La salvación de las especies
Seguimos teniendo noticias sobre los esfuerzos por encontrar ejemplares vivos de especies en vías de extinción y salvar a las que están en peligro. Este deseo de preservar la diversidad de la vida representa una observación que honra los instintos civilizados de al menos algunos seres humanos.
No siempre ha sido así. Los pueblos de la Edad de Piedra son responsables, al menos en parte, de la desaparición de los impresionantes mamuts y otros grandes mamíferos de la época. En los tiempos actuales hemos vivido la destrucción despreocupada, o incluso desenfrenada, de formas de vida fascinantes, por seres humanos o por gatos y perros. El dido, una gran paloma no voladora de isla Mauricio, fue aniquilada, al igual que la gran alca de los mares septentrionales, la versión ártica del pingüino. La vaca marina Steller, el mayor de todos los sirénidos, fue avasallada de forma despreocupada al igual que las palomas migratorias de América del Norte que, en otros tiempos, surcaban los aires en bandadas de miles de millones. Los grandes rebaños de bisontes del oeste americano fueron destruidos implacablemente, en parte para derrotar a las tribus indias que dependían de ellos para su sustento, y llevados al borde de la extinción antes de que se tomaran medidas para salvar a los supervivientes.
Los tiempos han cambiado. La gente trabaja sin descanso para salvar a las especies en peligro, como la grulla gigante o el cóndor de California. A veces, estas especies sólo se pueden salvar capturándolas y aislándolas en zoológicos donde están a salvo de la depredación. La eclosión de un huevo de cóndor en un zoológico suele ser objeto de titulares en la prensa, por ejemplo.
En Tasmania, la isla situada en la costa sudeste de Australia, existió en otro tiempo un mamífero carnívoro parecido al perro, aunque no tenía nada que ver con la especie. Era un mamífero con saco ventral, un marsupial, más relacionado con el canguro o el koala. Sus patas traseras eran rayadas y por eso se le conocía como el «tigre de Tasmania» aunque su nombre científico era Thylacine. Fue aniquilado después de que los europeos llegaran a la isla, porque se alimentaba de ovejas. El último Thylacine murió en un zoológico de Hobart, la capital de Tasmania, en 1936. Desde entonces, no se ha visto ninguno vivo, aunque hay informes ocasionales de observaciones fugitivas de estas criaturas en las partes más salvajes de la isla, y los científicos tratan de seguir las huellas de este animal tan evasivo con ayuda de ordenadores programados a fin de descubrir los puntos más aptos según las necesidades de vida de estos animales. Si se encuentra alguno, se tomarán todas las medidas posibles para prohibir el acceso de la gente a la zona y, si es posible, se llevarán al zoológico algunos especímenes, machos y hembras, donde podrían reproducirse. (Muchos animales no se reproducen en cautividad. Parece que se requieren determinados estímulos que actúan sólo en la vida salvaje).
En las selvas de Madagascar vivía la mayor de todas las aves, el Aepyornis (o «ave elefante»), que llegaba a pesar una tonelada, ponía los huevos más grandes que se conocen, sirvió de modelo para el «rocho» de Las mil y una noches y fue condenado a la extinción incluso antes de que llegaran los europeos. Su leyenda eclipsó a un animal de Madagascar mucho más pequeño del que también se pensaba que se había extinguido, pero que ha sido descubierto recientemente por Bernhard Meier, de la Universidad del Ruhr. Descubrió el «lémur ratón», un animal que no se había visto desde que una de sus pieles cayera en manos de los científicos en 1964.
Un lémur es un primate primitivo, la clase de animales a la que pertenecen los seres humanos. Este lémur enano es el primate más pequeño que se conoce, con un cuerpo de sólo 13 centímetros de largo, sin tener en cuenta la cola, y que pesa alrededor de cien gramos. Probablemente es el ejemplo viviente más próximo al tipo de primates que existían cuando los dinosaurios desaparecieron. No hay duda de que se hará todo lo posible por preservar su existencia.
En Nueva Zelanda vivió en otros tiempos el moa gigante, el ave más alta que nunca haya existido, aunque era más ligero que el Aepyornis. Algunos moas medían hasta 12,5 metros, pero fueron abocados a la extinción por los maoríes antes de que llegaran los europeos.
En Nueva Zelanda vive también el kakapú, un loro nocturno, grande y no volador, en otros tiempos abundantes en toda la isla y ahora al borde de la extinción. Esta ave pone huevos una vez cada cuatro años y sólo cuando hay suficientes alimentos, así que es difícil lograr que sobreviva. Únicamente quedan 43 ejemplares, 14 de ellos hembras. Hace algunos años, 22 kakapúes fueron trasladados a una pequeña isla a poca distancia de la costa en la que no había gatos ni cualquier otro depredador.
Se llevaron alimentos extra para que las aves, lo bastante gordas y a gusto, pudieran reproducirse. Cuando un kakapú ponga un huevo, la noticia será titular de periódico.