No cogía el teléfono. Lo dejó sonar un buen rato. «Para qué cojones valen los móviles. Llamas a unos y si ven tu número y no quieren hablar contigo, pasan. Ocultas el número y como no saben quién les llaman, pasan también, y si les llamas desde un número desconocido, tampoco lo cogen.» Le llevaban los demonios que Antonio le ignorara cada vez que necesitaba su ayuda. Volvió a teclear su número, una, dos, tres, cuatro veces, hasta que al fin descolgó.
—Joder, estaba en una reunión y no podía hablar.
—Eres un cabrón, cuando no te sale de los cojones, no te pones.
—No te enfades —le hablaba como si lo hiciera a un niño enrabietado—, dime qué quieres.
Le irritaba el tono burlón que Antonio adoptaba en ocasiones, como si le tomara el pelo. De buena gana le mandaba a tomar por el culo, pero no era sencillo tener contactos en los servicios de información.
—Dime algo de los dos etarras muertos.
—¿De qué coño hablas?
—De los del comando Donosti, hará como tres meses. ¿Qué me puedes contar?
—Ah, esos hijos de puta… ¿Todavía andas con eso?
—Quiero confirmar algunos datos.
—¿Qué quieres saber?
—¿Cómo llegasteis a ellos?
—La Policía, que no es tonta —bromeó.
—Sé lo del confite —jugó de farol.
—¿Qué confite?
—El que os dio el piso.
—Eso es mentira —alzó la voz—. El piso figuraba en unos papeles que pillaron los franceses hace casi cuatro meses.
—No me tangues.
—Que es así, coño.
—Me estás vacilando. El confite se llama Joseba Carrasquedo y le debéis de tener cogido de las pelotas —envidó a grande.
—Eso te lo han contado los picos.
—¿Y? —ya se había derrotado.
—Que son unos hijos de puta, que si el servicio no lo hacen ellos, se dedican a joder. ¿A ti qué más te da cómo hemos llegado al piso? ¿Acaso lo vas a publicar? ¿Qué quieres, que lo maten? Eres la hostia.
Sus palabras eran la confirmación de su tercera y última conclusión hasta ese momento.
—No lo voy a publicar, pero quiero saber por dónde van los tiros, quién es este fulano. Background, Antonio, background. —Ahora era él quien adoptaba una actitud arrogante.
—Vente por aquí, no me gusta hablar por teléfono, que seguro que nos están escuchando tus amigos los verdes.
—Voy para allá, lo que tarde en llegar.
En esta ocasión entró por el control y tuvo que cumplimentar la cantinela de siempre: pasar por el detector de metales, entregar el carné de identidad y decir a quién iba a ver. «¿De qué empresa?» «De ninguna, es personal.» «¿Le está esperando?» «Sí.» «Un momento.» El policía del control buscó en una lista de papel el teléfono interior y marcó un número de cuatro dígitos. Comenzó a cabecear en señal de asentimiento a lo que le decían desde el otro lado de la línea. «De acuerdo, puede pasar.» La tarjeta con la V de visitante en un lugar visible.
—Pasa —estaba sentado en su mesa, llena de papeles.
Le tendió la mano.
—Menudo hijoputa estás hecho. ¿Quién coño te ha contado eso?
—Siempre estás con lo mismo. No te lo voy a decir.
—Los hijoputas de los picos.
—Vale.
—Que eres un cabrón, que juegas a dos bandas.
—Hablo con todo el mundo.
—Pues que te lo cuenten ellos —Antonio estaba enojado.
—¿Me has hecho venir hasta aquí para esto?
—¿Qué quieres saber?
—¿Quién es el confite?
—Eso ya lo sabes.
—¿Qué más cosas os ha dado?
—Eso no te lo voy a decir.
—He visto en Google —mintió— que le condenaron a dos años por quemar un cajero. No entiendo cómo un puto fulano de la kale borroka tiene contacto con un comando de liberados.
—Era un puto borroka cuando le trincamos, pero ahora hacía de captador.
—Joder, no me entero, ¿me estás diciendo que captó él a los del comando?
—Estás gilipollas. Este tío facilitaba en Francia el nombre y las direcciones de gente afín a la causa que podía colaborar con ETA, después nos los cantaba a nosotros y así sabíamos qué legales tenía el comando que pasaba al interior. Les dábamos carrete un tiempo y después los trincábamos. Este fulano nos dio el anterior comando y nos ha dado este —calló tras la revelación—. Y ahora lo cuentas.
—¿Y cómo entró en ETA?
—Le mandamos nosotros a Francia para que contactara al otro lado. Salió del talego, le bailaron el aurresku en su pueblo y le hicieron un gudari. Le aguantamos un tiempo y a currar.
—Y si teníais al comando, ¿por qué no lo detuvisteis antes de que cometiera los atentados?
—Porque este nos daba los nombres que enviaba a Francia, pero no sabíamos cuál de ellos había recibido el visto bueno de la dirección y nos llevaba un tiempo averiguarlo. Nosotros no hacemos como tus amigos los picos, que aguantan a un comando para que les lleve a toda su infraestructura, aunque suponga correr un riesgo.
—¿Y el tiroteo?
—Esos tíos eran muy bragaos. Dormían con la pipa debajo de la almohada y no se andaron con hostias.
—Bien, pues ya me lo has aclarado.
—No seas hijoputa y lo vayas a publicar.
—Que no, coño, que no.
—Que te den por el culo, que tengo mucho que hacer.
Salió del despacho con algunas dudas menos.