Estos son los dos últimos informes que le puedo facilitar. El segundo recoge los párrafos más importantes de un documento oficial. No puedo darle el original porque me comprometería demasiado. El juez ha abierto unas diligencias previas secretas que ha desgajado del sumario principal de la operación contra el comando Donosti. Intente hacerse con ellas. Mi colaboración acaba aquí, ahora es cosa suya. Cuídese.
«Cuídese» es una palabra incómoda. Tal vez fuese solo un formalismo para despedirse, o quizá ocultaba una advertencia ante un peligro difuso. El mail llevaba adjuntos dos archivos. El primero era una sentencia de la Audiencia Nacional.
Visto en juicio oral y público, ante la Sección Segunda de lo Penal de la Audiencia Nacional, la causa de referencia, procedente del Juzgado Central de Instrucción número 9, por los trámites de Procedimiento Ordinario con el número 134/6, rollo de sala 128/326, seguido por delito de colaboración en desórdenes públicos terroristas y delito de terrorismo en su modalidad de tenencia y empleo de aparatos incendiarios, en la que han sido parte como acusador público el Ministerio Fiscal, representado por la Ilma. Sra. Doña Mercedes Añorga, y como acusado Joseba Carrasquedo…
Leyó de forma somera los fundamentos jurídicos y los hechos probados y buscó el fallo en los últimos folios.
En atención a lo expuesto, y por la autoridad que nos confiere la Constitución española, hemos decidido que debemos condenar y condenamos a Joseba Carrasquedo como autor criminalmente responsable de un delito de desórdenes públicos, con la agravante de disfraz, a la pena de dos años de prisión, no habiendo quedado probado el delito de terrorismo en su modalidad de tenencia y empleo de aparatos incendiarios.
El segundo archivo era la sinopsis de una autopsia.
La autopsia realizada al cadáver de Aritz Picaza confirma que el activista de ETA murió de un disparo en la zona de la nuca realizado a corta distancia. La herida abierta por la bala tiene los contornos punteados por la pólvora y el pelo está chamuscado en ese punto. Faltan las pruebas de balística para precisar la distancia desde la que se efectuó el disparo, ya que no todas las armas describen el mismo fogonazo, pero los forenses han constatado que el mismo debió de ser realizado a una distancia inferior a los 40 centímetros. La víctima recibió el disparo mortal cuando se encontraba caído en el suelo, realizado de arriba abajo. La bala penetró por el extremo de la parte posterior inferior de la cabeza, en la zona de la nuca, y salió a la altura de la sien opuesta. El proyectil impactó en el suelo tras atravesar el cerebro. El autor del disparo se encontraba en ese momento de pie, erguido o inclinado, y prácticamente encima del cuerpo de la víctima.
Recordó que la versión oficial sostenía que los etarras habían muerto en el intercambio de disparos que se produjo cuando las unidades especiales forzaron la puerta de la vivienda, y que uno de los agentes resultó herido por un impacto en el pecho que le habría causado la muerte de no ser por su chaleco antibalas.
Imprimió ambos documentos y volvió sobre los que su interlocutor anónimo le había remitido con anterioridad, que guardaba en una carpeta, para encajar las piezas del puzle. Eran hechos aparentemente inconexos, pero colocados unos tras otros formaban una secuencia que permitía interpretarlos como un todo.
Hizo un repaso mental de sus deducciones. El tal Joseba era un confidente de la Policía que había sido captado a cambio de una leve condena de prisión. Al quedar libre pasó a Francia para incorporarse a ETA con el aval que suponía su paso por la cárcel. No tenía causas pendientes y la organización lo utilizó para captar colaboradores en el interior. Los servicios antiterroristas tenían así puntual información de los jóvenes que se movían en la frontera entre la kale borroka y ETA. Sabían cuándo un comando pasaba al interior y las identidades de los legales que los ayudaban. Podían dar carrete a unos y otros para hilar pistas antes de decidirse a actuar, dejando siempre un cabo suelto para futuras operaciones. Así se explicaban las desarticulaciones de este comando y del anterior en un breve espacio de tiempo.
Tomaba notas en un folio y dibujaba pequeños rectángulos que enlazaba entre sí con flechas. Si sus conclusiones eran ciertas, se trataba de una operación policial más, con la única salvedad de que uno de los terroristas había muerto de un disparo efectuado a quemarropa. No era extraño que los etarras hubiesen abierto fuego al verse sorprendidos y los agentes se hubiesen limitado a defenderse. Lo que no encajaba era el disparo a cañón tocante, que su interlocutor anónimo sugería había sido un ajusticiamiento. Era una conjetura que el juez había tomado en consideración, como demostraba que hubiera abierto unas diligencias previas secretas a las que había incorporado la autopsia.
Se levantó de la mesa de trabajo y fue a la cocina a por un vaso de leche. La luz del frigorífico iluminó la estancia con un resplandor blanquecino y el levísimo ruido del motor simuló el zumbido de una mosca.
—¿No vienes a la cama? —escuchó la voz de su mujer, que le reclamaba desde la habitación.
—Ahora voy, estoy terminando una cosa —volvió a su despacho, cerró la puerta y examinó una vez más los apuntes.
Suponiendo que hubiese sido un asesinato, ¿por qué lo habían hecho? ¿Fue el arrebato de uno de los policías? Tal vez. ¿Una reacción incontrolable en un momento de máxima tensión? Quizá. Pero esta hipótesis se explicaba si el disparo no hubiese sido efectuado a un palmo de la nuca. Y si era una ejecución, ¿cuál era el móvil?, ¿una venganza sin más? Le dio vueltas sin encontrar ninguna conclusión que le convenciera por completo.
Apuró el vaso de leche y se fue a la cama con sigilo para no despertar a su mujer. Boca arriba, fijó la mirada en el techo hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y los objetos recuperaron sus perfiles.
Tardó un buen rato en dormirse.