Iba a ser su ekintza más importante. La organización había dado el visto bueno y les había hecho llegar 50 kilos de amonal en bolsas de cinco kilos. El resto lo tenían preparado desde hacía días. El Seat Ibiza robado en Francia que un correo dejó estacionado en un aparcamiento público con las llaves escondidas en el tubo de escape y una marmita de 50 litros.
El plan comenzó a gestarse uno de los días que Aritz madrugaba para dar un paseo mezclado con la gente que acudía al trabajo. Le agobiaban los encierros y, pese al riesgo de que alguien le reconociera por la calle, en ocasiones desayunaba en una cafetería, compraba el periódico y regresaba a casa antes de que Ander se hubiese levantado.
Detenida en una vía estrecha de sentido único, una furgoneta de la Guardia Civil esperaba a que el semáforo se pusiera en verde. La ocupaba al menos una decena de agentes que imaginó iban o venían de algún relevo. Miró el reloj, las 8.15.
En días sucesivos comprobó que el vehículo hacía la misma ruta, o al menos ese era un punto por el que forzosamente debía circular aunque modificara el trayecto por razones de seguridad. Llegaba a la intersección de las calles Amorebieta con Zunzunegui entre las 8.05 y las 8.20 horas, aunque no siempre se detenía. El semáforo cambiaba del rojo al verde en treinta segundos. Poco tiempo, seguramente para no entorpecer el tráfico de la vía principal, pero que no evitaba que en ocasiones el conductor acelerara para esquivar el disco.
Aritz comentó a Ander su descubrimiento cuando ya tenía esbozado el plan, aunque faltaban por concretar los detalles y resolver algunos problemas. Solo se podía aparcar en un lado de la calle, a la izquierda. Lo angosto de la vía obligaba a los vehículos a reducir la velocidad y pasar a escasa distancia de los que estaban estacionados. A un metro, metro y medio como mucho. Era, pues, relativamente sencillo que un coche bomba alcanzara de lleno a la furgoneta de la Benemérita cuando circulara en paralelo. Lo ideal era que el semáforo en rojo la obligara a detenerse, pero, si no era posible, podían activar la bomba al paso. Durante diez días alternos comprobaron la rutina de su objetivo sin descubrir ningún cambio significativo. ¿Cómo era posible que el enemigo se lo pusiera tan fácil? Eligieron un lunes. Un día anodino en el que la gente arrastra sus hábitos tras dos jornadas de asueto. «Seguro que el conductor está jodido porque comienza otra semana», argumentaba Aritz a su compañero. «No se tienen los mismos reflejos un lunes que el resto de la semana. Seguro que va más distraído.»
La mañana del domingo estacionaron un coche en el lugar del atentado, muy próximo al semáforo. Lo dejaron allí para guardar la plaza que la madrugada del lunes debía ocupar el coche bomba. Pasaron el resto del día en casa, viendo programas intrascendentes para matar el tiempo, y aprovecharon el partido televisado, el de la máxima rivalidad entre la Real Sociedad y el Athletic, para preparar el coche en la lonja. Hasta el calendario futbolístico les ayudaba.
El Seat Ibiza blanco tenía la matrícula doblada, correspondiente a otro coche de la misma marca y color, imposible de detectar por los controles periódicos que la Policía realizaba en busca de vehículos robados a los que ETA no hubiese cambiado las placas o lo hubiera hecho con otras troqueladas de antemano que no coincidían con otro coche idéntico.
Tenían instrucciones precisas de no utilizar metralla, que para ser efectiva necesitaba una cantidad de explosivo del que no disponían y, además, la escasa distancia entre el coche bomba y el objetivo la hacía innecesaria. «En las acciones que habitualmente realizamos, la metralla debe romper la chapa del coche bomba y la del vehículo del objetivo, para lo que la fuerza inicial que hay que imprimir debe ser enorme —decía el manual que les habían entregado durante su adiestramiento—. Así pues, ¿las cargas que utilizamos pueden propagar esa fuerza? La respuesta es negativa.»
Les llevó cerca de una hora tenerlo todo listo. Forraron la marmita con papel de aluminio, repartieron la carga en su interior, prepararon el dispositivo de activación y la introdujeron en el maletero orientada hacia la derecha. Solo tenían que esperar a que cayera la madrugada para cambiar los coches sin levantar sospechas y regresar a casa con el que habían dejado aparcado previamente.
Repasaron una y otra vez lo que debían hacer. Ander se encargaría de controlar la llegada de la furgoneta en el extremo opuesto de la calle y Aritz activaría el explosivo desde una esquina situada a escasos cien metros del semáforo que tenía una visibilidad perfecta. El desconcierto provocado por la explosión facilitaría la huida a pie, sin prisas.
—¿Y si no explota? —cuestionó Ander.
—Si llevan un inhibidor de frecuencias, la hemos jodido. En ese caso nos largamos y llamamos a la DYA para que retiren el coche.
El despertador sonó a las siete de la mañana. Un ti-ti-ti, ti-ti-ti, ti-ti-ti nervioso que iba in crescendo. Aritz llevaba despierto desde las cinco y justo entonces comenzaba a derrotarle el cansancio. «¡Ander!», avisó a su compañero. Se dio una ducha rápida para despejarse. Buscó las galletas en uno de los armarios de la cocina, pero fue incapaz de comer una sola. Llenó la taza de café negro hasta el borde y lo bebió a sorbos.
Las luces de la calle permanecían encendidas y los motores ronroneaban al ponerse en marcha tras una noche helada. Un hombre pasaba la rasqueta por el parabrisas de su automóvil, que parecía sacado del congelador. Pasos acelerados, murmullo de conversaciones, ruidos cotidianos.
—Hace un frío de cojones —advirtió Aritz, que había abierto la ventana buscando algo fuera del lugar que las cosas ocupaban cada día.
Las 7.20.
—¿Nos marchamos? —Ander no podía disimular su intranquilidad. Ni siquiera había tomado café y había ido en tres ocasiones al cuarto de baño.
—Esperamos un poco más, no podemos estar parados en la esquina demasiado tiempo.
Para cuando salieron a la calle, el día clareaba con ese gris anodino que tienen las mañanas de invierno. Aún más plomizo los lunes. El vaho de la respiración, las manos en los bolsillos de la parka, el caminar rápido. Diez minutos a buen ritmo los separaban de su destino.
Las 7.50.
Si todo discurría como estaba previsto, aún quedaban al menos quince minutos para que la furgoneta hiciera aparición al fondo de la calle. Doscientos cincuenta metros aproximadamente. «Suerte», se despidió Ander camino del otro extremo para observar la llegada del objetivo. Cuando lo avistara haría una llamada perdida a su compañero.
Aritz aguardó aún diez minutos antes de cruzar la calle para situarse en la esquina. Allí estaba la muchacha de pelo rubio, lacio y largo, con un abrigo rojo y una bufanda con la que se cubría la boca, que cada día esperaba a que un coche la recogiera.
Las 8.03.
Qué despacio discurría el tiempo. Un ligero hormigueo le bailaba en el estómago. Nunca había tenido tanto frío y, sin embargo, las manos le transpiraban. «Tranquilo, Aritz», se dijo para tranquilizarse. Inspiró y espiró varias veces para controlar la respiración agitada. Ringgggggg. El sonido de viejo despertador de su móvil aceleró el ritmo de su corazón. La furgoneta se aproximaba. Volvió a mirar el reloj para comprobar su puntualidad.
Las 8.07.
Se asomó a la calle y esperó a verla girar por la calle Amorebieta en dirección al cruce con Zunzunegui. Sacó el mando del bolsillo y bajó la mano, el dedo apuntando el botón. Miró a un lado y a otro para cerciorarse de que nadie le observaba. Gestos aburridos y algún comentario sobre la inesperada goleada del Athletic. «Cago en Dios», acertó a escuchar a un hombre que pasó a su lado haciendo partícipe a su acompañante de su pesar por el resultado.
Cincuenta metros. La furgoneta llevaba delante un Audi de color azul marino. El semáforo se puso en rojo y se detuvo en paralelo al coche bomba. «Joder.» Tenía que esperar a que cambiara a verde y la furgoneta recorriera los escasos tres metros que la situarían frente al maletero cargado de explosivos. Verde.
Las 8.08.
Apretó el botón. Un fogonazo de luz y una potente detonación lanzó la furgoneta contra el muro del edificio de viviendas situado enfrente. Una lengua de fuego arrasó los vehículos estacionados en las proximidades, mientras cristales y cascotes impactaban contra el suelo. Aguardó un momento a que las piezas de la realidad se reordenaran para comprobar el resultado de la ekintza. El caos tiene su propia jerarquía.
Los oídos le pitaban y escuchaba atenuado el pandemónium de la calle. La esquina era una barrera desde la que los transeúntes presenciaban el horror iluminado por las llamas. La furgoneta había quedado apoyada sobre uno de sus laterales. El otro estaba abierto como una lata, la chapa hacia dentro. Por una de las ventanillas asomaba el brazo de un hombre. Crepitaban las llamas mientras varias personas intentaban apagarlas con extintores. Se dio media vuelta en dirección al paso de cebra donde ya le esperaba Ander y tuvo tiempo de escuchar el «¡qué hijos de puta!» de un desconocido que no tenía ninguna duda de la autoría de lo ocurrido.
—No andes tan deprisa —Aritz intentó tranquilizar a Ander, que quería desaparecer de aquel lugar cuanto antes.
—No puedo evitarlo —la ansiedad le podía y parecía al borde de la histeria.
—Para, joder, o vas a llamar la atención.
Continuaron caminando y el sonido de las sirenas se diluyó con la distancia.
—Les hemos dado de lleno. Esta acción va a tener repercusiones. A ver si ahora repiten que estamos más débiles que nunca.
Quince minutos y de nuevo en casa. Pese al frío, Aritz había roto a sudar y Ander jadeaba como si estuviese exhausto. Una bocanada de calor les recibió al abrir la puerta. Estaban a salvo. Encendieron la radio en busca de los primeros datos. Tras varias vueltas al dial, Radio Euskadi fue la primera emisora en hacerse eco del atentado.
Una enorme explosión, cuyas causas se desconocen, ha tenido lugar hace escasos minutos en la confluencia de las calles Amorebieta y Zunzunegui. Coches de bomberos, de la Etzaintza y del servicio de emergencias se han desplazado hasta en previsión de que haya víctimas. La confusión en la zona es enorme. Un equipo de Radio Euskadi está en camino y tan pronto como tengamos novedades, se las contaremos.
Diez minutos.
Damos paso a nuestros compañeros, que se encuentran ya en las proximidades de la zona donde hace poco más de media hora se ha producido una violenta explosión.
«Estamos a escasa distancia del lugar donde se han producido los hechos, que ha sido acordonado por la Etzaintza. El escenario es sobrecogedor. Una furgoneta de la Guardia Civil ha sido alcanzada de lleno por la detonación de un coche bomba y la ha lanzado contra la fachada de un bloque de viviendas, que ha sufrido numerosos desperfectos en sus balcones. Seis agentes muertos es el balance provisional de este nuevo atentado de ETA, aunque todo hace pensar que el número de fallecidos sea mayor. El vehículo de la Benemérita ha sido cubierto y los bomberos y los servicios sanitarios trabajan en este momento en la recuperación de los cadáveres en presencia del juez de guardia. A escasa distancia del lugar del atentado se ha instalado una carpa de asistencia sanitaria hasta la que hemos visto conducir a algún agente herido. Hasta allí se ha desplazado el delegado del Gobierno, que está recibiendo información sobre lo ocurrido de varios mandos de la Benemérita. Según hemos podido saber, la furgoneta procedía de la prisión de Martutene y se dirigía al cuartel de Intxaurrondo tras el relevo de los agentes que se encargan de la seguridad del recinto penitenciario. Esto es todo por ahora, tan pronto como tengamos novedades, os pediremos paso de nuevo.»
Ya lo han oído —el locutor recuperó la iniciativa—, ETA ha vuelto a asesinar. El sinsentido del terrorismo golpea de nuevo a la sociedad vasca. Desde Ajuria Enea nos comunican que el lehendakari está a punto de realizar una declaración institucional…
Aritz apagó la radio. Como en otras ocasiones, en las siguientes horas desfilarían ante las cámaras de televisión políticos con gesto grave dando el pésame a los familiares de las víctimas. Quizá tuviese lugar un funeral múltiple en el que las viudas, los hijos y los padres se abrazarían buscando consuelo y los féretros serían cargados después en vehículos fúnebres para llevarlos hasta sus ciudades de origen. Luego vendría el análisis en los periódicos sobre la autoría de tal o cual comando y toda esa letanía a la que ambos se habían acostumbrado.
Era cuestión de esperar el tiempo necesario para que esas muertes se diluyeran en el imaginario colectivo y la Policía relajara los controles.