Capítulo 35

«¿No es el objetivo último de la religión acabar con los bajos instintos, hacer desaparecer la violencia, controlar las pasiones y suavizar las asperezas de las personas?».

WlLLIAM WlLBERFORCE

Olivia estaba profundamente dormida cuando el grito de su padre la despertó de repente. ¿Lo había oído de verdad, o era una pesadilla? Aguzó el oído con el corazón acelerado. Ahí estaba otra vez, absolutamente real.

«¿Cómo me habrá encontrado?», se preguntó frenéticamente. «¿Le habrá dicho algo la señorita Cresswell? El oficial de policía no ha podido ser, pues está en busca y captura».

¿Debía esconderse debajo de las sábanas y esperar a que se marchara?

Tras el tercer grito, Olivia saltó del lecho y miró por la pequeña ventana, pero por mucho que se esforzaba, el ángulo de visión no le permitía ver la entrada. Abrió y se asomó, por lo que pudo oír las voces con mucha más claridad, así como los golpazos en la puerta, tan fuertes que parecía como si fueran a romperla.

—¡¡Dorothea!! ¡¡Dorothea!! —No eran gritos normales, sino lamentos desgarradores. Cada uno de ellos parecía arañar su corazón mientras que su mente trabajaba a toda máquina. No la buscaba a ella. Y si estaba intentando encontrar a su madre era porque pensaba que estaba viva. Por tanto, no tenía nada que ver con su desaparición…

—¡¡Dorothea!!

¿Debía bajar para hablar con él? ¿Sabría que fue ella quien le golpeó?

—¡Abran! ¡Quiero ver a mi esposa! —Su voz sonaba absolutamente descontrolada y pronunciaba con dificultad. Conocía ese tono, esa cadencia. Estaba ebrio.

Oyó el inconfundible sonido de un arma cargándose y se quedó helada. Pensó en Croome sin necesidad de verlo.

—Váyase por donde ha venido, señor, antes de que lo mande al hoyo en una caja de pino.

Inmediatamente después oyó la voz de lord Bradley, aunque no había notado que se abriera la puerta.

—¿A quién busca a esta hora tan inadecuada, señor? —preguntó. Seguramente había salido por una de las puertas laterales, y puede que él también llevara una pistola.

—¡Ya se lo he dicho! ¡A Dorothea, a mi esposa! ¡Está aquí, sé que está aquí…!

—Aquí no hay nadie que responda por ese nombre. Se lo juro por mi honor.

—¿Quién es usted?

—Lord Bradley.

—No busco a ningún Bradley…, sino a Brightwell.

—Lord Brightwell es mi padre.

—¿Su padre? Pero usted es muy… mayor. Él debe ser tan viejo como yo, pero todavía estará fuerte y sano. Ha vuelto con él, ¿verdad? —De nuevo elevó la voz—. ¡No voy a hacerle ningún daño a mi esposa! ¡Pero tengo que verla, debo verla!

—Baje la voz, por favor, buen hombre. Le prometo que mi padre no tiene a ninguna mujer aquí. Está de luto por su propia esposa, que ha muerto hace poco.

—¡Ah! ¿Ahora es viudo, entonces? ¡Qué amable ha sido con él el destino! Ahora sí que ya no hay esperanza. La he perdido para siempre.

Su afirmación sonó a derrota y a pérdida. A Olivia se le endureció el corazón. Los que hablaban por la boca de su padre eran el remordimiento y la culpabilidad, y hasta quizás el miedo a las consecuencias de sus actos, no debía olvidarlo. Lo había visto con las manos alrededor de su garganta.

Pero le resultaba difícil conciliar la imagen de ese hombre, roto y desesperado, con lo que ella había visto y vivido.

Olivia decidió de pronto que tenía que hablar con él, así que se puso la capa encima del camisón y corrió escaleras abajo para que confesara o le explicara lo que fuera. Sabía que estaría a salvo en presencia del señor Croome y de lord Bradley.

Pero cuando llegó al vestíbulo principal vio a Hodges y a Osborn cerrando la puerta. A su vez, la señora Hinkley echaba las cortinas para que no se pudiera ver el interior a través de los grandes ventanales.

—Se ha ido.

Todos exhalaron un suspiro de alivio.

Ella también. En realidad, sus posibles respuestas no habrían sido dignas de crédito, ebrio como estaba. Y con las pasiones tan desbocadas, solo Dios sabe cómo habría reaccionado al encontrarla allí, en la casa de quien consideraba su enemigo. Porque estaba claro que conocía la relación de su madre con lord Brightwell, por mucho que hubiera tenido lugar hacía tanto tiempo.

Cenefa

Aunque no era su medio día libre, Olivia dejó a los niños con Becky y con la niñera Peale, se caló el sombrero y se marchó andando muy deprisa por el sendero y la calle que conducían al asilo. Aún estaba preocupada por la presencia de su padre en la casa la noche anterior, y esperaba que una visita al tranquilo señor Tugwell o a la agradable Eliza Ludlow contribuyeran a calmar su ánimo. Cuando entró y colgó el sombrero no vio a la señorita Ludlow ni nada que le perteneciera. Las únicas prendas femeninas que había en las perchas de la puerta o en el guardarropa eran las suyas. No obstante, la sala de la recepción estaba abierta, y al oír la voz del señor Tugwell entró para saludarlo. Cuando cruzó la puerta se quedó helada.

Charles Tugwell estaba sentado, hablando muy seriamente con Simón Keene, que estaba hundido en un sillón, con la cabeza baja y los hombros casi pegados a las rodillas. Se quedó asombrada al verlo allí. La colisión entre su antiguo mundo y el actual la dejó tan paralizada que lo único que pudo hacer fue permanecer allí, completamente estupefacta.

El señor Tugwell fue el primero en darse cuenta de su presencia y se levantó enseguida.

—Señorita Keene.

Su padre alzó enseguida la cabeza.

—¡Livie!

Necesitaba un buen corte de pelo, que era oscuro como el suyo. Una barba de varios días oscurecía sus mejillas. Y, sorprendentemente, la ropa que llevaba era de buena calidad, aunque estaba algo arrugada.

Se levantó y dio un paso adelante, como si fuera a… ¿a qué? Una parte de ella quiso salir corriendo de allí antes de averiguarlo, pero sintió como si le salieran raíces que no la dejaban moverse, como en los sueños en los que uno quiere pero no puede escapar del peligro. Se quedó donde estaba, de pie, muy quieta, mirándolo con ojos de asombro. Por un momento no fue capaz de articular palabra. Al ver que se quedaba en silencio, el brillo de los ojos pardos de su padre desapareció y se volvió a dejar caer sobre el sillón con gesto hundido y una mueca de pesar.

—¿Quieren estar a solas? —preguntó el señor Tugwell en voz baja.

—Quédese, por favor.

—¿Has venido a echarme una bronca? —preguntó su padre—. Sé que me porté como un salvaje anoche. No te culpo por no salir a la puerta.

—Me temo que cometí un error al decirle que usted estaba en la casa —se disculpó el señor Tugwell.

—Ni siquiera preguntó por mí —Olivia se encogió de hombros levemente, aunque permaneció muy rígida, y siguió mirando fijamente a su padre.

—Lo hubiera hecho de haber sabido que estabas. Gracias a Dios estás bien.

Se dio cuenta de que no sabía que fue ella quien le golpeó. Todo ese tiempo viviendo con ese temor…

—Espero que tu madre… ¿tu madre está bien también? —Al preguntarlo se retorció las manos, como si le dolieran.

Olivia arrugó la frente. ¿Cómo se atrevía a preguntar eso, después de lo que había hecho?

—No tengo la menor idea —respondió con un tono más ácido de lo que pretendía—. Pero si lo está, no será gracias a usted.

Su padre bajó la cabeza. Cuando la levantó, no la miró directamente a los ojos.

—El vicario me acaba de asegurar que Dorothea no está en Brightwell Court, pero no termino de creérmelo del todo.

—No, no está allí. Y yo no la he visto desde que me fui. Durante todos estos meses he temido por su vida.

—¿Temer por su vida? ¿Por qué?

—¿Cómo se atreve a preguntarlo?

—¿Te han llegado los rumores sobre la tumba? —dijo con una mueca dolorosa.

Olivia asintió.

—Admito que yo también temí lo peor cuando me desperté aquella mañana y encontré un vidrio roto e incluso algo de sangre. Me imaginé que había llegado a casa borracho y que tuve una discusión tremenda con Dorothea. —Suspiró—. No me di cuenta de que las dos os habíais marchado hasta el día siguiente, e inmediatamente fui a ver a la señorita Atkins, pero ni siquiera me dejó entrar en su casa. Me dijo que tú te habías ido a buscar trabajo y que Dorothea se había ido para siempre. No quiso contarme nada más.

¿De veras no se acordaba de que había intentado estrangular a su esposa, ni de que le habían golpeado? ¿Tan borracho estaba? ¿Cómo se explicaba entonces el golpe y la herida que sin duda tenía en la cabeza?

—¿Y qué me dice de la sangre de la que ha hablado? —preguntó.

—No lo sé —dijo levantando las manos y volviéndolas a bajar—. Supongo que volví a darme un golpe con una pared o cortarme con un cristal, aunque no tenía ningún corte en las manos.

Tenía en la punta de la lengua la pregunta de si se notó alguna herida en la cabeza por la que hubiera podido sangrar. Pero si preguntaba eso, tendría que explicar por qué sabía que había resultado herido. No estaba preparada para decírselo, no ahora que sabía dónde encontrarla. En estos momentos parecía pacífico y lleno de remordimiento, y también sobrio, pero ¿cuánto podía durar así?

—Yo también he oído los rumores sobre la nueva tumba del cementerio —dijo en voz baja—. Pero sé lo que ha pasado, lo sé mejor que nadie. Al final he hecho que se fuera. De nuevo a los brazos de su Oliver.

¿Oliver? Le impresionó escuchar ese nombre de los labios de su padre. ¿Cuánto sabía de la antigua relación de su esposa con el conde?

—Intenté dejarla ir… Me fui a vivir cerca de las obras del balneario para gestionarlas mejor y para estar lejos de esa casa vacía y de las miradas recelosas que me dirigía todo el pueblo. Todo el invierno lo pasé así, volviéndome loco de añoranza, echándola de menos.

Hizo una pausa y se agarró la cabeza con las dos manos durante un momento.

—Finalmente, no pude soportarlo más. Tenía que encontrarla. Tardé algún tiempo en averiguar quién era el tal Oliver, pues nunca supe cuál era su apellido. Intenté ponerme en contacto con la familia de Dorothea, pero ni me abrieron la puerta. Finalmente, alguien a quien pregunté conocía a un Oliver y me mandó a Brightwell Court —afirmó moviendo la cabeza como si estuviera arrepentido—. Nunca debí entrar en la taberna ayer por la noche. Me dije que necesitaría un trago para armarme de valor. Pero el primero me llevó al segundo, el segundo al tercero y…

Cerró los ojos.

—Llevaba mucho tiempo imaginando que ella terminaría acudiendo a él, y eso me carcomía el alma. Y si no está allí, ¿adonde demonios puede haber ido?

—No lo sé —dijo Olivia—. Pensaba que vendría a buscarme, pero no lo ha hecho. Quizá teme que pueda encontrarla si lo hace.

—El modo en que me miras, muchacha… —dijo negando de nuevo con la cabeza—. ¿Tanto me odias?

—¿Cómo se atreve a preguntarme eso? ¡Si apenas ha querido ni mirarme durante todos estos años! Desde aquella apuesta en la Crown & Crow. ¡Cómo me odió por perder!

—Odié perder, es cierto, pero no a ti —dijo arrugando la frente.

—Desde ese día nunca me trató igual —espetó Olivia después de soltar un pequeño bufido de incredulidad—. No puede negarlo.

—Y no lo niego. Pero no fue por culpa de aquella maldita apuesta. ¿No te das cuenta? Ese fue el día que supe que tú…, que yo… —Hizo una mueca en su esfuerzo por buscar las palabras adecuadas—. Que tu madre te puso tu nombre en honor al tal Oliver.

—No me acuerdo de eso… —dijo Olivia negando con la cabeza.

—No, ¿de verdad? El día que los tres fuimos juntos a Chedworth, desde por la mañana.

—Sí, a ver las ruinas romanas. Eso sí que lo recuerdo.

—¿Y te acuerdas de aquella mujer que apareció y saludó a tu madre como si fuera una antigua amiga a la que no veía desde hacía mucho?

—Vagamente.

—Pues yo la recuerdo perfectamente. Tu madre me presentó a ella utilizando mi nombre de pila, y después le dijo que tú eras nuestra hija, pero sin decir tu nombre. Yo, estúpido de mí, recalqué: «Es nuestra Olivia».

—«¿Olivia? ¿Por Oliver?», fue lo que dijo la mujer, que inmediatamente se puso roja como un tomate y trató de volver grupas. Murmuró algo así como: «¡Oh, por supuesto que no! Seguro que solo se trata de una coincidencia». Fue en ese momento cuando me enteré del nombre del noble. Oliver. Dorothea negó la relación, diciendo que siempre le había gustado el nombre de Olivia. Pero ¿qué otra cosa podía decir? ¿Qué otra prueba necesitaba? —preguntó, con una mueca de disgusto con sus delgados labios—. ¡Qué desfachatez, ponerle el nombre de aquel individuo a la niña que yo quise, vestí y alimenté, mientras que él nunca hizo nada por ti ni por ella! No era culpa tuya, ni mucho menos, ya lo sé, pero a partir de ese momento fui incapaz de mirarte del mismo modo. Ni tampoco a mí mismo. ¡Pensar en lo absurdamente orgulloso que me sentía de ti sin que me correspondiera en absoluto!

Olivia dirigió una rápida mirada al señor Tugwell, que de repente parecía muy interesado en la longitud de las uñas de sus dedos. Pensó que si el vicario alguna vez había sentido algo por ella, lo que estaba oyendo lo vacunaría contra cualquier idea romántica.

Simón Keene negó de nuevo con la cabeza.

—Yo ya sabía que, antes de conocerla, tuvo un amante. Y que, incluso después de que nos casáramos, fue a ver una vez a aquel maldito calavera. Pero pasó el tiempo y tuvimos unos cuantos años buenos. Así que me permití pensar que lo había olvidado y que de verdad me quería, después de todo… —En ese momento se le rompió la voz—. Y me di cuenta de que me había estado engañando durante todos esos años. Mi pequeña no era en realidad mía después de todo. Llevaba el nombre del hombre al que en realidad amaba para así no olvidarlo nunca.

Se produjo un incómodo silencio mientras su padre intentaba recobrar el control de sus emociones. Olivia se sentía como partida en dos: por una parte deseaba echarle en cara que hubiera maltratado y atacado a su madre, pero por otra se sentía muy confusa respecto a la historia que había contado. La cabeza le daba vueltas mientras intentaba acomodar su mente a sus propios recuerdos.

Simón se pasó la mano por la incipiente barba de la cara.

—Me hervía la sangre. Aquello me hirió en lo más profundo. La forma en que me engañó mientras su corazón seguía clamando por él. Y, por otra parte, deseando que no me abandonara.

¿Era eso lo que estaba detrás de sus malos modos y sus ataques de furia? ¿Lo que le condujo a beber sin medida?

—Seguro que sabe que no fue eso lo que la llevó a abandonarle —dijo Olivia—. Nunca la oí hablar de ningún otro hombre, ni vi nada que me hiciera pensar que…

—¿Y cómo habrías podido? —la interrumpió—. Siempre estabas fuera, en aquella escuela. Y tu madre sola en casa, o al menos eso era lo que pensábamos. ¿Nunca te diste cuenta de que a veces había un par de gafas en un rincón, o del olor a tabaco en la casa?

—Madre nunca habría… —Olivia dudó. ¿Había notado alguna vez olor a tabaco? No podía asegurarlo, pero tampoco negarlo rotundamente. Olivia había pasado siempre gran parte del día, y a veces hasta bastante tarde, en la escuela de la señorita Cresswell. ¿Pero pensar que lord Brightwell había estado visitando a su madre durante todos esos años? Eso era ridículo—. Si alguien iba a casa, seguro que sería alguna amiga —dijo—. O alguien que necesitaba su ayuda con labores de costura, o…

—¿Entonces por qué no me decía quién había ido? ¿Por qué se ponía tan nerviosa y se andaba con tantos secretos? Cuanto más mentía ella, más me enfadaba yo. ¡Pensaba que alguna vez iba a explotar!

¿La habría atacado? ¿Acaso esos celos tan irracionales le habían conducido a un acto de violencia imposible de evitar?

El reloj de la chimenea marcó la hora y nadie habló mientras sonaba.

La puerta de la recepción, que no estaba cerrada del todo, se abrió un poco más, y el propio lord Brightwell apareció en el umbral. Ella se dio cuenta de que, desde ese ángulo, él solo podía verla a ella, y quizás al señor Tugwell.

—Olivia, en la plaza hay un teatro ambulante de marionetas y he pensado que quizá los niños… —Empujó la puerta para abrirla del todo y pudo ver todo el vestíbulo—. ¡Oh, perdón! No sabía que…

A Olivia le dio un ataque de pánico. ¿Esos dos hombres en la misma habitación? ¡Qué situación más horrible!

—Lord Brightwell, yo…

Simón Keene se pasó la manga por la cara y se levantó.

—Hablando del rey de Roma… Este es el tal Oliver, ¿no?

El señor Tugwell le puso la mano en el brazo a Simón.

—Tranquilo —dijo en voz baja, aunque firme.

Olivia carraspeó, pues de repente se le hizo difícil respirar en aquella sala en la que la tensión podía cortarse con un cuchillo.

—Pues sí, se trata de lord Brightwell. Y él es Simón Keene, mi… —Olivia tragó saliva, y antes de que pudiera continuar, el conde se colocó a su lado, asumiendo su protección.

Simón los miró a ambos alternativamente y movió la cabeza de arriba abajo muy despacio.

—Ya veo cómo son las cosas. —Se libró bruscamente de la mano del vicario y se colocó frente al conde—. Se lo pregunto de hombre a hombre, caballero. ¿Sabe usted dónde está Dorothea?

—Y yo le contesto con absoluta rotundidad que no lo sé —dijo el conde mirándolo fríamente—. Pero también le digo que, si lo supiera, no se lo diría de ninguna manera.

Olivia se encogió, pensando que su padre reaccionaría ante eso con un ataque de rabia, que se lanzaría a pegar al conde… o a estrangularlo.

Pero parecía que Simón Keene había perdido las ganas de pelear.

—Ya veo. Está bien —dijo. Después recogió su sombrero y empezó a darle vueltas entre las manos—. Me marcho. Siento haberles molestado.

—Señor Keene, espere —dijo el señor Tugwell poniéndole de nuevo la mano en el brazo—. No está usted en la situación más adecuada para seguir adelante. Puede quedarse todo el tiempo que necesite.

El vicario miró al conde como si quisiera evaluar su reacción, pero lord Brightwell la estaba mirando a ella. Le ofreció el brazo, y ambos salieron juntos por la puerta del asilo y dejaron allí a los otros dos hombres. Tugwell empezó a hablar en voz baja con su interlocutor. Olivia sabía que Simón Keene no había hecho caso en su vida a ningún vicario y dudaba mucho de que fuera a empezar a hacerlo ahora.

Cuando lord Brightwell y ella cruzaron la calle principal, Olivia se dio cuenta de que no le había preguntado a su padre si sabía que estaba en busca y captura.