Capítulo 50
«Tenía todo el interés de la guardería y la poesía del aula».
CLASEASLTO05Henry James,
Otra vuelta de tuerca.
El carruaje llegó al extremo norte de Northleach, donde estaba el edificio de la prisión y los juzgados, una mole de piedra gris conocida como «El correccional». La puerta, en forma de arco, estaba flanqueada por dos impresionantes paredes de dos pisos.
Edward esperó en el carruaje con la madre de Olivia mientras que el señor Smith le ofrecía su mano a la joven para ayudarla a bajar. El oficial la condujo a través del edificio de los juzgados hasta una pequeña sala de visitas situada cerca de la garita de los guardianes. Después desapareció, llevando consigo la orden firmada por el magistrado.
Minutos más tarde, un guardia abrió la puerta y Simón Keene entró en la sala arrastrando los pies, con la cabeza baja y las manos juntas por delante del pecho, como si llevara grilletes, aunque evidentemente no era así.
Su padre miró por fin hacia arriba y se quedó asombrado. Evidentemente, nadie le había dicho quién había ido a verlo. Ni tampoco por qué.
—¡Livie! No pensaba que pudiera volver a tener la oportunidad de verte.
Sentía tanta alegría dentro de su corazón que, durante un buen rato, fue incapaz de decir palabra. Y al no hacerlo, la expresión de su padre, inicialmente esperanzada, se ensombreció.
—¿Vienes a decirme adiós? —preguntó con voz débil—. ¿O a clamar contra mí de nuevo?
—Ninguna de las dos cosas —dijo mientras se sentaba a la mesa y le señalaba a su padre la silla que estaba al otro lado para que hiciera lo mismo.
—Seguramente te han contado que lo mío no tiene solución —dijo, al tiempo que, mental y físicamente agotado, se dejaba caer en el asiento—. Soy carne de horca. O de prisión, y de por vida. No sé qué será peor, la verdad.
—No. Es libre, ya no hay cargos contra usted. ¿No se lo han dicho?
—¿Estás soñando, muchacha? —respondió frunciendo el ceño—. ¿Acaso quieres darme falsas esperanzas y después quitármelas para vengarte por haberte decepcionado desde hace tanto tiempo?
—Es usted inocente.
—¡Ya! No malversé ni un penique, claro que no, pero soy culpable de algo mucho peor. Por eso no me importa en absoluto cargar con lo que sea. Estoy en paz con el Creador. Me gustaría haber tenido la oportunidad de decirle a tu madre lo arrepentido que estoy. De rogarle que me perdonase, y a ti también. Si ambas lo hicierais, al menos moriría en paz.
—Yo le perdono —dijo Olivia—. Y espero que usted me pueda perdonar a mí.
—¿Perdonarte yo? ¿Por qué?
—Por pensar de usted lo peor.
—Te he dado infinidad de motivos —dijo sin mirarla.
—Puede. —Decidió que le contaría más tarde la atrocidad por la que había pensado que era culpable. Pero no ahora, no en ese preciso momento. Parecía completamente hundido, aunque en sus ojos brillaba una extraña y tenue luz que no había cuando lo vio llegar y que le daba cierta paz a su expresión. Siguió hablando—. Ahora no se preocupe por eso. He estudiado los libros de contabilidad de sir Fulke y…
—¿De verdad has hecho eso? —la interrumpió alzando las cejas—. ¿Y cómo es posible que te hayan dejado?
—Lord Brightwell y su hijo son conocidos de sir Fulke, y…
—Claro, Brightwell otra vez. Debí imaginármelo. ¿Ha reclamado ya la paternidad respecto a ti?
—No. La cuestión es que convencieron al hijo de sir Fulke y a su abogado para que me permitieran estudiar los libros de contabilidad durante una hora y… ¿sabe lo que descubrí?
Negó con la cabeza de forma ausente, moviendo los ojos de un lado a otro como si estuviera intentando recordar la contabilidad de la que ella hablaba.
—El dinero había sido retirado durante un periodo corto de solo unos pocos meses. Se había contabilizado como «gastos en efectivo», y aunque en realidad las retiradas no habían sido tan cuantiosas tomadas una a una, al sumarse sí que resultaron serlo y me llamaron la atención. No era un trabajo administrativo bien hecho, como el que se podría esperar de alguien como usted, incluso si hubiera estado trabajando en esas fechas para sir Fulke, lo que no era el caso. Usted es demasiado inteligente y demasiado buen contable como para hacer algo tan chapucero.
—¿Y entonces quién lo hizo? Espero que no fuera su administrador. Me parece un hombre honrado.
—No, no —dijo, reafirmando la negativa con un movimiento de cabeza—. Fue Herbert Fitzpatrick, el propio hijo de sir Fulke. Y tenía buenas razones para ello, según se ha visto. ¿No se acuerda de él? Aquel chico de Harrow que ganó el desafío en la Crown & Crow.
—¿Que ganó? —exclamó indignado—. ¡Lo dejaste ganar, eso fue lo que hiciste!
—Sí, tiene razón, lo dejé ganar —reconoció ella inclinándose sobre la mesa y mirándolo a los ojos—. ¿Me perdonará alguna vez por haberlo hecho? —Su visión se volvió borrosa debido a las lágrimas; se sentía como si tuviera doce años otra vez.
Sus ojos marrones también se humedecieron. Olivia sintió una punzada en el corazón al verlo.
—¿Perdonarte? ¡Pero si me he portado contigo peor que lo haría un demonio del infierno! Tú, que nunca te equivocaste ni hiciste nada mal…, bueno, excepto en aquella maldita apuesta. —Intentó sonreír, lo que al menos sirvió para arrancar las lágrimas de sus ojos y permitir que le cayeran por las mejillas, que nunca había visto tan delgadas.
»No he bebido ni una gota de alcohol desde aquella nefasta noche en que llegué como un loco a Brightwell Court —afirmó suspirando y echándose hacia atrás—. Y también he rezado mucho, por primera vez en mi vida. Aquel clérigo, Tugwell, me ayudó a ver claro. No ya lo inapropiado de mi forma de comportarme, eso ya lo sabía de sobra, sino lo que en realidad deseaba para mí mismo. Tenía muchísimos defectos, y los sigo teniendo. Pero he cambiado, y sigo cambiando. Sé que es demasiado tarde para Dorothea y para mí. Cuando sepa las noticias sobre mi ahorcamiento, esté donde esté, sin duda que se casará con su Oliver. Espero que por fin sea feliz.
—No le dejó por él —informó Olivia negando con la cabeza—. Tuvo que marcharse porque alguien la estaba amenazando. De hecho, estuvo a punto de matarla.
—¿Cómo? —Su rostro se ensombreció. Estaba absolutamente asombrado—. ¡Mataré a ese canalla! ¿Quién es? ¿Quién?
—Precisamente por eso no le dijo nada. Sabía que mataría a ese individuo y que terminaría detenido y ahorcado por asesinato, y no quería que eso ocurriera de ninguna forma.
—Bueno —musitó con gesto de pesar—, al final es lo que he conseguido después de todo, y hubiera preferido dar la vida por protegerla. —Su voz se elevó por la emoción que sentía—. Lo haría, ¿sabes? Daría mi vida por ella gustosamente.
—Sé que lo harías —susurró Dorothea Keene.
Olivia volvió la cabeza. Su madre estaba de pie en el umbral, con gesto tímido. Cuando miró de nuevo a su padre, su rostro estaba demudado y no podía cerrar la boca. Miraba a Dorothea como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Y como si fuera la última vez que iba a contemplarla.
—Ya diste la vida por mí hace muchos años —dijo ella en voz baja y emocionada—. Cuando te casaste conmigo pese a llevar en mi vientre al hijo de otro hombre.
—Te quería entonces y te quiero ahora —afirmó asintiendo con rotundidad—. Y a Livie también, aunque no sea hija mía.
—Sí que lo es —afirmó Dorothea asintiendo enfáticamente—. Fui a Brightwell Court después de perder el primer niño, pero no te fui infiel, jamás. Siempre te lo he dicho, y te lo seguiré diciendo hasta que me creas. Es tu hija. Tuya y mía.
Siguió mirando de hito en hito a su esposa con incredulidad, aunque Olivia no habría sabido decir si dicha incredulidad se debía a las palabras de su esposa o a su mera presencia allí.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó casi sin aliento—. ¿Por qué me estás contando todo esto, si ya eres libre? ¿Ahora que ya estabas tranquila y podías vivir tu vida sin mí?
Los ojos de Dorothea brillaron, llenos de lágrimas. Su voz, aunque susurrante, se volvió ronca.
—Puede que no quiera librarme de ti.
—Bueno, pues así va a ser, y pronto —dijo. La esperanza iba y venía en su expresión—. Voy a ser colgado o iré a prisión de por vida o por mucho tiempo, y los hombres en esa situación no vuelven nunca o, si lo hacen, no son los mismos. De todas formas, me alegra infinitamente que hayas venido. Le había pedido a Dios que me permitiera veros una última vez y me lo ha concedido.
—¿Pero es que no ha escuchado ni una palabra de lo que le he dicho, padre? —exclamó Olivia—. Se han retirado todos los cargos. Todos.
En ese momento, su expresión cambió. Movió la cabeza y un extraño brillo apareció en sus ojos.
—Así que lo averiguaste mirando los libros, y eso que ni el administrador ni yo fuimos capaces, ¿no? Por fin pillaste a ese chico de Harrow.
Olivia asintió.
—Esa es mi Livie. ¡Mira que es lista mi niña!
A Olivia se le hizo un nudo en la garganta y se le encogió el corazón al oír esas palabras que había anhelado durante tantos años. Pasó al otro lado de la mesa y le puso la moneda de oro de una guinea que le había devuelto Herbert entre las manos.
—Me devolvió esto.
Simón Keene empezó a darle vueltas con los dedos.
—De todas las cosas que he perdido en mi vida, esta es la que menos deseaba que me fuera devuelta —dijo volviendo a ponerla en las manos de su hija y apretándoselas durante un momento.
—Es usted libre, padre —susurró—. Todos lo somos ahora.
Olivia entendió en ese momento lo que el señor Tugwell quería decir con aquella frase: «Cristo cargó con el castigo que cada uno de nosotros merecemos, y así ganó nuestra libertad».
—No logro hacerme a la idea —dijo negando con la cabeza—. Soy libre… ¿pero para ir adonde?
Olivia miró a su madre. No le correspondía invitarlo ella misma a volver a casa.
—Sin duda que volverás con tu lord Brightwell, con sus riquezas y su título —insistió—. Y no te culparé por ello. Ni siquiera un poco.
—Escúcheme —dijo Olivia enérgicamente—. Lord Brightwell es un hombre muy amable y muy generoso, pero no es mi padre. Ese título es suyo, lo acepte o no. Esa es la realidad.
La miró detenidamente, queriendo creerla según le pareció, pero con cierto miedo a hacerlo.
—Es conde, igual que sus antepasados —continuó Olivia—, pero por muy noble que sea no domina las matemáticas, se lo puedo asegurar. De hecho, se hace un buen lío con los cálculos si no son muy sencillos. —Aquí hizo un amago de sonrisa, pero inmediatamente recobró el gesto serio y grave, y lo miró directamente a los ojos—. Hace mucho que heredé de usted el cabello negro y la facilidad para todo lo que tenga que ver con los números. No me puede desheredar de eso.
—Jamás lo haría —dijo dibujando con los labios una insegura sonrisa.
Edward paseaba junto a los muros de la prisión cuando Olivia reapareció por fin. Sola. Estudió su rostro, y se alegró de encontrar apenas un atisbo de la ansiedad que la embargaba al entrar. Dio un profundo suspiro de alivio.
—Supongo que saldrán pronto —informó con una trémula sonrisa—. Querían hablar en privado un momento, como puede imaginar.
Él asintió y le apretó la mano, preguntándose cuál sería el resultado de esa conversación.
Solo unos minutos después, Simón y Dorothea Keene salieron del siniestro edificio. No iban del brazo, pero sí el uno al lado del otro.
Edward se adelantó y le tendió la mano al señor Keene. Olivia los presentó formalmente, aunque ya se habían visto antes, en unas circunstancias bastante más embarazosas.
Simón Keene le agradeció a Edward lo que había hecho por él, y después carraspeó.
—Lo cierto es que —empezó desmañadamente—, creemos que no sería muy inteligente por nuestra parte volver a Withington. Demasiado cerca de Fitzpatrick, ya saben. Y, por supuesto, yo ya no tengo trabajo allí. Además, a Dorothea le gustaría volver a la escuela…
—Al menos por un tiempo —aclaró la señora Keene—. Creo que debo terminar el trimestre, como mínimo.
—Y yo creo que debo volver al asilo —dijo el señor Keene— para hablar otra vez con el vicario. Y después… —Miró por un momento a Dorothea, y otra vez hacia ninguna parte—. Bueno, después ya veremos.
Edward miró a Olivia, que asintió, dando a entender que lo comprendía. Esperaba que no se sintiera demasiado defraudada por el hecho de que no se hubiera producido una reconciliación inmediata entre sus padres. Pero seguramente que, ayudados por los sabios consejos del señor Tugwell, y con mucha paciencia y oración, pronto se reunirían de nuevo.
Edward ordenó al cochero que se dirigiera a St. Aldwyns. Al llegar, la señora Keene sonrió ligeramente en dirección a su marido y abrazó a Olivia, a quien prometió que se encontrarían pronto.
Después llevaron al señor Keene al asilo, tal como él les había pedido. Pero cuando llegaron, Charles Tugwell insistió con todas sus fuerzas en que se quedara en la habitación de invitados de la vicaría. Una mujer, que pensaba que tenía una tienda de ropa en el pueblo, la señorita Ludlow creía recordar, siguió la estela del vicario mientras miraba y saludó a Olivia con una sonrisa deslumbrante.
Cuando Olivia se adelantó para hablar con ella y con Charles, Edward se llevó aparte a Simón Keene.
—Me pregunto, señor Keene, si le interesaría el puesto de administrativo en Brightwell Court.
—No creo que le apetezca que un personaje como yo trabaje en su casa después de todo lo que ha pasado —dijo frunciendo el ceño.
—Todo lo contrario —afirmó Edward—. Mi padre por fin ha nombrado oficialmente a Walters administrador, aunque ya venía ejerciendo esas funciones desde hace tiempo, así que nos hemos quedado sin administrativo. Y tengo entendido que usted es muy bueno con los números, igual que su hija.
—¿Me está ofreciendo trabajo por ella?
—¿Y si fuera así?
—Su padre no puede querer que trabaje para él.
—En este momento mi padre debe enfrentarse a cuestiones mucho más apremiantes: redactar un testamento nuevo, formar y educar a un heredero y atender a sus recientes protegidos legales.
—¿Y qué le parece la idea a Liv… a Olivia?
—¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? —dijo Edward mirándola, y sintió una gran calidez en su pecho al verla sonreírle, en realidad sonreír a ambos.
Simón Keene la miró también, y sus duros rasgos empezaron a transformarse, muy despacio, gracias a una tímida sonrisa.
—Puede que no sea tan mala idea.
Esa misma tarde, tras tomar unos sándwiches y té con lord Brightwell y los niños, Edward y Olivia llevaron a Audrey y a Andrew a la guardería. Los llenaron de besos y abrazos hasta que Becky logró llevárselos a la cama.
Bajaron juntos las escaleras una vez más, pero en lugar de dirigirse a la biblioteca, Edward se detuvo en el vestíbulo.
—¿Le apetece acompañarme a pasear por el jardín, Olivia?
—Sí, claro que me apetece —dijo ella, sintiendo una punzada de emoción.
Caminaron a lo largo de la valla de piedra de la iglesia, a través del cenador y por el lateral de la mansión. Al ver el árbol desde el que descubrió sin querer el secreto de Edward, se detuvo junto a él y pasó los dedos por su ancho y rugoso tronco, recordando aquella tarde.
—Este rincón me trae recuerdos —dijo Edward, como si estuviera leyendo sus pensamientos—. Pero esta vez nos esconderemos juntos detrás del árbol. ¿Le importa?
Olivia negó con la cabeza. El corazón le latía a toda prisa y se le formó un nudo en la garganta.
Él dio un paso hacia delante y ella, nerviosa, retrocedió. El joven se acercó aún más a ella, que ya tenía la espalda apoyada en el árbol y no podía retirarse más. No podía moverse, aunque tampoco quería.
—Ahora ya sabe por qué no quería que mi padre anunciara que usted era su hija, ¿verdad?
Se encogió de hombros. Sabía perfectamente la respuesta, pero quería oírla de sus labios.
—Porque mis sentimientos por usted no son… fraternales, en absoluto.
Él pasó un dedo por su mejilla y se estremeció. Después le tocó los labios con ese mismo dedo, y casi se quedó sin respiración.
—¿Sabes cuánto tiempo llevo deseando besarte? —susurró él.
Volvió a negar con la cabeza. No confiaba en que le saliera la voz del cuerpo.
—No fue cuando te vi por primera vez detrás de este árbol, lo admito. En ese momento lo que deseaba era estrangularte. —Hizo una mueca—. Perdóname. He sido muy torpe a la hora de escoger el término.
Esbozó una trémula sonrisa.
Puso las manos sobre sus hombros y, muy despacio, fue deslizando los cálidos dedos a lo largo de sus brazos desnudos. Sintió oleadas de placer por toda la espina dorsal.
—Creo que fue cuando te vi correteando con Andrew por el jardín, ¿o quizá cuando te observé durmiendo con Andrew, con el pelo suelto y sin otra ropa que aquel finísimo camisón? —dijo guiñándole picaramente un ojo.
—Parece que tengo mucho que agradecerle a Andrew —susurró con voz temblorosa.
Él sonrió de nuevo y volvió a acariciarle los brazos. Después le pasó las manos por las mejillas.
—Te arde la cara.
—Lo sé.
Le tomó el rostro entre las manos y se inclinó sobre ella, mirándola fijamente. En el momento en que sus labios se juntaron, cerró los ojos y centró sus sentidos en él. Su aroma denso y masculino, sus dedos en la cara, fríos en contraste con su calor, la calidez de sus labios, que la besaron primero con delicadeza, pero que poco a poco se fue transformando en pasión…
Cuando por fin interrumpió el beso, tenía la respiración agitada y la voz ronca.
—Te quiero, Olivia. ¿Puedes hacerte una idea de cuánto?
—No —susurró—. Pero espero sea mucho, mucho.
La besó de nuevo, levantó la cabeza y empezó a mirarle el cuello desnudo, la cara, el pelo, los ojos…
—¿Te he dicho lo preciosa que estás esta noche?
—Sí, varias veces —respondió con voz trémula, como si le faltase el aliento.
—Pareces una duquesa… o una condesa. Ojalá pudiera darte ese título.
—Nunca he deseado ser condesa.
—¿No?
—Lo que llevo deseando, y desde hace bastante tiempo, es…
Al ver que dudaba, él se lanzó a hacer hipótesis.
—¿Ser libre? ¿Ser profesora? ¿Trabajar y estar con tu madre?
—… estar contigo.
Él sonrió de una forma tan entregada y tan tierna que casi le dolió el corazón al contemplarla.
Repentinamente serio, la condujo hacia el porche y allí, a la luz de varias antorchas, la miró a los ojos con mucha intensidad y calidez.
—Tengo algo para ti.
Sacó algo del bolsillo de la levita. No era un anillo, ni la cajita de una joya, sino una hoja de papel, bien doblada. La desdobló con mucho cuidado y se la entregó.
Olivia tardó unos segundos en averiguar qué era lo que veían sus ojos. Se trataba de un plano del proyecto de un edificio como los que solía dibujar Edward. En este caso también había un jardín y varios senderos alrededor. El dibujo a escala incluía una cocina y una lavandería en el sótano, un comedor, una sala de estar y varias aulas en la planta baja y muchos dormitorios en la primera planta.
Señaló la etiqueta en la que se leía el título del plano, con su escritura mayúscula firme, clara y rotunda.
ESCUELA E INTERNADO FEMENINO DE LA SEÑORITA KEENE
Admisión según méritos, independientemente de los recursos económicos.
Ella le sonrió, rebosante de alegría.
Le dio la vuelta al papel y le mostró otro plano, similar al primero.
—Este tiene algún cambio, en mi opinión una mejora, respecto al original. Espero que lo apruebes.
Olivia se dio cuenta de que los planos eran exactamente iguales. Solo había cambiado el título de la etiqueta.
ESCUELA FEMENINA KEENE Y BRADLEY
—¿Es que quieres ser profesor? No entiendo… —preguntó ella con las cejas muy levantadas por la sorpresa.
—¿Pero no eres tan lista? —dijo él dándole un golpecito cariñoso en la barbilla—. El apellido Keene se refiere a tu madre, y Bradley a ti. Espero que te apellides así muy pronto.
—¡Ah…! —exclamó. Le rodeó el cuello con los brazos y subió la cabeza para que la besara—. Sin duda, es una gran mejora.