Desde hacía semanas el teléfono era la única esperanza de recuperar el contacto con el hijo. Esperaban una llamada y el sonido insistente del ring los sobresaltaba como si fuera una alarma. Carmen corría entonces para descolgarlo por miedo a que se cortara. «Diga», contestaba con aprensión. Voces reconocibles que le preguntaban por Eneko, que con el paso de los días habían dejado de ser un alivio para convertirse en una molestia. La insistencia que tanto le acompañó en las primeras jornadas ahora le irritaba. De sobra sabían que no tenían noticias de él. ¿A qué venían, pues, tantas llamadas?
—Diga.
—¿Es usted Carmen?
—Sí, ¿quién llama?
—Soy Arantza, la madre de Iker.
—La madre de Iker —hizo memoria intentando relacionar aquel nombre con su hijo.
—Mi hijo se marchó a Francia con Aritz.
—Ah, sí, Iker, ahora me acuerdo —el nombre le sonaba, pero no le ponía cara. Estaba segura de que no le conocía. Tal vez Eneko se hubiese referido a él en alguna ocasión, aunque no recordaba el momento ni la situación.
—No quiero molestarla, pero he pensado que tal vez quisiera usted conocer a otras personas en nuestra misma situación con las que poder desahogarse.
—Sí, claro —dijo vacilante, sin saber de hecho a qué se refería.
—Estoy en Etxerat, ¿supongo que sabe usted de qué se trata?
—Bueno, lo que he visto por la televisión.
—No se preocupe —intentó tranquilizarla al percatarse de su desorientación—. A mí tampoco me interesó nunca esta gente, y fíjese que tengo un hermano en la cárcel, y ahora ya ve. Mañana por la tarde tenemos una reunión a la que quería invitarla. Créame que le va a servir de mucha ayuda.
—Sí, sí —dijo sin terminar de comprender lo que quería aquella mujer.
—Es en la calle Arteaga, a las seis de la tarde. ¿La espero entonces?
—Se lo comentaré a mi marido.
—Muy bien. Él también puede venir si quiere.
Dos agur.
La propuesta de su mujer no le agradó, pero no quiso contrariarla. Él sí sabía quiénes eran los de Etxerat. En más de una ocasión se había cruzado con ellos a la puerta del batzoki, cuando salía de tomar unos vinos con los amigos. Les espetaban un «traidores» ante el que preferían callar. No entendía aquel odio indiscriminado hacia cualquier simpatizante del partido por el solo hecho de serlo. Una diana con las siglas del PNV en el centro lucía desde hacía semanas en la fachada. Antes borraban las pintadas, pero desistieron de hacerlo al comprobar que tan pronto como lo hacían, brotaban otras nuevas formando una capa de resentimiento imposible de hacer desaparecer. «Presos a la calle», «fascistas». «Fascistas» era una palabra que le encorajinaba. Ellos sí que eran fascistas.
Carmen arrastró a Ainara con ella. No sabía lo que iba a encontrarse y en esas circunstancias era mejor ir acompañada. Había pasado decenas de veces por la puerta de aquel local sin reparar en él. Entraron como quien cruza una frontera. Las paredes estaban repletas de pancartas y pasquines reivindicativos que reclamaban la vuelta de los presos a casa. Una enorme sábana blanca colgada del techo tenía pintado el rostro de un hombre junto a un enorme «Ongi etorri». Buscaron con la mirada hasta dar con Arantza cuando se dirigía ya hacia ellas con una sonrisa y los brazos abiertos.
—Me alegro de que hayas venido.
—Esta es Ainara, mi hija.
—Kaixo, Ainara.
Arantza la cogió del brazo para que la acompañara hasta el fondo de la sala. En una de las esquinas se apilaban decenas de pancartas con fotos de hombres y mujeres de edad indefinida y gesto serio, solo alguna sonrisa. Se giró y descubrió en la pared que se abría a la calle un enorme grafiti: «Independentzia» pintado en negro sobre fondo rojo y la palabra «Segi», que le resultaba completamente ajena.
—Quiero presentarte a Josune —llamó su atención—. Es la que dirige todo esto.
Se trataba de una mujer en la cincuentena, ni demasiado joven, ni demasiado vieja. ¿«Madura» sería la palabra para definirla? Tenía el pelo corto teñido de un color entre rojo y naranja, ojos negrísimos enmarcados en un rostro castigado por las arrugas. Un aro pequeño le atravesaba la nariz, como un pendiente fuera de sitio. Un aspecto impropio para una mujer de su edad, pensó, y al tiempo esbozó una sonrisa.
—Es Carmen, la madre del Eneko, el amigo de mi chico —Arantza ejerció de anfitriona.
Josune le agarró afectuosa por los hombros y le dio dos besos.
—Supongo que Arantza ya te habrá contado. Aquí tienes tu casa. Gente en la que siempre encontrarás ayuda.
Carmen asentía y Ainara guardaba silencio pegada a su madre.
—El local está abierto todos los días de siete a nueve y por aquí hay siempre alguien, aunque nos reunimos solo los jueves. Cualquier pregunta o duda que tengas la puedes plantear con total confianza. ¿Vale?
—Muchas gracias —respondió Carmen.
Los presentes comenzaron a acomodarse en las sillas de tijera que previamente habían distribuido por el local. Josune se dirigió hacia el fondo y pidió silencio.
—Hoy se incorpora al grupo Carmen —extendió el brazo para señalar el lugar donde se encontraba—. Su hijo ha tenido que exiliarse en Francia para escapar de la represión por el único delito de luchar por Euskal Herria.
Carmen respondió con ligeros movimientos de cabeza a las miradas de acogida. Una chica joven se volvió hacia ella desde la silla situada justo delante de la suya. «Yo soy Jone», le dijo. Tenía los ojos vivarachos, la sonrisa amplia, el pelo azabache, corto, y la frente descubierta por un flequillo recortado en semicírculo. Aparentaba unos años más que su Ainara.
La reunión fue una especie de catarsis colectiva en la que se mezclaban los dramas personales y las reivindicaciones políticas. Difícil discernir unos de otras. Hablaron también de María, que había dejado de acudir a las reuniones desde que su hijo fue expulsado del Colectivo de Presos Políticos por no someterse a la disciplina del grupo. Durante cinco años había formado parte de aquella familia que ahora la repudiaba. La guerra no entiende de flaquezas.
—Este fin de semana tenemos dos monovolúmenes que irán a Galicia —Josune ponía el epílogo a la asamblea—. El autocar a Puerto saldrá a primera hora de la mañana del sábado e irá dejando a las familias, que recogerá el domingo por la tarde. Los conductores son Aitor y Manu, a los que tenéis que comunicar cualquier incidencia, por ejemplo, que decidáis volver por vuestra cuenta. Si alguien no tiene el número de sus móviles, que me los pida antes de marcharse.
Regresaron a casa despacio.
—Ya estamos aquí —intentó que su voz le sonara animosa a su marido.
—¿Qué? ¿Cómo ha ido? —acompañó la pregunta con un gesto de la cabeza.
—No sé; si quieres que te diga la verdad, no sé.
—Carmen, no tenemos nada que ver con esa gente que justifica la violencia.
—Tal vez solo justifican a sus hijos.
Las palabras de su mujer le alcanzaron como una bofetada. Calló.