El furgón reproducía a escala una pequeña prisión. Un pasillo angosto y cuatro espacios minúsculos a modo de celdas. Hizo el trayecto solo, sin más compañía que el murmullo de la conversación que los agentes mantenían en la cabina del conductor. Frases distorsionadas por las fronteras metálicas y el ruido de la calle. Los giros del vehículo a derecha e izquierda, la estrechez del encierro y el hedor que desprendía le revolvieron el estómago, que sintió ascender hasta la boca en una arcada. Hundió la nariz en su ropa en busca del olor del abrazo de la ama, cerró los ojos y, siquiera por un instante, recuperó la sensación del cariño ausente durante mucho tiempo.

Al cloc metálico le siguió el chirriar de la puerta metálica y otro cloc sostenido, como una nota de música. Brubaker. Si alguien le hubiese preguntado, no habría sabido explicarlo, pero esa fue la primera palabra que le vino a la cabeza cuando le reseñaban. Brubaker. El nombre del alcaide que se hace pasar por un preso para descubrir la corrupción que hay en la cárcel que va a dirigir, en la película protagonizada por Robert Redford. Siempre le gustaron las películas carcelarias. La leyenda del indomable, de Paul Newman; Cadena perpetua, con un Tim Robbins y un Morgan Freeman gigantes; o El hombre de Alcatraz, de Burt Lancaster. Sin embargo, el cine es ficción y el ruido metálico de las puertas al cerrarse a sus espaldas era muy distinto al de la pantalla. En el cine el espectador se identifica con el hombre que ha sido privado de libertad, sea cual sea su condición, pero en la realidad lo observa como algo despreciable.

Le explicaron que era un preso FIES y que como tal tenía intervenidas todas sus comunicaciones. Su intimidad quedaba expuesta en público: las visitas de la familia, el afecto contenido en una carta, las llamadas para mantenerse unido a la vida en el exterior. Todo sería cribado en busca de una sospecha, una consigna o una señal de flaqueza.

Se duchó con agua fría y le entregaron un pantalón de chándal y una camiseta hasta que su familia le llevara algo de ropa. «Bajadle al cangrejo», escuchó la orden de uno de sus guardianes. ¿Qué era aquello? El recorrido por pasillos vacíos custodiado por dos funcionarios, uno delante y otro detrás, le llevó hasta una puerta metálica con una pequeña trampilla a la altura de los ojos, que al abrirse descubrió un muro de rejas con otra puerta. Una celda dentro de otra celda. Un encierro doble. La única luz procedía de un ventanuco situado casi junto al techo, imposible de alcanzar. Una cama de piedra sin colchón y un váter de hormigón con tapa era todo el mobiliario de aquel espacio reducido, aislado de todos y de todo, en el que iba a permanecer en observación antes de asignarle a un módulo.

La vida se ralentiza encerrada entre cuatro paredes. Las horas no discurren igual que en la calle. Un día, una semana, un mes o un año atrapado, sin referencias, equivalen a mucho más tiempo fuera, donde los acontecimientos te atropellan. Allí dentro la vida se detiene, mientras en el exterior sigue su curso, aunque no por ello envejeces más despacio. Al contrario, cada jornada es un poco más espesa que la anterior y atravesarla exige un esfuerzo redoblado, al límite del abandono. El tiempo pesa y se hace imprescindible encontrar la forma de descubrir que transcurre, que se agota a sí mismo. Las comidas sirven para marcar los días, el encuentro con las familias mide las semanas, los vis a vis los meses, y las estaciones los años. Evitó hacerse preguntas para no tener que buscar las respuestas y eso le ayudó a aceptar su nueva vida con la resignación con que se asume lo irremediable. Deprisa, deprisa, que todo corra deprisa.

La hora de paseo en solitario le provocaba ansiedad. El patio, estrecho como un pasillo, y los muros, altos como torres, impedían otra visión que no fuera el cielo, como una alfombra colocada del revés. Calculó que tendría treinta metros de longitud. Cuarenta zancadas largas, cincuenta cortas. La mirada al frente chocaba contra la pared de hormigón a medida que se aproximaba, hasta que daba la vuelta para encontrarse con la pared del otro lado aguardándole. Observaba los muros y buscaba entre las ventanas enrejadas. Presos que fumaban asomados, ropa tendida, residuos de vida.

El escueto espacio vital terminaba por ahogarle y le obligaba a detenerse. Apoyaba la espalda contra la pared y buscaba la calma en el azul y blanco de las nubes. Pasados unos instantes, recuperaba la vista al frente y reanudaba la marcha con los ojos cerrados mientras contaba mentalmente los pasos: uno, dos…, diez…, veinte…, hasta que al aproximarse al medio centenar reducía el ritmo por miedo a haber calculado mal y golpearse contra el límite de su libertad.

Aguantaba diez idas y vueltas por el patio, a las que cada día intentaba sumar alguna más, como si se preparara para una carrera de fondo que requiere ir sumando esfuerzos jornada tras jornada. Si perdía la orientación y se mareaba, abría los ojos de nuevo para recuperar el equilibrio. La náusea ascendía desde el estómago y le obligaba a apoyarse en el muro mientras se arqueaba para vomitar nada. Al cabo de media hora deseaba volver a la celda, que le resultaba más acogedora que aquel patio en el que las paredes acrecentaban el encierro.

Encontraba agradable la estrechez de la celda, en la que todo le era ya familiar, parte de su mundo más personal. Aprovechaba el tiempo vacío para leer con fruición los libros que el demandadero le llevaba. Libros mustios por el encierro que al abrirlos descubrían vidas imaginadas que se volvían reales en su mente.

—¿Eres el etarra?

La pregunta del demandadero le sorprendió.

—Sí —dijo receloso.

—Me han dicho tus compañeros que puedes gastar lo que quieras. Puedes pedirme lo que sea del economato, que el dinero no es problema.

—¿A qué compañeros te refieres? —Eneko no entendía de quiénes hablaba.

—A los etarras, hay otros cinco como tú, en dos módulos —le explicó como si los conociera bien—. Tienes suerte, no te va a faltar de nada.

Eneko se quedó dubitativo.

—No me hace falta nada.

—¿Seguro? ¿No quieres tabaco o algo de comer?

—De momento no, pero dale las gracias a mis compañeros.

—Como digas —se despidió y siguió su marcha.

Quince días, posiblemente algunos más, bastaron para derrotar la resistencia mental que se había impuesto. La soledad le obligó a hablar consigo mismo, y en su monólogo comenzaron a abrumarle los hechos imaginados y las dudas. Recreaba el registro en casa de sus padres tras su detención, la Policía revolviendo la intimidad de su familia, la ama presa de un ataque de nervios ante aquellos hombres a quienes la sorpresa convertía en gigantes, y los vecinos escudriñándolo todo desde la mirilla de la puerta para tener datos que intercambiar sobre aquella familia aparentemente normal que ocultaba un secreto.

«A saber lo que escondían», diría la vecina de enfrente, siempre tan amable, que pasaba a casa a tomar café, a diferencia de la del segundo derecha, tan quisquillosa, que remataría su perorata de mujer aburrida con un solemne «seguro que tenían bombas de esas que salen en la televisión y podríamos haber volado por los aires». El resto asentiría o haría su propia aportación a la comidilla. Las desgracias ajenas son siempre un buen tema de conversación.

También era más que probable que pasado un tiempo su familia no quisiera saber nada de él y le abandonara a su suerte. No podía reprochárselo. Se lo habían dado todo y él había rechazado sus desvelos: la carrera, la posibilidad de trabajar en la tienda. Un futuro acechado solo por los imprevistos de la vida. Tenía por delante años de prisión, quién sabe, seis, siete, diez. Una eternidad que no se sentía capaz de aguantar.

¿Y Libia?, ¿qué sería de ella?, ¿le habría perdonado? Recordaba los días felices, pero las imágenes apenas se mantenían antes de emborronarse. Le asaltaron preguntas que exigían respuestas. ¿Cómo no había sido capaz de darse cuenta de que lo que hacía era un error, un enorme error al que había arrastrado a Libia y que había arruinado su vida? Aritz muerto. Había fantaseado con cambiar el mundo a tiros. Ya nada tenía remedio, porque cuando recuperase la libertad sería un hombre roto.

A falta de respuestas buscaba una rendija por la que pudiera colarse un rayo de esperanza. Deseó morir y tuvo miedo. A fin de cuentas, ¿qué podía esperar de la vida? Inspiraba fuerte y se pedía calma. «Tranquilo, Eneko, te acostumbrarás en cuanto pasen unos días más.» Buscaba sosiego y casi nunca lo encontraba.