Capítulo 41
«Normalmente, los hombres sienten envidia y miran mal a una mujer segura de sí misma, inteligente y culta».
John Gregory,
El legado de un padre a su hija, 1774.
Con paso enérgico, Edward condujo a su padre hacia su rincón favorito del bosque. Se partió una rama y, a través de los arbustos, Edward pudo ver a Croome, bastante lejos y rodilla en tierra, aunque sin saber qué era exactamente lo que hacía. Croome se levantó, echó a andar y desapareció en el bosque.
—¿Por qué me has arrastrado hasta aquí? —preguntó lord Brightwell casi sin resuello.
—¡Shh! Las paredes oyen, como se suele decir. O al menos podrían. —Edward miró a su alrededor. Satisfecho al comprobar que estaban solos, volvió a hablar—. Bien, he estado pensando en nuestro codicioso adversario.
—Naturalmente que no vamos a satisfacer una petición tan vil.
—Pues deberíamos.
—¿Cómo dices? Si lo hacemos, una semana después nos pediría cien, y mil al año siguiente.
—No —dijo Edward, enfatizando la negativa con un movimiento de cabeza—. Meteremos unos pocos chelines en un saco y los dejaremos en la urna de los Sackville como cebo. Esperaremos a ver quién va a por el dinero y lo atraparemos. A él o a ella.
—¿Y qué haremos con ese ser despreciable una vez que lo hayamos capturado, a él o a ella?
—No tengo la menor idea. Pero al menos sabremos a quién nos enfrentamos.
La noche de la Anunciación, Edward y su padre cruzaron a hurtadillas la estrecha puerta que había en la valla y que daba acceso al patio del cementerio. Se sentaron en un banco de granito, detrás del mausoleo del segundo lord Brightwell. Ese punto les permitía ver las parcelas de los Bradley y de los Sackville a través de un grupo de tumbas que recibía el nombre de Bisley Piece.
—¿Ves allí la tumba de mi madre? —susurró el conde—. ¿Y la urna con flores que hay al lado?
—Sí —dijo Edward después de aguzar la vista.
—Allí enterré a nuestro hijo mortinato.
Edward miró atentamente el punto que le había indicado su padre y sintió un estremecimiento. Ya resultaba bastante escalofriante de por sí estar entre tumbas siendo noche cerrada, pero si además se pensaba en enterramientos clandestinos…
—Lo envolví bien y lo enterré al lado de su abuela. Coloqué esa urna sobre el punto exacto para disimular la tierra y la hierba removidas.
Edward vio el enorme macetero de piedra y no se explicó cómo un solo hombre pudo hacer tal cosa.
—¿Usted solo?
—Sí… Era joven, claro. Y tenía muchísimo miedo de que me pillaran.
Permanecieron en silencio durante varios minutos, con los ojos y los oídos muy atentos, esperando a que apareciera el chantajista. Un búho ululó y su padre dio un respingo. Edward le puso la mano sobre el brazo.
Una nube que tapaba gran parte de la luna se deslizó, arrastrada por el viento que hacía oscilar las copas de los árboles, y la luz iluminó con más claridad la parcela de los Sackville. Delante de ella se alzaba una figura, aunque no habían sido capaces de ver ni de oír nada hasta ese momento.
—Qué diablos… —susurró su padre, pero Edward lo obligó a callarse apretándole el brazo.
Esperaron a que la figura llegara a la urna, pero cuando sacó el brazo vieron que no llevaba ninguna bolsa blanca. Su padre hizo ademán de levantarse, pero Edward le apretó el brazo aún más fuerte.
—¡Espere!
Edward dudaba por dos razones. En primer lugar, porque quería pillar al bribón con la bolsa en la mano, para así estar seguro de su culpabilidad. Y después, porque notaba algo familiar en la delgada figura.
—Es Avery Croome —susurró.
—¿Cómo? ¡No puedo creerlo!
Sorprendentemente, Edward tampoco daba crédito a lo que veía, y se quedó sentado donde estaba, pensando frenéticamente.
En lugar de volver a hurgar para recoger el dinero (quizá deberían haber utilizado un saco más grande, como había sugerido su padre), o de darse la vuelta para marcharse, Croome rodeó una antigua tumba prenormanda y desapareció.
—¿Adonde ha ido? ¿Hay alguna otra puerta detrás de Bisley Piece?
—Que yo sepa, no. ¿Cabe la posibilidad de que esté escondido, esperando?
—¿A nosotros? ¿Cómo puede saber que estamos aquí?
—Shh…
Oyeron pasos de botas acercándose a la puerta. ¿De quién se trataba ahora? Edward temía que fuera Charles Tugwell, yendo a rezar, o peor, el policía haciendo una de sus rondas. Aunque sin duda sería más proclive a ayudarles a atrapar al chantajista, no querían que se supiera lo que estaba ocurriendo.
La figura abandonó el camino pavimentado y avanzó en dirección a ellos. Edward y su padre permanecieron absolutamente quietos, ocultos por las sombras y las lápidas.
Un murciélago voló cerca e incluso rozó la cabeza de Edward, que no llevaba sombrero. Se encogió mínimamente, y enfocó de nuevo la vista en la figura que se acercaba. Iba envuelta en una amplia capa, oscura como la noche, que no permitía distinguirla. Por encima de las sombras de la capucha pudo atisbar a la luz de la luna una cara pálida.
—Es una mujer.
—Shh…
Edward no creía que fuera una mujer, pues la forma de caminar y los ademanes eran bastante masculinos. Pero podría tratarse de un ardid.
La figura de la capa se dirigió sin titubeos hacia la parcela de los Sackville, como si el sitio le resultase muy familiar incluso en la oscuridad. Alzó su blanca mano y la introdujo en la «hurna» cada vez más.
Un siniestro ruido metálico rompió el silencio y la persona dio un grito ahogado. Durante un segundo, Edward y su padre se quedaron helados por la sorpresa. La figura de la capa cayó hacia atrás y Edward se dio cuenta de que era un hombre con el pelo blanco. Volvió a gritar mientras retiraba la mano, atrapada por un cepo.
Su padre se volvió hacia él, con los ojos muy abiertos brillando a la luz de la luna.
—¿Has puesto tú…?
Edward se levantó y negó con la cabeza.
—Croome.
Salió corriendo, y casi toda la furia almacenada contra ese enemigo desconocido se diluyó al oír sus gritos de dolor. Croome llegó a donde estaba el individuo antes que él.
—¡Quítamelo! ¡Quítame el cepo! —suplicó el hombre.
—Dime quién te envía —ordenó Croome con su voz profunda.
¿Sabía Croome lo que estaba pasando? ¿Cómo? ¿Por qué daba por hecho que el hombre no actuaba por cuenta propia?
—¡Por lo que más quieras! ¡Tengo el brazo roto!
—Croome… —susurró Edward con urgencia.
—¿Quién te ha dicho que hagas esto, Borcher? —insistió Croome sin hacerle caso a Edward—. ¿Quién?
—Nadie.
Croome puso una estaca en el borde del cepo, pero en lugar de abrirlo lo apretó todavía más.
—¡Pare! ¡Ya basta!
Croome aflojó la estaca.
—Una mujer vino por aquí —empezó a decir el hombre entrecortadamente— preguntando cosas y parloteando sobre las mentiras de lady Brightwell. Mi esposa era comadrona por aquel entonces, que en paz descanse. Lo olvidé durante muchos años hasta que esa mujer me lo volvió a meter en la cabeza. Me dijo que lord Brightwell tenía un secreto. —Tomó aire. Sudaba por todos los poros—. Mi hijo Phineas pensó que el conde haría lo que fuera por mantener ese secreto. Él fue el que escribió la carta. Yo no sé escribir.
Croome aflojó el cepo.
—Phineas Borcher. Me imaginaba que tenía algo que ver en todo esto.
Edward observó la herida sangrante del individuo y sacó de su bolsillo un pañuelo limpio.
—¿Quién es la mujer que habló con usted?
—¡Oh, lord Bradley! —exclamó el viejo, al parecer asombrado de verlo allí—. No lo sé. Llevaba un velo negro. Nunca le vi la cara.
Edward le pasó el pañuelo sin decir palabra.
—Nunca he querido que le pasara nada malo —dijo apretando el pañuelo contra la herida—. Usted…
—¿Solamente a mí? —preguntó su padre, que estaba de pie al lado de Edward.
Los ojos del hombre se abrieron todavía más.
—¡Madre mía! ¡Lord Brightwell! No era mi intención… Les juro por la memoria de mi mujer que no tengo ni idea de qué va todo esto.
Edward se volvió hacia Croome.
—Usted nos oyó en el bosque sin que nos diéramos cuenta, ¿verdad?
El guardabosques asintió ligeramente.
—Aun así, ¿cómo es que…?
Croome subió una mano para interrumpirle.
—Digamos que tengo la desgracia de conocer al hijo de este hombre. Y me empeñé en saber qué se traía entre manos. Lo oí alardear de que pronto iba a llenarse los bolsillos, milord.
—No queríamos hacer daño a nadie —gimoteó el viejo—. Phineas dijo que conseguiríamos bastante dinero sin apenas mover un dedo, y las cosas están difíciles, ya sabe.
—Pues se van a poner peor —dijo Croome mirándolo fríamente.