Capítulo 13
«Era habitual que el carpintero de la hacienda fabricara juguetes para la guardería de los niños, muebles para la casa y que realizara las reparaciones que fueran necesarias».
Arriba y abajo, la vida en una hacienda campestre inglesa.
La primera tarde de miércoles de diciembre, Olivia dejó a los niños al cuidado de Becky y de la niñera Peale, se puso el sombrero y los guantes y salió por la puerta de atrás. Aunque el día, a comienzos de mes, era bastante frío, brillaba el sol, lo que invitaba a disfrutar del aire libre.
Mientras rodeaba la casa, de camino a los jardines, vio a lord Bradley, con el abrigo y el sombrero puestos, dirigiéndose otra vez a la caseta cercana al cobertizo del jardín. La curiosidad le pudo y lo siguió.
En la caseta, lord Bradley se detuvo para hablar con un trabajador que estaba guardando las herramientas. Los dos contemplaban una ventana nueva como si fuera una obra de arte. Finalmente, el hombre levantó el brazo en señal de despedida y se dio la vuelta para marcharse. Por supuesto, la nueva ventana estaba en mejores condiciones que el resto de la estructura de madera de la caseta. Preguntándose cómo sería recibida esta vez, Olivia saludó.
—Milord.
—Señorita Keene… ¿Qué ocurre? ¿Están bien los niños? —dijo él, mirándola sorprendido.
—Sí, milord. Hoy es mi tarde libre.
—¡Ah, sí! —asintió—. Era el cristalero. Acaba de sustituir la ventana, que estaba en muy malas condiciones —explicó, y dio un paso hacia la puerta.
—¿Qué es este lugar? —preguntó.
Él dudó un momento y después la miró por encima del hombro.
—Pase y véalo usted misma.
Por un instante se preguntó si aquello era apropiado, pero la curiosidad, y quizá también la necesidad de hablar con la única persona con la que se podía permitir hacerlo, venció a su sentido del decoro. Lo siguió al interior de la caseta.
—No es más que un taller de carpintería —explicó él—. Un lugar de trabajo.
El sol se filtraba a raudales por la nueva ventana e iluminaba el interior, formado por una sola habitación. Las paredes eran de madera sin desbastar. Había una gran mesa de trabajo con una lámpara encima y un objeto bastante grande cubierto con una manta. Una pequeña estufa mantenía cálida la estancia. De las paredes colgaban todo tipo de herramientas, perfectamente colocadas y ordenadas, y sobre el suelo se acumulaban planchas de madera de distintos tamaños. En un esquina había una silla a medio reparar. El lugar olía a madera, a humo y a él, y a ella le gustó mucho el aroma.
Lord Bradley se quitó el abrigo y lo colgó de una percha. Se sorprendió mucho al ver cómo se colocaba un delantal de cuero en la cintura.
—Nuestro antiguo administrador era muy aficionado a la carpintería —explicó lord Bradley—. Yo solía venir aquí con él cuando era un crío a verlo trabajar y con el tiempo empecé a ayudarlo. Participé en algunas construcciones, y de paso me clavé muchas astillas. Lo ayudé con la leñera, el cenador y, por supuesto, la remodelación de los establos, que tanto le gustan a usted.
Le lanzó una mirada cómplice, pero ella apartó la vista de inmediato.
—Pero Matthews murió y yo fui al internado, así que el lugar dejó de utilizarse —concluyó él, suspirando.
—No parece que esté abandonado.
—Lo he limpiado y he hecho algunas reparaciones. —Al tiempo que hablaba, agarró la garlopa y empezó a pasarla suavemente por un tablón de madera—. Todas las herramientas de Matthews seguían aquí, nadie las había tocado. Eran un tesoro para alguien como yo.
—¿Qué está haciendo?
—Regalos de Navidad —dijo encogiéndose de hombros—. Un bate de criquet para Andrew, bloques de madera para Alexander, y esas cosas. Aunque un par de ellos han salido mal. —Señaló el objeto cubierto que estaba sobre la mesa—. Y también algo para Audrey. Por lo menos lo estoy intentando. Debe mantenerlo en secreto, por favor, porque he perdido mucha práctica y no quiero decepcionarles si no los termino.
Un secreto más… Miró con interés el objeto tapado.
—¿Puedo al menos echarle un vistazo?
Empezó a negar con la cabeza, aunque un momento después la miró con un brillo extraño en los ojos.
—Se me está ocurriendo… podría tener un cómplice.
—¿Un cómplice? —dijo con un tono un poco más agudo del que hubiera querido, temiendo que fuera otra referencia malévola a su «crimen».
—He utilizado una palabra de lo más inadecuada, perdone —dijo él, levantando la mano en señal de disculpa—. Pero… en su momento fue usted una niña pequeña, ¿no?
—Pues yo diría que sí, claro… —respondió dejándose llevar y en un tono ligeramente irónico. De pronto, sintió en el pecho una ligera oleada de entusiasmo.
—¿Y sabe coser?
—¿Quiere que cosa? —El entusiasmo se diluyó de inmediato.
—Déjelo, no se preocupe.
—Perdóneme —se disculpó—. Lo que pasa es que tengo que hacer un montón de costura todas las tardes para ayudar a Becky con la ropa de los niños, sobre todo con los calcetines y los pantalones de Andrew, en las rodillas, ya sabe. Pero si necesita que le arregle algo…
—No hablo de arreglar, sino de crear.
—¿Cómo? —miró hacia la silla del rincón—. ¿Se refiere a un cojín, o…?
—No es mala idea —dijo siguiéndole la mirada—, pero no me refiero a esa silla. ¿Podría hacer uno de este tamaño, pongamos por caso? —Y acercó el índice y el pulgar de la mano derecha hasta casi juntarlos.
—¿Para un ratón? —dijo, mirándolo con expresión entre dubitativa y burlona.
—Me decepciona, señorita Keene —dijo moviendo la cabeza con gesto de derrota. Sus ojos brillaron mientras levantaba la manta que cubría el objeto que estaba sobre la mesa de carpintero—. ¿Acaso no tiene imaginación?
Se trataba de una casa de muñecas de tres pisos; en realidad, era casi un modelo a escala de Brightwell Court. Olivia soltó un suspiro de admiración.
—¿Ha construido usted esto?
—Su desconfianza me deja estupefacto.
—Es realmente magnífica.
—¿Cree usted que le gustará a Audrey?
—¿Cómo no va a gustarle? —dijo Olivia, aunque la verdad es que pensó que la niña ya se iba haciendo un poco mayor como para jugar con muñecas. No obstante, cualquier muchacha se quedaría sin duda maravillada al recibir semejante regalo.
Tiró de un dibujo que asomaba por debajo de la casa de muñecas y lo desplegó para observarlo. El papel era grueso, de dibujo, y en él había un plano con medidas a escala de toda la casa.
—¿También ha dibujado esto?
—Sí. Entonces… ¿lo hará?
—¿Cómo? —murmuró, pues le costaba centrarse en otra cosa que no fueran el impresionante plano y la casa de muñecas, que estaba muy avanzada.
—Que si me ayudará a hacer cojines, manteles, vestidos y todas esas cosas.
Lo miró con admiración. Era increíble que dedicara tanto tiempo y tanta devoción a entretener e ilusionar a niños que no eran suyos.
—Lo haré encantada, milord.
Le sonrió y se quedó mirándola, al parecer concentrado en sus labios. Ella soltó un pequeño suspiro e, inmediatamente, se volvió de nuevo hacia la casa de muñecas.
—Aquí está la guardería —dijo un poco atropelladamente—. Pero no ha incluido mi habitación, y eso que ha estado en ella —dijo, e inmediatamente se ruborizó al darse cuenta de las implicaciones que tenía lo que acababa de decir.
Se puso a su lado, inclinado sobre la casa, ambos simulando estudiar el modelo con mucho interés. Ella notó que la miraba, y que sus caras estaban a escasos milímetros de distancia.
Se le soltó un largo mechón de pelo que estableció una especie de barrera entre los dos. Con mucha delicadeza, él le pasó un dedo por la sien y le colocó el mechón tras la oreja. Con el toque, su corazón se aceleró y se le erizó la piel. Si se volviera hacia él, sus labios se tocarían sin más esfuerzo. ¿Quería que ocurriera? ¿Lo quería él?
La puerta de la carpintería se abrió de repente. Olivia se puso rígida. A su lado, lord Bradley también se estiró. Croome estaba de pie en el umbral, con los ojos entrecerrados y expresión de sospecha. Llevaba una pieza de caza en las manos.
—¿Sí? ¿Ocurre algo? —preguntó Bradley algo a la defensiva.
El hombre los miró a ambos de hito en hito antes de hablar.
—He visto la puerta de esta vieja cabaña abierta y he pensado que se podía haber colado dentro una mofeta o una zorra —contestó mirando a Olivia intensamente.
—Como puede ver, no se trata de nada de eso —replicó lord Bradley, seco.
Croome siguió mirando a Olivia un momento, y después recorrió lentamente la habitación con la mirada.
—¿Está utilizando otra vez el viejo taller de Matthews?
—Como puede ver, sí.
Croome miró las herramientas, muy bien colocadas, el serrín y el resultado del trabajo.
—¿Algo que objetar, señor Croome? —preguntó lord Bradley con bastante aspereza.
—No es asunto mío, digo yo —contestó levantando las cejas.
—Usted lo ha dicho.
—Estoy poniendo trampas para ratas en las cabañas de fuera. ¿Quiere que ponga una aquí también?
—Gracias, señor Croome.
—Tenga cuidado de no caer en ella —dijo mirando de nuevo a Olivia.
Cuando la señorita Keene salió del taller, Edward respiró hondo, tratando de recuperar la compostura. Ni podía ni debía sentirse atraído por ella. Hizo un esfuerzo para recordar de nuevo la imagen de la señorita Harrington y se recordó a sí mismo que sin duda se verían durante las Navidades.
Las Navidades… No iba a terminar nunca los regalos si seguía perdiendo el tiempo con una ayudante de niñera. Se estaba poniendo a la altura de Félix. Se obligó a sí mismo a concentrar la atención en los cuadrados de madera de Alexander. Había construido una decena, estaba seguro, con los números del uno al diez grabados de forma algo tosca en una de las caras y las letras de la A a la J en la cara opuesta. ¿Qué pasaba con los bloques 1 y 2? Parecía que no estaban. La cercanía de la mujer le había nublado la mente. ¿Cómo podía haber perdido el norte tan fácilmente?
En ese momento, Osborn llamó a la puerta y le anunció que George Linton acababa de llegar.
—¿Puede atenderle el señor, o le digo que no está?
Edward apenas controló un gruñido de disgusto y se quitó el mandil. El trabajo, y la búsqueda, tendrían que esperar.
Esa noche, Judith lo miraba desde su sitio en la mesa al tiempo que trinchaba el capón. Había iniciado la conversación durante la cena de la misma forma que solía hacer, comentando el espléndido tiempo que hacía, y que era difícil de creer que estuvieran ya a principios de diciembre.
Dejó de pensar en la señorita Keene y mostró su acuerdo, pero se dio cuenta de que sonó distraído. Todavía se le hacía raro cenar solo con Judith, ahora que sus padres se habían ido de viaje y que Félix había regresado a Oxford. Se suponía que debía de estar acostumbrado a la compañía de Judith. Su prima vivía con ellos desde el funeral de Dominick, hacía ya más de un año. La madre de Judith, que vivía en una pequeña casa en Swindon, fue quien sugirió que se fuera con ellos, y lord Brightwell se mostró enseguida encantado de acoger también a su sobrino-nieto, que por entonces no había nacido todavía, y a los dos hijastros de Judith.
—Hablé con George Linton cuando vino a verte —dijo Judith—. ¿Qué quería?
—Presumir de su nuevo caballo de caza. —Edward estaba seguro de que lo único que deseaba el vecino era una excusa para charlar, aunque solo fuera un momento, con Judith, a quien George tiraba los tejos sin éxito desde que eran unos crios.
—La madre de Dominick me ha escrito para preguntarme si hemos contratado ya a una nueva institutriz para Andrew y Audrey —dijo ella cambiando de tema. Hizo una pausa para dar un sorbo a su copa de vino—. Supongo que debería ponerme a ello, aunque la verdad es que no quiero ni pensar en el asunto. La posibilidad de traer aquí a otro personaje como la señorita Dowdle, que se consideraba superior a mí en lo que se refiere a educación, y prácticamente a mi altura en posición social, me llena de pavor. Quería compartir las comidas con nosotros, ir a las fiestas y ponerse a tiro de los hombres de la familia. —Se llevó a la boca delicadamente un trocito de capón—. Ya viste cómo se comportaba con Félix. Me alivió muchísimo su marcha, y no solo por lo rígida que era con Audrey y Andrew. Hasta se atrevía a sermonearme sobre la forma adecuada de criar y educar a los niños.
Edward no quiso discutir. Él también consideraba a la señorita Dowdle de lo más desagradable y se había preocupado por el alcance del flirteo con Félix.
Al darse cuenta de que todo el peso de la conversación lo había estado llevando Judith, se limpió la boca con la servilleta de lino y, a su vez, cambió de tema.
—¿Qué vamos a hacer en Navidades?
—Pues creo que las tendríamos que celebrar de alguna manera, sobre todo por los niños —dijo Judith tras pensar un momento, al tiempo que tomaba una golosina.
—Estoy de acuerdo, pero también creo que deberíamos hacerlo de una forma más bien moderada.
Judith se mostró de acuerdo con un movimiento de cabeza.
Conscientes de la ausencia de lord y lady Brightwell, llegaron al acuerdo de celebrar una reunión menos concurrida de lo habitual. Ni parientes lejanos ni amigos de Londres. Solo sus vecinos, es decir: George Linton, su hermana Charity y sus padres, el vicario y su hermana y el almirante Harrington y su hija. Edward iba a invitar también a las hermanas de su padre, aunque dudaba de que sus tías solteronas estuvieran dispuestas a hacer el viaje desde la costa en esa época del año. Y, a su vez, Judith invitaría a su madre, aunque pensaba que la señora Bradley tenía planeado pasar las Navidades en Bath con unos amigos.
—Pero Félix vendrá, por supuesto —añadió Judith.
—¿Cuándo? —preguntó Edward asintiendo.
—Tratándose de Félix, quién sabe. Pero por nada del mundo querrá perderse la tarta de fruta de la señora Moore, ni la oportunidad de lucir sus galas en Brightwell Court, como ya sabemos.
Edward suspiró para sus adentros. Precisamente eso era lo que se temía.