Capítulo 26

«Deprimida y triste, me resigné a continuar con mi rutina de enseñanza. ¿Dónde quedaban las ilusiones románticas y el orgullo que sentí al aceptar el puesto de institutriz…?».

Anna Leonowens,

Una institutriz inglesa en la corte de Siam.

Durante toda la noche, las palabras de la señorita Keene resonaron una y otra vez en la mente de Edward. «¿Qué otra cosa tiene usted que hacer excepto disfrutar?».

La pregunta le molestaba bastante más de lo que debería.

Edward se miró al espejo que había encima de su palangana. Era como si sus ojos le devolvieran la mirada a la luz de la vela y se fijaran en el pelo claro, que adquiría algo más de color en los rizos laterales, y en la incipiente barba dorada que poblaba sus mejillas. Los ojos azul claro habituales en la familia Bradley que suponía eran un regalo irónico del destino. La nariz, con un ángulo no demasiado pronunciado en el extremo, un «regalito» de Félix cuando eran pequeños y su primo lo embistió directamente con un trineo. Cuando ocurrió, la nieve se puso roja como un helado de cerezas.

Edward siempre había pensado que sus rasgos los había heredado de su padre. Incluso mucha gente comentaba su parecido con lord Brightwell, al menos en su aspecto físico, no tanto en su forma de ser o en su temperamento. Su padre siempre había sido una persona optimista, un hombre agradable que no exigía la perfección, ni a los demás ni tampoco a sí mismo. Disfrutaba cuando estaba en compañía, sonreía mucho y le caía bien a todo el mundo.

Sin embargo, Edward no era muy proclive a repartir sonrisas. Su expresión habitual era de intensidad, lo sabía bien, y parecía siempre a punto de mostrar fastidio o desaprobación. No sabía por qué. Y la señorita Keene había comentado con ligereza que qué otra cosa tenía que hacer excepto disfrutar de la vida. Al menos hasta hacía pocos meses nunca había tenido razones para no sonreír, pues todo iba bien y no había nubarrones que amenazaran su existencia ni su futuro. Y, sin embargo, no lo hacía. Era como si esperara que en cualquier momento terminara el cuento de hadas, que alguien o algo lo destruyera todo y terminara con esa gran ilusión. Pero no, no podía relacionar las revelaciones recientes con un carácter que se había forjado durante veinticuatro años en los que nadie había hecho la menor mención a que no era realmente hijo de su padre. Ni de su madre.

Su madre lo sabía también, por supuesto, y Edward se preguntaba ahora si el conocimiento de su baja cuna no habría afectado de alguna forma a su percepción, sospechando que su comportamiento o sus capacidades no eran las que deberían ser. A veces se había mostrado crítica por su «dificultad con el latín y su escaso oído para el italiano». También comentaba que su risa «la sacaba de quicio», o que sus modales en la mesa eran «deplorables». ¿Pero no era normal que todas las madres tuvieran quejas semejantes respecto a sus hijos varones, tal como eran los niños hasta llegar a cierta edad? No obstante, él sabía que, a su manera, lo había querido. Y él a ella. Los ojos se le llenaron de lágrimas al pensarlo. Siempre la echaría de menos.

Quizá se pareciera más a su madre en el temperamento. Más crítica con los demás y siempre insatisfecha de sí misma. Después de todo, él había pasado bastante más tiempo con ella que con su padre, ocupado en el parlamento la mayor parte del año.

El parlamento. Desde pequeño sabía que algún día iba a ocupar el puesto de su padre. Pensaba que se le daría bien elaborar leyes, aunque solía pensar que las cosas eran blancas o negras, sin apenas matices. Buenas o malas. Una persona decente o no. Educada o maleducada. Señor o sirviente. Pero ahora… ¿Qué clase de persona era él?

Si su secreto se hiciera público, ¿qué ocurriría con su carrera parlamentaria, su matrimonio con la señorita Harrington, su futuro como conde? Ahora todo estaba en peligro. Y si mañana todo eso desaparecía… ¿entonces qué? ¿Qué haría con su vida?

Cenefa

Olivia estaba sentada junto a la mesa de la biblioteca la mañana del domingo jugando al ajedrez con lord Brightwell. El sol invernal entraba por la ventana de la habitación a cuyo través vio por vez primera al conde y a su esposa. Flotaban motas de polvo a la luz de los rayos de sol, que iluminaba las magníficas piezas del ajedrez y el tablero que reposaba sobre la mesa de palisandro. El conde parecía preocupado, aunque no sabía si era porque reflexionaba sobre su próximo movimiento o por una razón distinta.

Empezó a hablar al tiempo que movía la reina.

—Olivia, tengo que decirle algo de su madre.

—¿Tiene noticias de mi madre? —dijo, dejando caer la pieza que tenía en la mano.

—Sí —asintió con gravedad—. Envié a un hombre en su busca cuando cayó usted enferma. Pensé que ella debía conocer su situación.

—¿En su busca?

—Había sido usted muy poco concreta respecto a su lugar de origen, acuérdese. Dijo algo así como «cerca de Cheltenham».

Olivia enrojeció.

—Tengo que decirle que no logró encontrarla. Cuando finalmente nos dijo usted su pueblo de origen al referirse a la escuela en la que trabajaba, envié de nuevo a Talbot a caballo. Con las carreteras tal como están en invierno, nunca habría podido llegar en carruaje. Incluso así le costó lograrlo. En Withington buscó al oficial de policía, que lo dirigió a casa de Simón y Dorothea Keene.

—La casita con la puerta verde —confirmó ella—, junto a la de los zapateros y al lado del cementerio de la iglesia.

—Sin ir más lejos —dijo él en voz baja.

Olivia iba a decir que Talbot podría no haberla encontrado. Después de todo era una casa pequeña. Pero algo en la mirada de lord Brightwell hizo que se mordiera la lengua.

—Encontró la casa, pero no había nadie en ella.

Olivia tragó saliva. Su mente trabajaba a toda máquina.

—Puede que mi padre… estuviera trabajando, y que mi madre hubiera salido…

—Querida, no es que no hubiera nadie en ese momento. Lo que quiero decir es que allí no había vivido nadie durante cierto tiempo. El lugar estaba desierto. Lo confirmó un vecino.

Olivia se encogió. ¿Sería como ella pensaba, que su padre había muerto y su madre había desaparecido? Pero si su madre se hubiera marchado, ¿por qué no había ido a la escuela de St. Aldwyns, donde a su vez la habrían encaminado a Brightwell Court? O también podría haberle preguntado a la señorita Cresswell, que la habría dirigido directamente aquí.

Lord Brightwell acercó su silla a la de ella y le tomó ambas manos.

—Talbot habló con varios vecinos. Aunque nadie lo sabe a ciencia cierta, se rumorea que Simón Keene ha huido del pueblo para evitar ser arrestado, y que su madre…

«Padre está vivo. No lo maté». Su cerebro apenas tuvo tiempo para registrar el alivio que le producía ese hecho, pues una nueva preocupación lo llenó por completo.

—¿Sí? —preguntó con urgencia.

—Hay una nueva tumba en el cementerio de la iglesia, Olivia. Siento enormemente tener que informarle de que se cree que Dorothea Keene ha muerto.

Olivia lo miraba sin verlo. Sentía como si el corazón hubiera estallado dentro de su pecho, y el dolor la arrasó. ¿Acaso su padre se había salvado solo para, finalmente, acabar con la vida de su madre?

—El oficial de policía ni confirma ni desmiente nada. Le dijo a Talbot que, si quería saber quién estaba enterrado en la tumba del cementerio, debía preguntarle al guarda de la iglesia. Y ese hombre hizo referencia a la comadrona local. Una mujer, la señorita…

—Atkins, la señorita Atkins.

—Eso es. Pero apenas pudo contarle nada a Talbot. Parecía sospechar mucho de él, y dijo que no tenía ninguna obligación de contarle nada a un extraño. Cuando Talbot le preguntó si sabía dónde estaba Dorothea Keene, su única respuesta fue esta: «Ella no va a volver».

—No lo entiendo —dijo Olivia con voz temblorosa—. Tiene que haber algún error. La señorita Atkins me lo contaría todo. Sé que lo haría. —Se puso de pie inmediatamente—. Tengo que volver a casa.

—Querida, las carreteras están intransitables después de las últimas nevadas —dijo el conde con expresión profundamente contrita—. Tiene que esperar al deshielo.

—En cuanto haya ocasión, entonces —dijo mordiéndose el labio y tragándose las lágrimas. Caminó rápidamente hacia la puerta, y finalmente hizo un esfuerzo para volverse—. Gracias por informarme, milord —añadió inexpresivamente.

Cenefa

Edward encontró a la señorita Keene poco después sentada sobre el tronco caído junto al río llorando con las manos en la cara. Sacudió la nieve del tronco y se sentó a su lado.

—¿Le ha enviado lord Brightwell a buscarme? —preguntó ella, mirándolo con los ojos muy rojos y anegados en lágrimas—. Siento haberle molestado.

—No me ha enviado nadie, señorita Keene —dijo Edward amablemente—. Pero está preocupado por usted. Y yo también.

—Se lo agradezco, pero enseguida me recobraré —afirmó respirando hondo.

—Eso es. Pero apenas pudo contarle nada a Talbot. Parecía sospechar mucho de él, y dijo que no tenía ninguna obligación de contarle nada a un extraño. Cuando Talbot le preguntó si sabía dónde estaba Dorothea Keene, su única respuesta fue esta: «Ella no va a volver».

—No lo entiendo —dijo Olivia con voz temblorosa—. Tiene que haber algún error. La señorita Atkins me lo contaría todo. Sé que lo haría. —Se puso de pie inmediatamente—. Tengo que volver a casa.

—Querida, las carreteras están intransitables después de las últimas nevadas —dijo el conde con expresión profundamente contrita—. Tiene que esperar al deshielo.

—En cuanto haya ocasión, entonces —dijo mordiéndose el labio y tragándose las lágrimas. Caminó rápidamente hacia la puerta, y finalmente hizo un esfuerzo para volverse—. Gracias por informarme, milord —añadió inexpresivamente.

Cenefa

Edward encontró a la señorita Keene poco después sentada sobre el tronco caído junto al río llorando con las manos en la cara. Sacudió la nieve del tronco y se sentó a su lado.

—¿Le ha enviado lord Brightwell a buscarme? —preguntó ella, mirándolo con los ojos muy rojos y anegados en lágrimas—. Siento haberle molestado.

—No me ha enviado nadie, señorita Keene —dijo Edward amablemente—. Pero está preocupado por usted. Y yo también.

—Se lo agradezco, pero enseguida me recobraré —afirmó respirando hondo.

—Bien. Pero me gustaría quedarme con usted, si me lo permite —dijo él, mirándola más de cerca.

—¿Se han visto más perros salvajes?

—No.

Ella asintió mientras las lágrimas recorrían sus mejillas. Edward deseaba con todas sus fuerzas acariciarle la cara y quitarle las lágrimas del rostro, pero se volvió a mirar el río.

—Lord Brightwell me ha descrito brevemente lo que ha averiguado Talbot —le informó— y los rumores acerca de que su padre podría estar involucrado en la desaparición de su madre. De ser así, no sabe lo que lamento haberlo defendido en cierto modo en aquella conversación que tuvimos patinando —Edward dudó—. ¿Piensa usted que eso… podría ser posible?

—Hace un año no lo hubiera creído, de ninguna manera —respondió, y tomó aire—. Pero ahora… sí, supongo que es posible, aunque no sabe lo que deseo estar equivocada.

Le levantó la mano, fría, y la colocó sobre su palma. Ella no se había puesto guantes. Dado que no reaccionó negativamente ni se puso tensa, empezó a acariciarle los nudillos con la mano libre.

—Lo sé —murmuró—, lo sé.

—Sí —musitó ella—, debe de saberlo. Usted ha perdido dos madres.

—Sí, es cierto. —Por primera vez, se permitió reconocer y asumir esa verdad.

Permanecieron sentados en silencio durante un buen rato.

—Siento haberla obligado a permanecer aquí —dijo dubitativamente—. Haber impedido que regresara a casa.

—En ningún caso habría vuelto —dijo negando con la cabeza—. Y ahora… si lo que le han dicho a Talbot resulta ser cierto… no hay nada que me empuje a volver allí.

No supo cómo responder a eso. Se limitó a mantener su mano entre las de él. Al cabo de un momento, ella volvió a hablar.

—Una vez el señor Tugwell me dijo que rezaba para que Dios pusiera las cosas en su sitio para siempre. Pero en estos momentos no veo el modo de que lo logre.

«Yo tampoco», pensó Edward, pero no osó decirlo.