Capítulo 5
«Las personas dejan su país de origen y se van al extranjero por una de las siguientes causas generales: enfermedad del cuerpo, estupidez de la mente o necesidad imperiosa».
Stearne,
Un viaje sentimental por Francia e Italia.
Ya era cerca de medianoche cuando Edward se encontró de frente con el ama de llaves de la casa. Afortunadamente, todavía estaba vestida y atenta, pues la fiesta había terminado hacía poco. Él llevaba en brazos a la joven, que aún estaba inconsciente debido al láudano. Resultaba irónico que una persona tan ligera pudiera resultar una carga tan pesada para su mente. Para su futuro.
—Esta muchacha resultó herida en el pueblo —empezó—. Fue atacada por un sospechoso de caza furtiva.
—¿En el pueblo? —repitió la señora Hinkley con los ojos muy abiertos.
Dudó un momento, recordando el comentario de Tugwell, y no mencionó el arresto de la muchacha.
—Sí. No estoy al tanto de todos los detalles, porque su lesión, que puede deducir por los moratones en la garganta, parece que no le permite hablar.
—¡Santo cielo! —Abrió la puerta de su pequeño salón y le indicó que dejara a la muchacha en el sofá.
—Su agresor está en el calabozo, señora Hinkley. No hay ningún motivo de alarma.
—¿Quiere que envíe a Ross a buscar al doctor Sutton?
—Sutton ya la ha atendido en la posada. De hecho, la hemos traído aquí en su carro.
Se dio cuenta de que el ama de llaves intentaba atar cabos a partir de las informaciones inconexas que le estaba facilitando. Sin duda, no terminaba de entender por qué razón habían llevado a la joven a Brightwell Court.
—¿Y usted cree que yo… tengo que…?
—Quiero cerciorarme de que se recupera. Me siento responsable en cierto modo, ya que resultó herida en nuestro pueblo. Debido a que soy el nuevo magistrado, ya sabe.
De nuevo casi sintió cómo se movían los mecanismos del cerebro del ama de llaves. Podía adivinar sus pensamientos. ¿No sería más propio acogerla en la vicaría? ¿O en la consulta del doctor Sutton? ¿O incluso en el asilo? Pero la mujer no había logrado su puesto en esa casa a base de contradecir las decisiones de sus amos, precisamente.
—¿Le parece que cuide de ella aquí en mi salón, milord? La niñera se recuperó aquí de su torcedura de tobillo.
—Excelente idea. El doctor Sutton la visitará mañana, pero no cree que sus lesiones sean muy severas. Mientras tanto, no considero necesario informar a lord ni a lady Brightwell. No quiero que su partida de mañana se vea afectada de ningún modo.
—Entiendo, milord. Como desee.
Tras un sueño intranquilo, Edward se despidió de su padre algo forzadamente y abrazó a su madre con ternura mientras se preparaban para salir de viaje. Una vez que el coche de caballos se alejó por el camino, se dirigió directamente al salón del ama de llaves. Estaba dispuesto a averiguar lo que había oído la muchacha y si se había dado cuenta de su trascendencia. Ni él mismo había sido capaz de evaluar las potenciales consecuencias. Apenas había dormido pensando en lo que podría ocurrir si ella estuviera en condiciones de vender la información al mejor postor o si simplemente la dejara caer estando con otras personas: se extendería como un fuego sin control por todo el condado y llegaría a las salas de baile y a los clubes londinenses, a los Harrington y a los parientes de los Bradley. Lo perdería todo, desde la reputación hasta la herencia y, por supuesto, el título y su propio hogar.
Un paso en falso de la muchacha acabaría con su vida, al menos tal como era y había sido hasta entonces.
La señora Hinkley lo recibió en la puerta con una señal de asentimiento. Lo dejó pasar y cerró discretamente la puerta tras su entrada. La joven estaba medio reclinada en el canapé, y tenía alrededor del cuello una cataplasma de olor bastante repugnante. Ni sabía ni le interesaba saber si aquello era resultado de la intervención de la señora Hinkley o del doctor Sutton. Llevaba el mismo vestido de color azul claro que no la identificaba ni como una muchacha ligera de cascos ni como a una dama de la alta sociedad. Un aparatoso rasguño le cruzaba una de las mejillas. Aún estaba algo pálida, pero no tan cenicienta como la noche anterior. Llevaba el cabello oscuro bien recogido sobre la espalda. Sus ojos azules la observaban sin traslucir emoción alguna tras unas pestañas pobladas y muy negras. Se agarró las manos y se las soltó casi de inmediato, y después extendió una de ellas, al parecer indicándole que podía sentarse, como si estuviera en su propia sala de estar.
—¿Haría el favor de disculparnos, señora Hinkley?
La madura ama de llaves dudó por un momento y apretó los labios de forma desaprobadora, pero salió por la puerta inmediatamente.
Nada más quedarse solos, él fue directamente al grano.
—Ahora que está algo recuperada, debo hacerle varias preguntas.
Reaccionó con un gesto casi inapreciable de duda, pero de inmediato asintió, mostrando su aquiescencia.
—¿Ha recobrado la capacidad de hablar?
Volvió a dudar, y después separó sus pequeños labios. De su garganta surgió un sonido ronco y los ojos se le llenaron de lágrimas casi de inmediato. Se tocó con suavidad el cuello vendado y negó con la cabeza con expresión de disculpa.
«¡Qué oportuno!», pensó él de forma poco caritativa.
—Bien. Entonces le haré preguntas muy directas, para que asienta o niegue con la cabeza, ¿le parece bien?
Asintió de inmediato, y él, tras un profundo suspiro, comenzó el peculiar interrogatorio.
—¿Era su intención espiarnos ayer por la noche?
Negó rápidamente con la cabeza.
«¡Claro! ¿Qué iba a decir? ¿Que sí?».
—¿Nos oyó a mi padre y a mí hablando en el porche?
Sus pálidas mejillas se arrebolaron, al parecer de vergüenza, y dirigió la mirada hacia las manos antes de asentir.
—¿Lo oyó usted… todo? —preguntó, mientras el corazón se le desbocaba.
Sin mirarlo a los ojos, volvió a asentir.
Le ardía el estómago. ¡Estaba acabado!
—¿Estaba usted aquí por encargo de alguien? —preguntó, empezando a caminar a su alrededor—. ¿La envió alguien?
La muchacha negó con la cabeza con el vigor que le permitía su condición física.
—¿Un abogado de Sebastián? ¿El almirante Harrington? —Se inclinó sobre ella y la miró muy de cerca, intentando adivinar si mentía o no. Al ver que se encogía, se apartó con rapidez, procurando controlar las emociones. Nunca se había comportado con nadie de una forma tan desagradable.
—¿De dónde viene…? Quiero decir, ¿vive usted cerca de aquí o…? —Se mesó los cabellos de puros nervios—. ¡Maldita sea, es para volverse loco!
Ella gesticuló como si escribiera.
—¿Sabe usted escribir?
Asintió, y además tuvo el atrevimiento de poner los ojos en blanco ante su escepticismo.
Se acercó al pequeño escritorio del salón del ama de llaves y tomó una hoja de papel, una pluma y un tintero. Lo colocó todo en la mesa baja que estaba frente al canapé y esperó impaciente mientras ella abría el tintero para mojar la pluma. Cuando hubo terminado lo miró expectante, como una alumna ansiosa de seguir las órdenes de su maestro.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
Mojó la pluma pero dudó un momento. Se mordió el labio y finalmente escribió: «Señorita Olivia Keene».
—¿Es ese su verdadero nombre? —preguntó él entonces con tono de sospecha.
Se limitó a asentir, pero evitando mirarlo a los ojos.
—¿Y de dónde es usted, señorita Olivia Keene?
Se produjo una nueva vacilación, y después volvió a escribir: «De las cercanías de Cheltenham».
Estaba claro; sus respuestas eran vagas a propósito. ¿Pero por qué? Conocía bien Cheltenham, pues un viejo amigo del colegio se había trasladado a la zona hacía poco. Allí no tenía enemigos. ¿Eso significaba algo?
—¿Qué edad tiene? —preguntó.
«Veinticuatro».
La misma edad que él. Le sorprendió, pues parecía bastante más joven.
—¿Qué le ha traído a nuestro distrito?
«Busco un puesto de trabajo».
—Eso me dijo nuestro vicario. Un buen hombre. Siempre piensa lo mejor de todo el mundo. Y a veces paga un precio por ello. ¿Por qué se acercó a Brightwell Court?
¡Otra vez esa duda, como si calculara cuál debía ser la mejor respuesta, o la más adecuada a sus expectativas! Finalmente escribió.
«La señorita Ludlow me habló de la fiesta y me acerqué simplemente a echar un vistazo al lugar».
—¿Y a escuchar a escondidas?
Negó con la cabeza.
«Eso no fue premeditado. Cometí un error. Lo siento mucho».
—Tiene por qué —murmuró—. ¿Conocía la existencia de Brightwell antes de que se la mencionara la siempre servicial señorita Ludlow?
Asintió, y le pareció que con cierta vergüenza.
—¿Dónde había oído hablar de la casa?
Agarró un pañuelo que estaba plegado junto a ella en el canapé y sacó de él un amarillento recorte de periódico. Se lo entregó.
Lo leyó con escepticismo, y le llevó unos cuantos segundos poner en su sitio la información. ¿Qué significaba aquello?
—¿De dónde lo ha sacado?
«Lo encontré en el bolso de mi madre».
—¿En serio? ¡Qué cosa tan extraordinaria! ¿Y por qué iba su madre a tener esto en su bolso?
«No lo sé».
—No me mienta.
Negó con la cabeza y se encogió de hombros.
—¿De veras quiere hacerme creer que vino hasta aquí sin ningún otro motivo? ¿Estando en posesión de un papel en el que figuran los nombres de Brightwell y Bradley?
«No hay ningún otro motivo, milord».
Ahora le tocó dudar a él. Le sorprendió que se dirigiera a él de esa forma. También le sorprendía que escribiera con tanta seguridad y tan pulcramente, aunque por supuesto no verbalizó el cumplido.
Incluso en el caso de que solo pudiera acusarla de escuchar subrepticiamente, ¿qué podía hacer con ella? ¿Dejarla marchar? ¿Arrancarle un juramento de silencio? ¿Sobornarla?
Se inclinó sobre el papel y volvió a escribir. Al hacerlo, le cayeron dos hilos de cabello sobre la cara. Cuando volvió a mirarla, con los dos rizos enmarcando su pálido rostro, la reconoció: era la muchacha de la partida de caza. Hasta ese momento había querido creerla, es decir, creer el hecho de que había pasado a la hacienda sin otras intenciones que curiosear un poco… ¿Pero interrumpir la partida de caza y después aparecer por la puerta trasera? ¿Y el papel con los nombres en su poder, Brightwell y Bradley? Eran demasiadas coincidencias. Dejó de mirarla y fijó los ojos en lo último que había escrito. Unas palabras que hirieron su orgullo.
«No debe temer nada de mí».
—¿Temer algo de usted? Pronto averiguará, señorita Keene, que es a usted a quien le convendría temerme a mí. Como magistrado en funciones, tengo la capacidad de encerrarla en prisión, o incluso algo peor. ¿Me he explicado con claridad?
La muchacha asintió, pero no pareció tan asustada como hubiera deseado.
Cuando el ama de llaves llamó y entró un poco dubitativamente en su salón, Edward se irguió para hablar.
—Bueno, señora Hinkley, parece que la señorita Keene no buscaba otra cosa que un puesto a prueba en Brightwell Court. Durante tres meses. ¿Es así, señorita Keene?
Otra vez esa molesta vacilación. ¿Acaso pensaba esa muchacha que tenía alguna alternativa? La fulminó con la mirada, y se dio cuenta de que tras aquellos brillantes ojos azules bullían los pensamientos. Lo que daría por que los transcribiera para él.
Finalmente, asintió. Casi sumisamente, pensó.
—¿Qué podría ser adecuado para ella? —preguntó el ama de llaves, dejando claro que la idea le parecía poco conveniente.
—¿Vaciar las bacinillas de las habitaciones? —propuso Edward con pretendida amabilidad—. O quizá hacer la colada. —Le gustaba la idea de asignar la colada a la señorita Keene. Así se pasaría el tiempo en la lavandería y se limitaría el contacto con los demás criados. Con la familia ni se tropezaría siquiera.
La señorita Keene lo miró, entrecerrando los ojos.
—Observe sus manos, milord. En su vida ha estado en una lavandería, se lo aseguro.
—Bueno, nunca es demasiado tarde para aprender, ¿no es cierto?
La señora Hinkley se frotó la barbilla, pensativa.
—Tras la marcha de la señora Dowdle y con Becky todavía renqueante del tobillo, creo que convendría que ayudara en la guardería. Necesitamos una ayudante de niñera. Una de las sirvientas está echando una mano, pero a regañadientes y sin hacerlo bien.
—¿Y cuáles son las obligaciones de una ayudante de niñera, señora Hinkley? —dijo, dirigiéndose al ama de llaves, pero con los ojos clavados en la señorita Keene.
—Pues bañar y vestir a los niños, llevar las bandejas del desayuno y de la cena y atender a los mayores si hace falta. La niñera Peale está al cargo del más pequeño, por supuesto.
La idea de confinar a la señorita Keene a la guardería tampoco le pareció del todo mal. Arriba, en el piso alto, comiendo y durmiendo lejos del resto de los criados a excepción de otra niñera y de la anciana señora Peale, que lo había atendido a él y cuya lealtad estaba fuera de toda duda. ¿Y qué pasaría con Judith? Nunca manifestada su opinión abiertamente, iba a la guardería con menos frecuencia de la que debiera, y no era de las que buscaba confidencias con la servidumbre.
¿Podía confiar en que el comportamiento de la señorita Keene con los niños sería adecuado? Probablemente sí. Hablaría con la niñera Peale y le pediría que estuviera muy al tanto de la muchacha nueva.
Y cuando se cruzara con otros criados no era probable que tuviera a mano papel, pluma y tintero, ¿no? Sí, la guardería parecía un magnífico destino.
—Pues en eso quedamos, señora Hinkley: niñera ayudante —se volvió hacia la muchacha—. No debe abandonar el edificio sin mi permiso expreso. Y tampoco envíe cartas por correo sin mi consentimiento. Espero haberme explicado con claridad.
Abrió la boca como si fuera a replicar o a protestar, pero la cerró de inmediato y asintió.
Bien. Hasta que recuperara el habla él estaría a salvo. Así tendría algo de tiempo para averiguar si podía fiarse de esa recién llegada tan silenciosa y reservada.