Capítulo 24
«Una institutriz debe tener el suficiente sentido común como para no inmiscuirse en los asuntos domésticos. Y, naturalmente, no debe desarrollar vínculos de familiaridad con otros miembros del servicio».
Samuel y Sarah Adams,
El buen sirviente.
Antes de que Olivia tuviera la oportunidad de escribir una carta a la señorita Cresswell recibió una que Becky le llevó arriba a instancias del señor Hodges. Al parecer, lord Bradley no tenía intención de relevarla de su reciente posición como institutriz. Recogió la carta, y Olivia reconoció al instante la caligrafía de la señorita Cresswell, clara y adornada. Se disculpó ante los niños para leer la carta en privado inmediatamente.
Querida Olivia:
Tuve el placer de escribir una nota de referencia para la señora Judith Howe en la que describí que tus características y condiciones son absolutamente adecuadas como para ejercer el puesto de institutriz a la perfección. Espero que haya servido para que consigas el puesto y que ello redunde en un beneficio mutuo para ti y para tus alumnos. Confieso que me sentí aliviada al tener noticias tuyas, dada tu repentina desaparición. También deploro no poder tener contacto contigo. ¿Sabes…
En ese punto había una palabra, que le parecía que era «dónde», tachada, lo cual resultaba bastante peculiar, por inusual, en los escritos de la señorita Cresswell, generalmente muy exactos. La frase continuaba tras la tachadura:
… cuándo podrás visitarnos?
«¡Qué cosa más extraña!», pensó Olivia.
Era absolutamente correcta y amable, pero sin la más mínima referencia al destino de su padre, ni a su madre, y eso que ambas eran muy amigas desde hacía muchísimo tiempo. ¿Acaso Lydia Cresswell no había reaccionado a la partida de su madre? ¿O es que no se había marchado? Si su madre permaneciera en casa, seguro que la señorita habría hecho mención a ella, a su reacción frente a la solicitud de referencias para un puesto. Su madre habría tenido información sobre sus andanzas por esta vía. ¿Cuándo vendría?
En todo caso, a Olivia le alegró que la carta no incluyera la más mínima censura o condolencia. Si hubiera pasado lo peor, no le cabía la menor duda de que la señorita Cresswell no habría escrito una carta tan breve y tan cortés.
Olivia empezó las lecciones de la tarde utilizando la obra de Mangnall Preguntas generales y de historia para la educación de los jóvenes. La señorita Cresswell utilizaba muy habitualmente ese texto en sus clases, y a Olivia le alegró mucho encontrar una copia en la biblioteca del aula.
—Bueno, Andrew, lo normal es que no sepas todavía las respuestas a las preguntas, pero de todas formas atiende, por favor. —Se aclaró la garganta y empezó a leer—: «Indique algunos hechos importantes que tuvieron lugar en el siglo I».
—Me temo que yo tampoco sé la respuesta, señorita Keene —dijo Audrey.
—Muy bien. Vamos a fijarnos en algunos acontecimientos —pero antes de que pudiera empezar, la voz profunda de lord Bradley llenó el vacío.
—La fundación de Londres por los romanos —empezó, apoyando la espalda en la pared trasera del aula—. Durante el mandato imperial de Nerón, Roma ardió, y él le echó la culpa a los cristianos y los persiguió.
Olivia se quedó mirándolo con los labios entreabiertos.
—El emperador Tito arrasó Jerusalén y se escribió el Nuevo Testamento.
—Bravo, milord —lo felicitó Olivia—. Le pondré una buena nota. Se ha dejado la persecución de los druidas en Gran Bretaña, pero, en todo caso, sus respuestas han sido excelentes.
Él hizo una reverencia en señal de agradecimiento.
Durante un momento, los ojos azules del caballero la distrajeron de la clase, pero enseguida retomó el hilo y leyó una nueva pregunta del libro.
—«Nombre algún personaje importante del siglo XVI».
—¡Oh! —exclamó Audrey—. Recuerdo alguno: Cristóbal Colón y Martín Lutero…
—Muy bien, Audrey.
Aunque lord Bradley no pareció del todo satisfecho.
—¿Y qué me dice de reformadores tan importantes como Calvino, Melancthon y Knox? O los grandes navegantes Bartholomew Gosnold y Sebastián Cabot, en cuyo honor recibió su nombre el tío Sebastián. ¿Y acaso los astrónomos Tycho Brahe y Copérnico no son importantes?
—De nuevo muy bien, milord, pero usted no es alumno mío —dijo Olivia, que empezaba a estar un tanto molesta.
—Por supuesto que no lo soy, afortunadamente para mí. ¿Podría hablar un momento con usted?
Se quedó mirándolo algo insegura.
—¿En privado? —añadió él.
Olivia tragó saliva.
—Andrew, por favor, escribe el alfabeto, y Audrey, tú apunta en el cuaderno todos los acontecimientos del siglo I que seas capaz de recordar.
Siguió a lord Bradley a la guardería, pero la enfermera Peale estaba roncando suavemente en su mecedora, así que continuó hacia el pasillo.
—Señorita Keene, ¿intenta usted educar a mis sobrinos o aburrirlos mortalmente?
—¿Qué quiere decir? —preguntó con voz entrecortada.
—¿Preguntas de Mangnall? Eso no es más que un ejercicio memorístico puro y duro. Debería enseñarles a pensar —afirmó haciendo hincapié en la palabra—, es decir, señorita Keene, a desarrollar su lógica y su capacidad de discernimiento.
—Es lo que tengo pensado hacer, milord, pero ciertos hechos son esenciales y constituyen los pilares de cualquier aprendizaje futuro sobre la política, la historia… Audrey tiene la edad perfecta para memorizar datos. Es como una esponja.
—Y Andrew como un hueso seco.
—Es muy joven, lo admito. Pero le asigno otras tareas más adecuadas para su edad.
—Eso espero. Un niño con tanta energía como la que él tiene es incapaz de pasarse el día sentado escuchándola a usted y a su hermana hablando sobre personajes históricos muertos y bien muertos o sobre conceptos demasiado avanzados que a él le sonarán a latín clásico.
—Entiendo que esté preocupado. Y, ya que habla de latín, mi opinión es que debería contratar pronto a un tutor para él. Yo no soy una experta. ¿Quizás el señor Tugwell?
—Andrew todavía es muy pequeño, ¿no le parece?
—Pues no, si es que la señora Howe piensa enviarlo a Eton, a Harrow o a algún otro colegio de ese tipo.
—No creo que, a estas alturas, ella tenga ningún plan concreto, señorita Keene. Confío en que usted lo eduque al máximo de sus capacidades. Al menos por ahora.
—Haré todo lo que pueda, milord, con los medios de que dispongo.
—¿Qué le falta? —dijo estudiándola con la mirada.
—Libros adecuados para su edad, pizarras para aprender geografía…
—¿Pizarras?
—Sí, unas pizarras que cuelgan de la pared y que llevan dibujados mapas. Las ha inventado un maestro escocés, creo. Aunque supongo que no habrá demasiados ejemplares disponibles.
—¿Alguna cosa más? —preguntó, dibujando un rictus ligeramente irónico con los labios.
—Pues una cierta dosis de paciencia por su parte sería de lo más útil, se lo aseguro.
—De eso también hay poca disponibilidad… —dijo mirándola durante un rato que a ella se le hizo demasiado largo. Después se dio la vuelta y estuvo a punto de chocar con Félix, que venía por el pasillo. Ella no sabía que estaba de visita durante el fin de semana. Lord Bradley pasó junto a él sin decir palabra.
Félix lo miró mientras se alejaba enarcando las cejas, y después se volvió hacia ella.
—Debe de tener una opinión muy buena de usted, señorita Keene, porque de lo contrario no la presionaría así.
Así que Félix había oído la reprimenda de lord Bradley. En todo caso, no pensaba que su interpretación fuera correcta, ni mucho menos, por lo que negó con la cabeza.
—Le aseguro que es cierto —insistió—. Mi hermana dice que es usted una profesora excelente, y muy inteligente, además. Sí, recuerdo que esas fueron sus palabras textuales. Edward seguro que ha reconocido su potencial, por eso presiona. Por esa misma razón de fondo a mí, básicamente, no me hace ni caso —remató, hablando de buen grado y sin mostrar rencor.
—¿Lo dice en serio? —La afirmación del joven captó su interés.
—Bueno, no me malinterprete. Se porta bien conmigo, pero nunca está satisfecho. Es de un perfeccionismo casi insoportable, aunque de eso ya se habrá dado cuenta usted misma. Lo cierto es que he procurado que me caiga mal, pero no lo logro. Tendría que envidiarlo hasta el tuétano, y en cierto modo así ocurre… Pero al mismo tiempo me da pena. Nunca se siente a gusto del todo, haga lo que haga. Ni en Harrow, ni en Oxford, ni en Londres. ¿Lo ha visto reír alguna vez?
—Sí, alguna vez, creo recordar… con los niños —respondió Olivia tras pensar un momento.
—Sí es así, será únicamente con ellos. En todo caso, cuando me invade ese sentimiento de envidia del que le he hablado, me pregunto a mí mismo quién prefiero ser: ¿el heredero infeliz de un título nobiliario o un hombre alegre que se gane la vida decentemente por sus propios medios y con una agenda de invitaciones casi inacabable?
Olivia le sonrió, un tanto conmovida por la vulnerabilidad que adivinaba en sus ojos.
—¡Ah, señorita Keene, es usted una joya! Aquí está, escuchando mi cháchara quejumbrosa sin salir huyendo… No es nada habitual que un hombre escoja como confidente a una institutriz. Que se la lleve a la cama sí que suele serlo, pero no que le cuente sus penas. Eso no significa en absoluto que no sería bienvenida a mi cama, siempre y cuando ese fuera su deseo. ¿Lo es, señorita Keene?
Olivia negó con la cabeza enérgicamente, avergonzada. Aunque tampoco podía reaccionar con mucho furor ante una pregunta planteada de una forma tan… discreta, por decirlo de alguna manera.
—¡Ah, bien, me lo esperaba! De todos modos, nunca está de más preguntar, por si acaso. —Sacó un cigarro del bolsillo de la levita—. Ahora debo excusarme. Este cigarro está pidiéndome a gritos que me lo fume, pero mi hermana me prohíbe hacerlo dentro de la casa. —Se volvió, pero enseguida se detuvo para añadir algo—. Como siempre, ha sido un placer disfrutar de su compañía, señorita Keene, aunque me temo que he acaparado la conversación de una forma imperdonable, igual que hacía cuando usted estaba muda.
A la mañana siguiente, Edward indicó por señas a la señorita Keene que entrara en su estudio y cerró la puerta después de que pasara.
—Señorita Keene —empezó, hablando muy bajo—, tenga cuidado con mi primo.
—¿Con la señora Howe? —Él había hablado tan quedamente que no lo entendió bien.
—No, con mi primo. Con Félix, quiero decir. Me di cuenta de la forma en que ustedes… hablaron… ayer.
—Ahora ya tengo derecho a hablar, ¿no es así? —espetó ella, elevando el mentón.
—Sí —concedió frunciendo los labios—. Y está claro que le ha causado usted una magnífica impresión, pero… —Se acercó un paso y habló aún más bajo—. No se ofenda, señorita, pero no es usted la primera institutriz en la que… él ha mostrado interés.
—No tema, ni por un momento he pensado que lo fuera —respondió, elevando aún más el mentón para mostrar su terquedad—. En cualquier caso, parece un joven de lo más agradable… —empezó, y dudó un momento— la mayor parte del tiempo. Debería tratarlo de una forma más amable.
—¿Más amable? Félix y yo nos llevamos perfectamente.
—Piensa que usted desaprueba su forma de ser.
—¿Que desapruebo su forma de ser? —repitió Edward, frunciendo el ceño—. ¿Le dijo eso?
—Sí —contestó—. Aunque lo hizo en confianza. Quizá no debería habérselo contado a usted.
—Lo cierto es que no me gustan algunos de sus hábitos y comportamientos —admitió—. Pero eso no significa que lo desapruebe como persona.
Ella no respondió, sino que se quedó mirándolo pensativamente.
—¿Qué está pensando?
—¿No es usted feliz?
—¿Cómo se le ocurre preguntarme semejante cosa? —dijo Edward, molesto—. ¿Acaso se lo dijo él?
Olivia se encogió de hombros.
A Edward no le gustó en absoluto la idea de que Félix y la señorita Keene hubieran hablado de él, de su forma de ser, y que hubieran hallado defectos.
—Puede que haya sido algo severo en los últimos tiempos, pero con todo lo que pasa…
—Pero incluso antes de… todo lo que pasa, ¿era usted realmente feliz?
Pensó un momento y notó una amenazante oleada de dolor. Pero la rechazó.
—Qué pregunta tan extraña, señorita Keene. Y absolutamente inapropiada, ¿no le parece?
Se dio cuenta de que estaba haciéndolo de nuevo, es decir: referirse a su situación en la escala social para ponerla en su lugar y evitar sus provocadoras preguntas. Se dio cuenta de que su mirada reflejaba una mezcla de dolor, enfado y, en efecto, decepción. No dijo la palabra que sabía que merecía: «hipócrita», ni más ni menos, pero él fue consciente de que la pensaba, y no era capaz de rebatirle.
Al final de su primera semana como institutriz, Olivia bajó a buscar la compañía de la señora Moore a sabiendas de que no debería hacerlo. De camino oyó el agradable sonido de una conversación entre el lacayo de la puerta y Doris, llena de risas y susurros. Al acercarse más vio a Sukey y Edith, las pinches de cocina, en la sala de la servidumbre, y se percató de que los cuatro se estaban tomando un descanso del trabajo.
—Cuidado, muchachas, hay una dama en las cercanías —advirtió Edith.
—Vamos, Edie, cállate —dijo Doris—. Ella lo único que ha hecho es lo que haríamos todos si tuviéramos la oportunidad: aprovecharla.
—Nunca verás que a mí se me suban los humos por un puesto, de eso nada.
Sin saber qué hacer, Olivia pasó delante de ellos sin pronunciar palabra.
—Si se muestra distante, no la culpo por ello —susurró Doris—. Las reglas son las reglas, y ella no las ha inventado. ¿Te hubiera gustado que la institutriz anterior, esa cara de vinagre de la señorita Dowdle, hubiera bajado a relacionarse con nosotros?
—Pues no, ni mucho menos. Pero es que esa era una institutriz normal, una pretenciosa insoportable.
El pretendido susurro de Doris le llegó conforme avanzaba por el pasillo.
—Pero ahora la señorita Livie es una de ellas. Una institutriz, quiero decir, no una pretenciosa. Y las cosas son como son, ¿no es así? No puede estar en los dos lados.
Aunque agradeció la encendida defensa de Doris respecto a su forma de ser, se sintió aliviada al entrar en el santuario de la cocina.
Allí la recibió la señora Moore, que leía un libro de recetas y se puso de pie inmediatamente.
—¡Liv… señorita Keene! Me sorprende verla aquí.
—Tenía miedo de que no se alegrara de verme —dijo con un suspiro—. Es lo que les pasa a todos, me temo.
—Vamos, vamos, querida. No se haga la mártir. A mí me alegra mucho verla, pero no es habitual que las institutrices bajen aquí.
—Pero yo no soy una institutriz al uso, ¿no?
—Por supuesto que no. Nunca he conocido a otra tan amable y tan inteligente. —Los ojos de la señora Moore brillaron de alegría.
—¿Le importa que me siente con usted unos minutos? —preguntó Olivia dedicándole una amplia sonrisa.
La señora Moore dio unas palmaditas en un taburete que había a su lado.
—Una vida solitaria, ¿verdad? Solo con los niños y la niñera Peale en las cercanías.
—La niñera Peale no es muy habladora —dijo Olivia mientras asentía—. Y cuando lo hace, solo se refiere a sus recuerdos del pasado. Historias de lord Bradley, cuando estaba en la guardería con ella.
—¿Nada entretenido?
—Algo. Pero no tiene nada que ver con hablar con usted —reconoció. Apretó la mano regordeta de la mujer.
—¿Qué no diría para conseguir una de mis galletas de limón? —exclamó la cocinera con pena fingida y guiñando un ojo.
Mientras volvía al piso de arriba, Olivia se encontró de frente con Judith Howe. La dama miró con intensidad la puerta por la que Olivia había aparecido, y después fijó los ojos en su cara, que sin duda se había enrojecido de repente.
—Señorita Keene, es cierto que durante un breve periodo formó parte del servicio; no obstante, espero que tal experiencia no le haya afectado demasiado. Sé que nunca antes ha sido institutriz, así que permítame que le explique lo que resulta apropiado y no en su situación…
Olivia tragó saliva mientras escuchaba, y se dio cuenta de que la visita que acababa de hacer a la señora Moore había sido la última.