No era la mejor de las ideas, pero no se le ocurría otra. Telefoneó a Antonio, que por esta vez descolgó a la primera.

—¿Qué tal estás? Soy Luis.

—Hombre, cuánto tiempo. ¿Qué me cuentas?

—Necesito verte.

—Hoy no puedo.

—Tengo una cosa muy importante que comentarte.

—¿Qué cosa? —ni siquiera le movió la curiosidad.

—No te la puedo decir por teléfono.

—Luisito, que tengo mucha mili y a mí no me cuelas esa milonga. Si no me dices de qué va el tema, que te den por el culo, que estoy muy liado.

—Joder, Antonio —recurría al nombre de su interlocutor en busca de complicidad—, cinco minutos solo.

—Que no puedo, coño, viene una gente de la CIA y tengo que pasearlos y echarles de comer.

—Me paso mañana a primera hora —no quiso forzar la situación y, además, por esperar un día no perdía nada.

—Me voy de viaje.

—¿No me estarás vacilando?

—Subo a territorio comanche.

Su tono socarrón le irritaba. Le rebajaba hasta convertirlo en mera comparsa.

—¿Cuándo vuelves? —hizo un esfuerzo por que su voz no evidenciara el enojo que le producía su trato.

—Llámame el próximo lunes.

—Pero ponte al teléfono, que me cuesta un huevo hablar contigo.

—Vente a las once, ya está.

La semana pasó sin pena ni gloria, ocupado en tareas anodinas. Descalificaciones políticas que iban en aumento según se pasaban la voz unos a otros para replicar sus manifestaciones anteriores. El informe del servicio de estudios de un gran banco sobre la buena marcha de la economía y las estupendas previsiones de futuro. Un asesinato más de una mujer a manos de su compañero sentimental, y poco más. Por eso el lunes le atrapó la agitación que le asaltaba cuando presentía que estaba ante una buena noticia. Cogió el metro e hizo el recorrido hasta las dependencias policiales entretenido en la lectura del periódico. La misma rutina en el control de acceso.

—A ver, qué cosa tan importante me tienes que contar —Antonio parecía más interesado que cuando hablaron por teléfono.

Una muchacha en la treintena, de melena larga rubia, camiseta y pantalón vaquero muy ceñidos, con la que había cruzado alguna mirada cuando se encontraban en el pasillo, entreabrió la puerta con unos papeles en la mano.

—Perdón —se disculpó al ver que en el despacho había otra persona.

—Pasa, pasa, que este es de confianza. Le tenemos untado y trabaja para nosotros.

Le irritaban esas bromas. La muchacha esbozó una sonrisa a modo de saludo y dejó sobre la mesa unos papeles.

—Son las dietas de la semana pasada, las de Iván y las mías.

Antonio echó un somero vistazo a los papeles y los firmó.

—Toma.

Luis esperó a que hubiese salido del despacho.

—¿Qué, a que está buena?

—Bastante —la conversación le resultaba embarazosa.

—Tiene un par de polvos. Bueno, a ver, ¿qué coño quieres saber?

—Aritz Picaza murió de un disparo a quemarropa en la nuca —no lo planteó como una pregunta, sino como una afirmación.

—Eso es mentira, le pegaron un tiro en el estómago —Antonio reaccionó sin darle tiempo a más explicaciones.

—Antonio, he visto el informe de la autopsia —jugó de farol— y tiene un disparo en el estómago, como dices, y otro en la nuca realizado de arriba abajo y a cañón tocante.

—¿Ya estás jodiendo? Ahí no hay nada raro. El compañero se defendió cuando le dispararon y le daría en la nuca o donde cojones fuera, ¿qué más da?

—Hombre, pues que no es lo mismo que disparara en legítima defensa a que lo rematara en el suelo.

—No andes jodiendo, que ahí no hay nada.

—No ando jodiendo, Antonio, pero el juez ha abierto unas diligencias previas que ha declarado secretas y no me parece normal, salvo que haya algo raro.

—Que te digo que ahí no hay nada, créeme.

—El comando os lo dio Joseba Carrasquedo.

—¿Y qué si nos lo dio él u otro? ¿Lo vas a publicar para que le piquen el tique? Además, ¿quién coño te cuenta estos rollos? Seguro que son los verdes.

—Detenéis a Joseba, arregláis el tema con el fiscal para que le caiga una condena suave, sale de la cárcel, le hacéis pasar a Francia para que se incorpore a ETA, y a partir de ahí a trabajar para vosotros —ignoró la pregunta de su interlocutor para que no desviara la conversación hacia otro terreno en el que no iba a entrar—. Os dio este último comando y el anterior. Hasta ahí lo tengo claro, lo que no entiendo es por qué se cargan a Aritz de un tiro en la nuca —recurrió a una frase impersonal, como si el disparo lo hubiese realizado alguien todavía desconocido.

—Eres la polla.

—¿Le mataron los de arriba?

—Que no, coño. Si no te fías de mí, subimos a hablar con el comisario general y que te lo cuente él.

—No me va a contar nada que no me puedas contar tú. Antonio, voy a publicar la historia del confite —otra vez recurrió al nombre de su interlocutor para que su decisión no pareciera un pulso.

—Haz lo que quieras, pero cuando se lo piquen te vas a meter en un lío, y por aquí no vuelvas. ¿Qué cojones te importa cómo trinquemos a los comandos? Eso son temas operativos que no te voy a contar.

—Te lo estoy contando yo todo, tú te has limitado a negarlo.

—Pues ya está, se acabó, no hay más que hablar.

Antonio había olvidado las chanzas de otras ocasiones y Luis supo que por esta vez él llevaba la iniciativa. Estaba satisfecho.

—Sé que hay algo raro.

—Adiós.

—¿Me lo vas a contar, o no?

—Adiós. Se te han pasado los cinco minutos y tengo gente esperando fuera.

Esta vez no le ofreció la mano a modo de despedida.

El ordenanza con aspecto de sabueso le acompañó al ascensor y bajaron a la planta baja. Dejó la acreditación en el control y se despidió. Mientras subía la calle empinada que conducía hasta el acceso al recinto amurallado de las dependencias policiales, tuvo la certeza de que su interlocutor anónimo no le engañaba. La curiosidad pugnaba con el temor a estar entrando en un terreno peligroso en el que no iba a encontrar ayuda ni, posiblemente, comprensión. A fin de cuentas, ¿qué le importaba a la gente la muerte de un asesino, de un terrorista que había rematado a un concejal en el suelo y desventrado una furgoneta de la Guardia Civil llena de agentes? La inseguridad le hizo dudar.

Pasó la tarde incómodo. Volver con la historia al redactor jefe y al director no le iba a servir de nada. No tenía pruebas ni papeles, solo su intuición y una única duda por resolver: ¿por qué los mataron?, ¿fue una reacción incontrolada?, ¿un accidente? Cortó la crónica del corresponsal en Roma, demasiado larga para dos columnas, y redactó varias noticias cortas de teletipo sobre hechos intrascendentes. Relleno para los huecos que dejaba libre la publicidad.

A las diez recogió sus cosas y se marchó a casa. Marta, su mujer, ya estaba en la cama cuando llegó. Se levantaba a las seis de la mañana para evitar los atascos y llegar a tiempo al trabajo en las afueras de Madrid. En la mesa de la cocina le esperaba un pedazo de tortilla de patatas y dos pimientos fritos listos para calentar en el microondas. ¡Vaya mierda de horarios y de vida! Sonó la señal del microondas que avisaba de que había transcurrido un minuto. La tortilla le supo a gloria. Necesitaba despejar la cabeza antes de meterse a la cama si no quería pasarse una hora dando vueltas. Solía ver la tele, pero hoy cogió un yogur de la nevera y se encerró en su despacho. Solo su interlocutor anónimo podía resolverle la duda, la única duda que le quedaba por despejar.

Tecleó con la esperanza de que siguiera consultando su correo pese a que le había advertido de que ya no podía ayudarle más. Esperó la respuesta media hora sin éxito. Probablemente no estaba conectado. Recorrió el pasillo a oscuras camino del salón y encendió la televisión. Zapeó por varios canales en busca de algo de interés. Un par de tertulias en las que los presentes se increpaban unos a otros. Se quedó enganchado a una de ellas, donde varios directores de medios y reconocidos columnistas debatían sobre el mercado persa en que se convertía el Parlamento cuando llegaba el momento de buscar apoyos para aprobar los Presupuestos Generales del Estado. Los más acalorados alzaban la voz o recurrían a la descalificación como argumento. Siempre pensó que formaba parte del espectáculo en que se había convertido la profesión. Cuanto más polémico y más vehemente, más posibilidades de encontrar acomodo en aquellos programas bien remunerados. Qué misteriosa atracción ejercía la caja tonta, capaz de robarte la atención con algo que no te interesaba en absoluto.

Cambió de canal en busca de una película que por la hora habría comenzado haría cerca de cincuenta minutos. Familia, de Fernando León de Aranoa. La emitían en Versión Española y, aunque ya la había visto en el cine, se enganchó con una historia que le entretendría aun sin el aliciente de la sorpresa. Apagó la televisión con los títulos de crédito.

Volvió al despacho con intención de desconectar el ordenador, abrió de nuevo el correo e hizo clic en «Actualizar». La calma recuperada ante el televisor dio paso a la agitación. Tenía un mensaje de <laverdad58@gmail.com>.

Mataron a Aritz Picaza porque sospechaba que un confidente les había delatado a la Policía. Teníamos controlado el buzón con el que se ponía en contacto con la dirección, y un día antes de la operación interceptamos un mensaje con sus sospechas. No sabía a ciencia cierta de quién se trataba, pero en la nota citaba a Joseba Carrasquedo, nuestro colaborador, y a Eneko Merodio, que no tenía nada que ver y huyó a Francia.

Era en un peligro para la seguridad del confidente, una fuente de información de primer orden que no podíamos arriesgarnos a perder. Entramos en la vivienda a saco. Aritz quedó tendido en el suelo, herido, y un compañero lo remató. Con el arma del terrorista se hizo un disparo contra su chaleco antibalas para simular una agresión y justificar su muerte. El informe sobre la operación que se remitió al ministro y al juzgado dice que cuando le intentaban esposar en el suelo el etarra se revolvió y efectuó un disparo que fue repelido por la persona que tenía sobre él. Ya tiene resuelta su última duda.

Necesita la autopsia. No es una prueba definitiva, pero basta que publique su contenido para que la oposición se lance contra el Gobierno, el asunto se mantenga con vida y el juzgado no archive la causa sin más. Si no, el juez nos llamará a declarar a todos los que participamos en la operación, explicaremos que el terrorista disparó primero cuando intentábamos reducirle y se acabó, porque como comprenderá yo no voy a declarar lo que le he contado a usted. Si la prensa es tan libre como ustedes dicen, aquí tienen un caso para demostrarlo. No vuelva a escribirme, porque ahora mismo voy a dar de baja esta dirección. Cuídese.