Capítulo 36
«Las mujeres que, debido a los problemas de sus familias, se han visto obligadas a abandonar un hogar feliz y unas relaciones cordiales y a cambiarlas por la compañía de extraños, generalmente despiertan comprensión en los demás».
Consejos a las institutrices, 1827.
Durante varios días revivió en su mente la conversación con su padre. Pensó en lo que debía haberle dicho, las preguntas que tenía que haberle hecho, las verdades que ocultaba. Después de torturarse de esa manera durante bastante tiempo, a lo largo de muchas noches, Olivia decidió que debía pensar en los aspectos positivos de la conversación. Simón Keene estaba convencido de que su madre estaba viva. Y ella prefería también creerlo.
Pasó su siguiente día libre haciendo compañía a Eliza Ludlow en su tienda, y se las arregló para estar contenta y a gusto con ayuda de su amiga.
Cuando volvió a Brightwell Court le esperaban dos cartas. Una no tenía remite. Y en la otra descubrió la magnífica caligrafía de la señorita Cresswell. Abrió primero la carta de su antigua maestra con una mezcla de entusiasmo y temor. ¿Sabría algo de su madre? ¿Le habría contado algo Muriel Atkins, la comadrona?
Mi querida Olivia:
Por fin ha vuelto Muriel. Tras atender un parto en el campo, parece que se fue directamente a Brockworth, a visitar a su sobrina, que estaba a punto de dar a luz. Fue un parto largo y difícil, de gemelos, ambos vivos, gracias a Dios, y pocas veces he visto a Muriel tan agotada.
Cuando le conté tu visita, me dijo que te dijera confidencialmente que tu madre no está enterrada en el cementerio de la iglesia. ¿No es una noticia excelente? No puedo decírselo a nadie, solo a ti. Muriel teme que alguien quiera hacerle daño a tu madre, y si esa persona piensa que ella… bueno, que ha muerto, será lo mejor. No ha dicho de quién se trata, pero estoy segura de que piensas en la misma persona que yo. ¡Me parece un plan bastante desesperado, sobre todo teniendo en cuenta que su propia hija podría pensar lo peor, como así fue!
Creo que tu madre fue a casa de la hermana de Muriel y pasó con ella la mayor parte del invierno. Pero ya se ha recuperado del todo. No obstante, Muriel me asegura que no sabe dónde está ahora, ni qué estará haciendo. Solo espera que con la huida haya desaparecido el peligro. Pero como no ha recibido ninguna carta, empieza a pensar que no es así. Así que tanto ella como yo estamos a la espera de recibir noticias de nuestra querida Dorothea.
Me temo que esta otra noticia que debo darte te resultará más difícil de asimilar. Tu padre ha sido encontrado y arrestado. Aún no se ha hecho pública la acusación específica a la que se enfrenta, pero hay muchos rumores al respecto.
Escríbeme para decirme que estás bien. Todos los días ruego a Dios que encuentres la paz en estos momentos tan complicados.
Señorita Lydia Cresswell
¿Arrestado? Sin duda había ido directamente a Withington desde el asilo. Olivia se preguntó de nuevo cuál podría ser la acusación contra su padre, y si sería o no culpable. Sintió una abrumadora mezcla de emociones, desde una especie de satisfacción rencorosa (¿acaso no merecía castigo por sus actos violentos?), hasta vergüenza por tener a su padre en prisión, pasando por una inesperada pena al pensar el estado de desesperación en el que se encontraba la última vez que lo había visto. ¡Qué extrañamente perturbador le había resultado oírle reconocer que no era su padre! Después de todo lo ocurrido, pensaba que le iba a suponer un alivio, sobre todo ahora, después de las revelaciones de la señorita Cresswell. Y sin embargo, se sentía vacía. Rota emocionalmente. Recordó las palabras del señor Tugwell de que una persona no puede absolver por sí misma sus pecados. La ruptura emocional dio paso a la espiritual. ¿Acaso no había cometido ella misma malas acciones?
Olivia miró el sobre que contenía la segunda carta y se dio cuenta de que el sello de lacre y el papel eran de mucha calidad. No reconoció la letra. ¿Quién le habría escrito esa carta? Se le pasó por la mente la señora Hawthorn, pero de inmediato desechó una idea tan peregrina.
Rompió el sello y desdobló la carta. Lo primero que hizo fue leer la firma. Y, para su enorme sorpresa, sí que era de su abuela.
Querida señorita Keene:
Por favor, disculpe el retraso. Esta es la quinta vez que empiezo a escribir.
He pensado mucho después de su visita. De hecho, apenas he podido pensar en otra cosa, excepto en lo que haya podido pasarle a Dorothea. Puede que me tache de insensible por pensar más en usted que en sentir pena o luto por mi hija, pero ya ve, llevo más de veinticinco años añorándola, desde que me dijo que se había casado con un hombre al que jamás habría dado mi aprobación ni habría aceptado como parte de la familia. Me dijo que ya esperaba que se rompieran por completo las relaciones entre nosotras, y que prefería ahorrarme el dolor de tener que deshacer los lazos yo misma. No obstante, he de confesarle que siempre he esperado que algún día se pondría en contacto conmigo para decirme dónde vivía y, aunque solo fuera eso, que estaba bien. Cuando recibí esa carta de su mano sufrí una enorme conmoción.
Cuando mi hija Georgiana volvió de sus compras, me encontró sentada exactamente donde usted me había dejado, con la carta en la mano. Le conté todo lo que había pasado y se enfadó extraordinariamente conmigo por no haberle pedido a usted que se quedara hasta que ella regresara y así poder haberla conocido.
Siento de verdad no haberla recibido con más afecto, querida.
Por favor, ¿tendría la bondad de venir a vernos otra vez?
Señora Elizabeth Hawthorn
La lectura del nombre, escrito por la propia mano de su abuela, hizo que a Olivia se le encogiera el corazón, cosa que no le había ocurrido cuando la conoció en persona. Elizabeth. Su nombre completo era Olivia Elizabeth. ¿Le pondría su madre ese segundo nombre por su abuela?
Debajo de la carta y de la firma, y con una escritura mucho menos formal, había una posdata.
Olivia: ven, por favor. ¡Imagínate! ¡Tengo una sobrina!
Tu tía,
Georgiana Crenshaw
Olivia notó que estaba sonriendo, conquistada ya por la efervescencia de una tía a la que aún no había conocido.
Edward y lord Brightwell fueron a la sala de estar a recibir a Félix, que acababa de llegar a Brightwell Court para una visita de fin de semana. Judith había llegado antes que ellos, pues se podía oír perfectamente su voz desde el pasillo, a través de la puerta abierta.
—¿Cómo van las cosas en Oxford? —preguntó.
Edward entró en la habitación a tiempo de ver cómo Félix se encogía de hombros. Se controló y no hizo ningún comentario negativo.
—Sí, Félix, ¿cómo van los estudios?
—¿Estudios? ¡Ah! Entonces ¿es eso lo que estoy haciendo en Oxford, estudiar? Yo pensaba que estaba allí para bogar, cantar e impresionar a las damas.
—Bueno, eso también, por supuesto —dijo Edward de buen talante.
Félix escogió un cigarro de la caja de madera que había en una mesita auxiliar y se lo guardó en el bolsillo interior de la levita. Después se sirvió un vaso de oporto.
Lord Brightwell se sentó y le pidió a Félix que le sirviera otro vaso para él.
—Félix, es un placer para mí sufragar tus estudios en mi antigua universidad, y espero que aproveches la oportunidad y saques provecho de ella.
Félix suspiró mientras le entregaba un vaso al conde.
—Me temo que voy a decepcionarle, tío. Creo que el éxito en los estudios está fuera de mi alcance. He pensado que voy a abandonarlos por completo.
—¿Cómo? —exclamó Edward, que intentó no elevar la voz, aunque sin conseguirlo del todo.
—¿De verdad que eso importa tanto? —preguntó Félix alzando los brazos—. Nadie ha esperado nunca mucho de mí. No me digas que tu futuro depende de algún modo de que yo desarrolle una brillante carrera legal, o eclesiástica, o política, o lo que sea. Es ridículo.
—No, no lo es —espetó Edward.
—¿Por qué?
—¿Que por qué? —Edward dudó y notó la mirada de Judith, un tanto sorprendida—. Porque… bueno, porque nunca se sabe lo que puede deparar el futuro, y además…
—Y además los Bradley siempre han sobresalido en los estudios universitarios —dijo el conde, recogiendo el testigo—. Incluso tu padre.
A Edward le sorprendió que lord Brightwell mencionara a su hermano, ausente desde hacía mucho tiempo.
—¡Vaya! Parece que hoy todos nos sentimos caritativos, ¿no es cierto? —dijo Félix—. Incluso mi padre, al que nunca se alaba aquí, la casa en la que nació, era más inteligente que yo, según parece.
—Tu padre era muy inteligente —afirmó lord Brightwell—, pero no estamos hablando de inteligencia. Él, y tú también, tenía, tienes, un cerebro brillante, hijo mío, pero te falta… bueno…
—Autodisciplina —sugirió Edward.
—Ambición —añadió Judith.
—Bueno, os lo agradezco mucho a todos —dijo Félix con acritud.
—¿Qué está ocurriendo? ¿Tan malo es? —preguntó lord Brightwell con un gesto que anticipaba su profunda decepción.
Félix apoyó la mano sobre el marco de la chimenea y dobló el cuello para mirar fijamente hacia el fuego.
—No solo no me licenciaré con honores. Además estoy a punto de abandonar.
—¡Eso ni lo nombres! —exclamó lord Brightwell.
—Pues es la verdad, tal como suena, tío. No tengo la menor intención de volver a Oxford. Solo de pensarlo me pongo enfermo. Creo que no hay vuelta atrás y sería absurdo seguir malgastando su dinero.
—No debes abandonar, Félix —dijo Edward frunciendo el ceño.
—¿Por qué? ¿No podrías soportar una mancha en el honor de los Bradley? —preguntó Félix agriamente, mirándolo con dureza.
—¿Y qué hay de tu propio honor, de tu orgullo? —preguntó Edward a su vez—. Un hombre de verdad no abandona lo que ha empezado. Ahora vuelve a Balliol, aprueba tus exámenes y obtén el título.
—¿Con qué objeto? Ya te he dicho que no estoy hecho ni para ejercer la abogacía ni para entrar en la iglesia.
Edward volvió a ver que Judith esperaba ansiosamente su respuesta, igual que el propio Félix.
—Tienes delante de ti un gran futuro, Félix —dijo con precaución—. No sé ahora en qué consistirá, ni cómo se desarrollará, pero tienes que estar preparado para aprovechar la ocasión cuando se presente.
Los dos hermanos siguieron mirándolo con los ojos muy abiertos y la frente arrugada. Lord Brightwell intervino para distender la situación y le dio a Félix un toque de ánimo en el hombro.
—Vamos, muchacho. Puedes hacerlo, estoy seguro. Todos te apoyamos incondicionalmente.