Tardó unos segundos en reconocer el sonido del teléfono. Miró la hora del despertador. Las cuatro. «Quién coño será.»
—Bai —respondió aún entre sueños.
Iker hablaba atropellado al otro lado del auricular, como si así comprimiera las palabras y pudiera explicarse más rápido.
—Para, para —Aritz se incorporó en la cama. Libia dormía a su lado, ajena al ajetreo—. No jodas —dijo preocupado, como si acabara de descifrar el mensaje que solo un instante antes era incapaz de entender.
—Han asaltado el piso y han detenido a los dos tíos que había dentro —repitió Iker para que no le quedara duda de que efectivamente había sido así—. Seguro que ahora vienen a por nosotros.
—¿Cómo coño te has enterado?
—Me ha llamado un fulano para advertirme.
—¿Cómo que te ha llamado un fulano? ¿Qué fulano?
—Y yo qué cojones sé. Solo me ha dicho que era un amigo, me ha contado lo del piso y me ha dicho que teníamos que abrirnos ya.
—Me cago en Dios. Nos vemos en Perujuantxo en quince minutos… —no tuvo dudas—: Pilla las llaves del coche.
«¿Qué haces?», la voz de Libia sonó pastosa. Boca abajo, ni siquiera hizo intención de volverse. La conversación de Aritz había interrumpido su sueño, pero no lo suficiente para que abandonara el estado de duermevela.
—Nada, un colega, que ha tenido un problema. Vuelvo en un rato —se despidió mientras se ponía los pantalones.
—Vale —respondió Libia. Se rebulló, abrazó la almohada y siguió durmiendo.
Aritz revolvió con cuidado en el armario y metió en la mochila dos camisetas, un jersey y un pantalón. Miró bajo los calzoncillos, donde escondía una cartera que había sido de su padre, y cogió el dinero de la billetera. Cincuenta, cien, ciento cincuenta, doscientos, doscientos veinte. Doscientos veinte euros. Los guardó en el bolsillo, lanzó una última mirada a Libia y escapó escaleras abajo. Al llegar al portal se detuvo por precaución. Abrió la puerta, miró a ambos lados y cuando se convenció de que no había nadie, se echó a la calle.
Dudó si había sido una buena idea citarle en la parte trasera del ayuntamiento, pero Perujuantxo era una calle estrecha, un pasadizo, casi un escondite. Si venían a buscarlo, lo harían por el Alderdi Eder y se daría de bruces con la Policía. Pese a ello, decidió tomar ese camino. Faltaban cinco minutos para la cita con Iker. Mientras caminaba a buen paso escuchaba el corazón en sus sienes y la respiración agitada. El vaho que desprendía su boca se perfilaba como una nube. Las calles estaban desiertas, habitadas solo por ausencias. Vio a Iker a lo lejos, moviéndose nervioso, y levantó la mano para tranquilizarle. Ya estaba allí.
—Estoy de los nervios —la presencia de Aritz le serenó.
—¿Tienes las llaves?
—Aquí están —se las mostró—. Joder, ¿qué hacemos?
Aritz se concentró en busca de una respuesta, ante una mirada expectante que le reconocía la autoridad de la decisión última.
—Vamos a casa de Joseba.
Las calles parecían pobladas de miradas que hubieran descubierto su fuga, advertidas por el sonido de sus pasos. La oscuridad les denunciaba como moradores extraños. Cuando llamaron a su puerta parecía que estuviera esperándolos. Se había enfundado en unos pantalones vaqueros y andaba descalzo para hacer más sigilosos sus movimientos. Les hizo pasar hasta su habitación. La luz tenue de un flexo apenas daba para iluminar el cuarto: ropa amontonada sobre una silla, la luz parpadeante del router, varios libros apilados en el suelo, a la altura del cabecero de la cama, las sábanas calientes. La desenvoltura de sus movimientos evidenciaba que estaba al tanto de todo y había anticipado la que supuso sería la primera decisión de Aritz e Iker: acudir a él para pedirle ayuda. No hubo necesidad de que explicaran nada. Aparentaba serenidad, nada que indicara agitación, y tanta seguridad los tranquilizó.
Hurgó en uno de los cajones de la mesilla hasta dar con unas llaves en un mar de papeles.
—Tomad, son de una casa que mis padres tienen en San Juan de Luz. La dirección está apuntada en la etiqueta. Tenéis que cruzar la muga cuanto antes. En unos días la organización os pondrá una cita. Hasta entonces procurad no dejaros ver más de lo imprescindible. ¿Está claro?
—Vale, Joseba, no te preocupes.
Abandonaron la vivienda con premura. Habían estacionado el coche justo enfrente.
—¿Y si hay un control en la frontera? —a Iker le surgió una duda que hasta ese momento no se había planteado.
—Seguro que no han tenido tiempo de montar nada.
Como noches atrás, cuando mataron a Ignacio Pascua —no habían olvidado su nombre—, emprendieron la fuga.
Cruzaron el Bidasoa sin problemas y entraron en San Juan de Luz, a escasos 25 kilómetros de Donosti. El inmueble estaba en la Rue Mazarin, antigua calle en la que tenían sus casas los armadores más prósperos de la localidad, en la embocadura del casco viejo. Se trataba de una vivienda amplia y de aspecto impoluto en la que el frío había aprovechado la ausencia de sus propietarios para instalarse con holgura.
—Joder con los aitas del Joseba, menudo chabolo.
Recorrieron el piso para familiarizarse con él antes de elegir una habitación con dos camas separadas por una mesilla para descansar unas horas. El sueño les rindió pronto, agotados por la tensión y al abrigo de la seguridad, aunque fuese incierta.
Se despertaron a mediodía, con la distancia de los acontecimientos que proporciona el descanso. Apenas una tregua hasta que aquellos reclamaron de nuevo su atención. Rebuscaron en la cocina por ver si había alguna lata, pero finalmente optaron por buscar un sitio para comer. El frío allí dentro era más incómodo que la inquietud.
El bar Etxarri se encontraba en una de las esquinas de la calle y a esa hora estaba abarrotado de trabajadores que ocupaban las escasas mesas o esperaban en la barra a que les tocara el turno para comer. Se acomodaron en el extremo más próximo al altillo en el que estaba la televisión mientras consumían dos bocadillos y dos tercios de cerveza al tiempo que examinaban a los parroquianos, entre los que no habían despertado ninguna curiosidad. Aritz llamó la atención de su compañero golpeándole con el codo para que atendiera las imágenes de la primera edición del telediario que empezaba en ese momento.
La Policía ha detenido esta madrugada a los etarras Asier Etxeberria y Jon Urkiaga en la vivienda que habitaban en el barrio donostiarra de Amara.
Reconocieron en la foto de carné que reproducía la televisión al hombre de gesto severo, con más pelo y más joven de lo que era en realidad. La imagen, borrosa, ocultaba las tres arrugas que le surcaban la frente.
Ambos terroristas formaban parte del reconstituido comando Donosti, que se sospecha tenía el apoyo de varios comandos de legales, miembros no fichados por la Policía. Según datos de Interior, ambos etarras son los autores de los asesinatos del teniente del Ejército Ignacio Pascua con una bomba lapa colocada bajo el asiento de su coche, y del inspector de Policía Manuel Asla cuando salía de su domicilio.
Qué distinta era la fotografía inexpresiva y plana de aquel hombre al que cada día servía una cerveza o una copa de vino. Un perfecto desconocido del que sabía más ahora, muerto, que cuando cruzaban algunas frases sobre temas intrascendentes en la taberna.
Fuentes de los servicios antiterroristas consultados por Televisión Española aseguran que la pista que condujo a los dos asesinos fue producto de la colaboración ciudadana. Jon Urkiaga procedía de la kale borroka, pasó a la clandestinidad hace cinco años para evitar una condena de la Audiencia Nacional por actos de violencia callejera y, desde entonces, se le suponía integrado en los taldes de reserva a la espera de incorporarse a un comando. Su compañero Asier Etxeberria carecía hasta ahora de antecedentes. Ambos han sido trasladados a dependencias policiales en Madrid antes de ser puestos a disposición judicial. En la vivienda que ocupaban, la Policía intervino abundante documentación, informaciones sobre posibles objetivos, doce mil euros, dos pistolas Browning, dos kilos de amonal y material para fabricar bombas lapa.
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