La respuesta de la organización tardó dos semanas en llegar por el mismo conducto. Estaba fuera. La dirección le autorizaba a regresar. Solo tenía detalles vagos de los lugares a los que le habían trasladado, siempre de noche y con los ojos tapados. Aquella casa era el único sitio que podía describir y desde ese mismo momento era ya un emplazamiento quemado para la organización. Nunca volvería a ser utilizada y el futuro de sus propietarios, a los que había movido el interés económico y no la adhesión a la misma causa, les era indiferente.
Eneko tuvo la impresión de que se había desprendido de una pesada carga y que todo volvía a ser como antes, que regresaría a su mundo tras un paréntesis. La tienda del aita, la ama, Ainara. Tendría que pasar algún tiempo en la cárcel, pero a fin de cuentas no había hecho otra cosa que alquilar una vivienda, no podía ser mucho, no demasiado para perder la esperanza. Incluso podía retomar los estudios en prisión y terminar la carrera. Un paréntesis antes de recuperar la vida allí donde la había dejado; mucho mejor que una existencia prestada.
Aguardó a que anocheciera para ir al pueblo a llamar por teléfono. Rebuscó algunos euros en la mesilla de su habitación y salió precipitadamente de la casa. Esperaba que las dudas que lo asaltaban encontraran acomodo en su cabeza mientras caminaba. La cabina estaba en una esquina de la pequeña plaza porticada por la que paseaban algunos vecinos que no repararon en él. Miró la hora en su reloj. Las nueve de la noche. Ya estarían de vuelta en casa. Las llamadas a la familia y a los amigos estaban estrictamente prohibidas. La Policía podía tener intervenidos sus teléfonos en la confianza de que algún huido incurriera en una imprudencia y les facilitara pistas, un hilo que condujera a la madeja.
Sonaron cuatro tonos cortos antes de que el teléfono se tragara las monedas con dos sonoros cloc-cloc al caer en el cajetín.
—Diga —la voz de su madre era la de una persona que ha renunciado a la sorpresa.
—Ama, soy yo.
—¡Eneko! —se llevó la mano a la boca como si acabara de pronunciar un nombre prohibido que alguien al acecho pudiera escuchar.
—Dile al aita que se ponga.
—Hijo, ¿qué tal estás? —dijo como si recitara una plegaria.
—Ama, haz lo que te digo.
Escuchó pasos presurosos.
—Eneko —la voz del padre era una mezcla de alegría y reproche contenidos…
—Aita, escúchame —reclamó su silencio y su atención—. Voy a entregarme. Quiero que busques un abogado de confianza para que me acompañe a la Audiencia Nacional. Te llamaré en dos días.
Esperó una respuesta.
—No he matado a nadie —intentó calmar el sollozo silencioso de su padre, incapaz de articular palabra—. Tendré que ir a la cárcel, pero si me entrego voluntariamente será menos tiempo. ¿Me has escuchado? —le inquietó su mutismo.
—Un abogado de confianza —hizo un esfuerzo por la emoción—. No te preocupes.
—En dos días vuelvo a llamaros a esta hora. Un beso muy fuerte a todos.
—Hasta pronto, hijo —se despidió con un nudo en el corazón.
Un abogado de confianza. No conocían a nadie que respondiera a esa descripción. Tal vez en la gestoría que le llevaba las cuentas de la tienda pudieran darle referencias. Agustín desechó la idea por descabellada. «¡Cómo van a facilitarme en la gestoría un abogado para que acompañe a mi hijo a los juzgados!», se reprochó siquiera haber pensado en ello.
—Tal vez en Etxerat puedan ayudarnos. Si quieres, llamo a la madre de Iker —sugirió Carmen, preocupada por encontrar una solución rápida que acelerara el regreso del hijo.
—Deja a esa gente en paz, que solo nos puede traer problemas —Agustín no estaba dispuesto a hacer concesiones.
Fue en busca de su cartera, que guardaba en la habitación, y rebuscó en la billetera la tarjeta que le entregó el abogado ese de la izquierda abertzale con el que habló por teléfono cuando Eneko marchó a Francia. Él les dijo que uno de los etarras detenidos había identificado a su hijo como uno de los colaboradores del comando y que no convenía que regresara de Francia si no quería ir a la cárcel. «Las acusaciones piden siempre una condena por pertenencia a banda armada y eso es un montón de años —le explicó—. Si el fiscal opta por la colaboración sería menos, dependiendo de las agravantes que esgrima. Con suerte podríamos dejarlo en tres o cuatro años si las pruebas no son muy consistentes.» Luego le tranquilizó asegurándole que el hijo recibiría la misma información y la recomendación de que se mantuviera huido.
¡Qué estúpido!, acababa de decirle a su mujer que no hablara con la gente de Etxerat y él estaba pensando en recurrir a uno de sus abogados. Buscó en la memoria sin encontrar nada. Un abogado de confianza, se repetía, y a medida que lo hacía crecía su inquietud. Tal vez Juan, el amigo, conociera a alguno, pero no, tampoco. Era una gestión demasiado delicada para dejarla en manos de la curiosidad que generan siempre los sucesos que salen al paso de nuestros conocidos. Un fogonazo de luz le hizo ver lo que hasta ese momento había sido incapaz de vislumbrar.
El trato con su hermano mayor se había enfriado sin ninguna causa que lo justificara, como esas cosas que pasan sin explicación posible. El trabajo, las preocupaciones, la vida, en fin, había erosionado su relación. Se querían, pero de esa manera que solo cada uno conoce. En más de una ocasión le había hablado del decano del Colegio de Abogados, un tal Antxon, con el que había retomado la amistad de sus años de universidad en Deusto. Menuda suerte, decano, mientras él se consumía en la asesoría jurídica de un banco cuando lo que de verdad le gustaba era el derecho penal.
Seguro que Antxon podía recomendarles algún abogado discreto para que les echara una mano. La lucidez es imprevisible, pero siempre sale a nuestro encuentro cuando un suceso inesperado se inmiscuye en nuestra vida y nos obliga a tomar decisiones rápidas. Solo entonces se activa y nos ofrece la realidad con una claridad pasmosa, hasta hacernos sentir estúpidos por no habernos percatado de aquello que teníamos delante de nuestras narices para darnos la solución a un problema que hasta ese preciso momento nos parecía irresoluble.
Cuando Carlos descolgó el teléfono se reencontraron con apenas dos palabras, «hola, hermano», las únicas que necesitan las personas que se quieren aunque lleven demasiado tiempo sin decírselo. Se alegró de oírle, «¿qué tal está Carmen?, ¿y Ainara?, ¿sabéis algo de Eneko?». Eran preguntas sinceras, nada que ver con la retahíla de interpelaciones de la gente con la que compartimos el teatro de la vida.
Le explicó la conversación que acababa de mantener con Eneko y le pidió su ayuda. Tan pronto como le colgara, llamaría a su amigo Antxon para que le recomendara un buen penalista, alguien de confianza. Carlos le devolvió la llamada en apenas diez minutos. No lo había dudado: Santiago Górriz. Su número de teléfono era el 6095752188. Antxon iba a llamarle esa misma noche para ponerle en antecedentes y él podía hacerlo a la mañana siguiente para concertar una cita.
—Tenemos que vernos, hermano.
—Claro que sí. Tenme informado de todo y da besos a la familia.
—Descuida.
Colgó el teléfono y se dio cuenta de lo estúpidas que son las personas que, como él, dedican todos sus afanes al trabajo sin prestar atención a quienes dan realmente sentido a la existencia.