sabía lo que había ocurrido. Se besaron en las mejillas y Eneko la miró como se mira a quien vas a dar una mala noticia.

—¿Has visto la televisión? —habló con pausa.

—No, ¿por qué? —Libia no entendía la pregunta.

—Porque han detenido a dos miembros de ETA —creyó que aquel dato sería suficiente, que no hacía falta más explicaciones para que Libia supiera de qué le hablaba.

—¿Y eso qué tiene que ver con Aritz?

—Puede que tenga alguna relación con su marcha —Eneko fue cauto.

—¿No me lo vas a contar? —la ausencia de emociones en su rostro asustaba a Libia.

—¿De verdad quieres saberlo?, porque puede comprometerte —Eneko arqueó las cejas para hacer aún más expresiva su pregunta.

Libia calló, asustada.

—Hay gente comprometida, Libia.

No quiso preguntar más.

—Vete a casa y estate tranquila. Nos vemos esta noche y te cuento si me he enterado de algo.

Se dieron un fugaz beso y, aturdida, obedeció como una mujer dócil acostumbrada a que le digan lo que tiene que hacer sin cuestionar por qué debe hacerlo. Se dio media vuelta y regresó a casa caminando despacio. De pronto aquel paisaje de barcos mecidos por el mar, el olor a salitre y las gaviotas revoloteando con alboroto le resultó ajeno. Añoró a Eva y a Osiris y el desenfado de una vida de «titiritero», recordó la palabra de Aritz cuando se conocieron. Estaba demorando demasiado su marcha y, sin darse cuenta, comenzaba a plantar raíces, el primer paso para quedar atrapada por la realidad.

Subió a casa y se metió en la cama. No tenía ganas de nada.

Cogió el coche pese a las protestas de su hermana y se dirigió hasta la fábrica en la que Joseba trabajaba. Él debía saber algo, si es que no había huido también. No encontraba ninguna excusa para justificar su visita, y menos al trabajo, de manera que le diría que estaba al tanto de todo, que el propio Aritz se lo había contado y que no quería inmiscuirse en sus asuntos, tan solo saber si su amigo estaba bien.

Le esperó sentado frente a la puerta principal, por la que comenzaron a salir trabajadores en tropel bajo el ruido atronador de la sirena, como hormigas que abandonan el hormiguero después de llover. Buscó con la mirada entre los rostros hasta que encontró el de Joseba, que giró la cabeza hacia él al sentirse descubierto. Arqueó las cejas en señal de sorpresa y cambió de rumbo para dirigirse a su encuentro.

—¿Qué haces aquí?

—¿Sabes algo de Aritz? —sus palabras demostraban que estaba al tanto de todo.

Joseba buscó una contestación coherente, una coartada.

—Sé que le dijiste que no lo comentara con nadie, pero es mi mejor amigo y me lo contó.

—Ya —meditó qué añadir—. Sé lo que tú.

—Creo que debes saber más y, la verdad, tenía dudas de si iba a encontrarte o también tú te habrías marchado.

—¿Nos vamos de aquí? —Joseba supo que no podía poner ninguna excusa—. Tengo el coche dos calles más abajo.

Recorrieron los doscientos metros que los separaban del vehículo sin dirigirse la palabra. Eneko esperaba que Joseba venciera su desconfianza, pero no lo hizo.

—Joseba, nos conocemos desde hace tiempo. Sabes que Aritz es mi mejor amigo desde hace años y que nunca haría algo que pudiera perjudicarle. Estoy en esto con vosotros —buscó su complicidad.

—Aritz colaboraba con los compañeros que detuvieron la pasada madrugada —habló con gravedad—. Es pronto para saber lo que han declarado, pero una norma es que, por precaución, lo mejor es pasar a Francia mientras dura la incomunicación y los abogados tienen acceso a la causa. Cuando sepamos qué han dicho y los papeles que han encontrado, sabremos si Aritz e Iker pueden volver o no.

—¿También Iker? —le sorprendió que el amigo de aspecto apocado que siempre guardaba silencio en las discusiones hubiese acompañado a Aritz—. ¿Y tú por qué no te has marchado? —inquirió con extrañeza.

—Me limito a captar gente para la organización. No tengo contacto con los comandos, solo envío a Francia los datos de las personas que pueden estar dispuestas a colaborar y desde allí los convocan a una cita. Con Aritz fui un imprudente, porque yo mismo le pregunté por su disposición a implicarse más. Mientras no caiga Aritz, yo estoy seguro. Ni yo conozco a la gente del comando, ni la gente del comando me conoce a mí.

—¿Entonces no podemos hacer otra cosa que esperar?

—Sí, no podemos hacer nada más. ¿Y Libia? —Joseba dio un respingo. Era un cabo suelto con el que no había contado.

—Se imagina lo que ha pasado, nada más —le tranquilizó Eneko.

—¿Estás seguro de que no supone un peligro? —estaba preocupado.

—Seguro.

—¿Puedo contar contigo?

—Cuenta conmigo.

Joseba giró la llave de contacto y el coche lanzó un gruñido.

Despertó del sueño sobresaltada. Se incorporó y recorrió con la mirada la habitación hasta que supo dónde se encontraba. Se frotó los ojos con las manos para recuperar la sensación de realidad. El sol había desaparecido y en la ventana se reflejaba la luz de las farolas del paseo de la Concha. Esperó unos instantes sentada al borde de la cama, haciendo recuento de lo ocurrido esa jornada. Miró el reloj de la mesilla. Las nueve de la noche. Se sentía pesada, como si hiciera una eternidad que no descansara y el cuerpo fuese incapaz de responder a su voluntad. Al fin se puso en pie y miró por la ventana. El puerto estaba vacío. El ruido de las boyas de los barcos al chocar contra el muelle o entre sí y esa especie de glu-glu del agua al moverse. Tomó aire y espiró con fuerza. Volvió a mirar el reloj para comprobar la hora. Las nueve y cinco. Abrió la ventana para despejarse y vio a Eneko, que regresaba a casa. Levantó la mano al verla asomada y Libia se sintió aliviada.

Como el marido que vuelve al hogar al concluir la jornada de trabajo, Libia le besó en los labios y aguardó sus explicaciones. Había que esperar. Eneko le contó el contenido de su charla de esa tarde sin darle pistas sobre su interlocutor, que ella tampoco reclamó.

—¿Quieres que me quede esta noche?

—No hace falta.

—¿De verdad?

—Sí.

Lo que en otras circunstancias habría interpretado como un desplante, la prueba de que quería a Aritz más que a él, le pareció una reacción normal.

—Nos vemos mañana.