Capítulo 34

«La situación de las institutrices varía en función de las necesidades y las costumbres de las familias con las que residen. Esto hace que estén expuestas muy a menudo al desprecio y a situaciones engorrosas, lo que implica que se enfaden con facilidad».

Consejos para las institutrices, 1827.

Siguiendo su costumbre, Charles Tugwell hizo una visita por la mañana para tomar el desayuno en Brightwell Court. Hodges lo condujo a la sala en la que Edward ya estaba sentado leyendo el periódico con un café en la mesa.

—¡Ah, mis viejos amigos, los bollos y las cuajadas! —exclamó el clérigo mirando los alimentos como si hablara con unas almas perdidas—. ¡Cuánto os he echado de menos!

Edward puso los ojos en blanco con divertida tolerancia.

—Sí, estoy bien. Gracias, señor vicario.

—Perdóname, Bradley. ¿Cómo estás? Debo decir que pareces algo cansado.

—No me encuentro mal del todo —explicó Edward mientras pasaba una página—. Y ahora que has cumplido el protocolo y la amabilidad debida, sírvete el desayuno.

—Pues eso haré, si no te importa.

Pocos minutos después, Hodges entró con una bandeja en la que se apilaba el correo. Sin hacer caso de las exclamaciones de gusto de su amigo mientras desayunaba, Edward abrió la primera carta.

Y se quedó lívido.

Le entró de repente un sudor frío. Fijó la vista en las palabras, que se habían vuelto borrosas tras el primer vistazo, y volvió a leerlas.

Lady Brightwell nunca dio a luz un hijo vivo. Puede que usted sea inocente, pero su padre ha engañado a todo el mundo a sabiendas y ha perjudicado los intereses de un tercero. ¿Es eso justo?

—¿Qué ocurre, amigo mío? —preguntó el señor Tugwell después de morder un trozo de tarta—. Tienes un aspecto horrible.

Edward arrojó la servilleta a la mesa y se levantó de manera abrupta, tropezó con la silla y fue a toda prisa hacia la puerta de la habitación.

—¡Edward, espera! —exclamó el señor Tugwell, que se levantó a su vez. Edward se detuvo, cerró los ojos con fuerza y respiró hondo.

—¿Qué ocurre? Querido amigo, nunca te había visto ponerte así. Pareces destrozado.

Presa del pánico, Edward empezó a recorrer la habitación como un animal enjaulado.

—Eso es exactamente. Destrozado, deshecho, acabado.

—¡Edward, me alarmas! Dime qué está pasando.

—¿Me prometes que guardarás esto en secreto?

—¿Acaso necesitas preguntarlo?

Edward le pasó la carta, que el vicario leyó y releyó varias veces. Finalmente volvió a sentarse en la silla, bastante abatido.

—¿Es verdad? —preguntó en un susurro.

—No estaría tan preocupado si fuera solo un rumor. —Notaba cómo la sangre le bombeaba en los oídos.

—¿Lord Brightwell…?

—Lo admite. Este anónimo no es el primero.

—Lo siento mucho, amigo mío.

—¿Que lo sientes? —Edward se tragó su frustración y bajó el tono de voz—. Ya, bueno, yo también.

—¿Te ha dicho él quién o cómo…?

—Solo que yo era un niño abandonado y que fui entregado a ellos.

—Muy generoso por su parte.

—La generosidad no fue el motivo principal. Más bien se trataba de que mi tío Sebastián no se hiciera nunca con Brightwell Court.

—Pero ahora está muerto, ¿no?

—Sí, pero ha dejado descendencia: Félix.

—¿Piensas que…?

—No sé qué pensar —afirmó Edward mesándose nerviosamente los cabellos—. Ni a quién echarle la culpa.

—¿Y cuando esto se sepa…? —dijo Charles Tugwell mirando de nuevo la carta.

—Si esto se sabe —dijo Edward, subrayando el condicional—, será mi ruina. Mi reputación… caerá por los suelos. De cuna desconocida. Sin título. Todo irá a parar a Félix. El futuro político… Todo acabado. ¿Por qué crees que quería mantener a la señorita Keene aquí enclaustrada a toda costa?

—¿Ella lo sabe?

—Sí. Lo oyó sin querer… la noche que fue arrestada.

—Ah, ya… —El vicario negó con la cabeza lentamente, con expresión de profunda comprensión.

—Me arriesgo a perderlo absolutamente todo. Mi herencia. Mi casa. Hasta mi identidad.

Charles apartó la carta a un lado de la mesa.

—No, Edward, eso no lo perderías —dijo dándole un afectuoso golpe en el hombro—. Querido amigo, pase lo que pase, siempre serás hijo de Dios. Y los hijos de Dios son sus herederos, y se reunirán con Jesucristo en el paraíso.

—Magro consuelo, y a muy largo plazo, Charles —afirmó Edward mientras se pasaba por la cara una mano sudorosa—. Sobre cuando pensaba que, en esta vida, iba a heredar un título de conde.

Cenefa

Después de que Charles Tugwell se marchara, Edward fue a ver a su padre a la biblioteca. Estaba sentado, trabajando en el escritorio. Edward cerró la puerta con cuidado y se sentó en el sillón de enfrente. Su padre lo miró y enseguida se dio cuenta del estado en el que se encontraba.

—No estoy preparado para entrar en el parlamento —empezó.

—¿De qué estás hablando? Por supuesto que serás nombrado para ocupar mi escaño después de que yo lo deje. Es lo que corresponde.

—No en todos los casos. Y, ciertamente, no en la situación en la que estoy.

—¿A qué viene esto? Eres mi heredero de cara al todo el mundo, el próximo conde de Brightwell. Nadie te puede quitar ese derecho.

—¿Está seguro de eso, padre? —dijo Edward entregándole la nota.

—¿Qué es esto? Pásame los lentes, por favor.

Edward se levantó para entregárselos y se quedó mirándolo mientras leía las escuetas pero significativas frases. Cuando terminó, lord Brightwell se quitó las gafas y se frotó los ojos con el índice y el pulgar. Después suspiró profundamente.

—¿Cuándo ha llegado?

—Esta misma mañana. —En lugar de volver a sentarse, Edward empezó a pasear por la habitación.

—¿Hubo más durante mi ausencia?

—Esta es la primera dirigida directamente a mí. ¿Ha recibido usted otras?

—No. La única fue la que me llegó poco antes de salir con tu madre hacia Italia.

—¿Quién puede haber escrito esto?

—No lo sé. Nunca se lo he contado a nadie. No puedo hablar en nombre de tu madre, por supuesto. Supongo que sería posible que le hiciera una confidencia a alguien, a alguna amiga, o a alguien de su familia. —El conde miró al infinito, como buscando una respuesta—. ¡Que el diablo le lleve! ¿Quién es capaz de hacer algo así?

El conde sacó la primera nota del fondo de un cajón del escritorio y colocó una al lado de la otra. Edward miró por encima de sus hombros y comparó la letra de ambas.

—¿Crees que las dos han sido escritas por la misma persona? —le preguntó su padre.

—Da esa impresión. Pero es difícil de asegurar. La primera era muy breve.

Lord Brightwell tomó la primera carta, la colocó a la distancia de su brazo extendido y la miró arrugando la barbilla.

—Me da la impresión de que las ha escrito una mujer.

—Pero el sospechoso más inmediato es Félix —dijo Edward poniéndose tenso.

—¿Félix? Tu primo apenas es capaz de planificar qué ropa se va a poner para cenar. Sería incapaz de urdir algo así —afirmó su padre al devolverle la segunda nota.

—Es el que más beneficio sacaría.

—No en este momento. Edward, no te olvides de que el título de cortesía que ostentas en estos momentos es también mío. Incluso en el caso de que fueras a renunciar, Félix no podría utilizarlo en tu lugar, no es mi hijo. Solo sería mi presunto heredero, sin título ni herencia hasta el momento de mi muerte.

Edward asintió y empezó a pasear otra vez.

—Cierto, esto no cambiaría el presente, pero sin duda sí sus perspectivas de futuro.

—Tienes razón, pero sigo creyendo que no es capaz ni siquiera de pensar en algo así. ¿Desde dónde ha llegado la carta?

Edward le dio la vuelta al sobre.

—Cirencester. —La palabra resonó en su mente, y recordó el reciente viaje de la señorita Keene «a comprar queso para el asilo». Edward arrugó la frente. Una coincidencia, seguramente.

—¡De muy cerca! —exclamó su padre.

¿Debería contárselo a su padre? Pero no, de ninguna manera podía ser la señorita Keene, ¿o sí? Decidió no revelar por el momento su presencia en Cirencester hacía pocos días.

—¿No ha vuelto Félix a Oxford? —preguntó su padre.

—Sí, pero ambos lugares no están muy lejos, si es que hubiera querido despistarnos.

Cenefa

Inquieto e incapaz de fijar su atención en las cuentas, Edward se puso el libro mayor de la hacienda debajo del brazo y volvió a buscar a Walters. No pudo encontrar al administrador, por lo que se dirigió al piso de arriba. Sentía la necesidad de ver a la señorita Keene, en cierto modo para reafirmar su inocencia.

Con el libro de cuentas entre las manos, Edward entró en el aula en silencio y se sentó al fondo, como siempre hacía. Audrey y Andrew miraban hacia delante, por lo que ni se dieron cuenta de que estaba allí. No obstante, la señorita Keene sí lo vio, y titubeó un poco en la explicación en la que estaba enfrascada.

Lo miró inquisitivamente, pero no dijo nada y continuó con su lección de latín, aunque él la notó algo distraída debido a su presencia.

—En inglés se utilizan algunas expresiones latinas directamente, como por ejemplo viva voce, que significa «hablar normalmente», por medio de la boca, e internos, es decir, «entre nosotros» —leyó.

«¿Habrá escogido estas expresiones a propósito para que yo las oiga?» —se preguntó Edward. Se acordó de los días en los que él era el único que podía oír la voz de la señorita Keene.

Argumentum ad ignorantiam, esto es, una discusión absurda.

Sí, desde luego, habían tenido algunas de esas. Edward cruzó los brazos y apoyó la espalda contra la pared. La miró fijamente.

—Otro ejemplo es alias.

Edward alzó las cejas. ¿No la había acusado alguna vez de utilizar un nombre falso? ¿Eran imaginaciones suyas o le estaba echando en cara su forma de actuar de los primeros tiempos?

Alibi, «estar en otro sitio». —Al decir eso lo miró, a su parecer con expresión culpable. ¿Sentía ella la necesidad de estar en otro sitio? Dado el estado de ánimo en que se encontraba, a cada palabra que ella decía le encontraba un significado oculto y evidentemente acusador. Pero era inocente, ¿no?

La joven se aclaró la garganta y continuó.

Bona fide, literalmente «de buena fe», es decir, sin engaño ni mala intención.

¿Tendría buena intención la señorita Keene? Su padre estaba convencido de ello. Y Edward esperaba de verdad que así fuera. Pero escondía algo, de eso estaba seguro. Nunca había explicado satisfactoriamente por qué había aparecido de repente en Brightwell Court, sin pertenencia alguna y sin más bagaje que el nombre de una escuela, e inicialmente no había explicado de dónde venía. Sin duda tendría que ver con el carácter tempestuoso de su padre, del que quizá había huido. Pero aun así, eso no implicaba en absoluto que tuviera que ver con las notas.

«Dios misericordioso, te pido por favor que no tenga nada que ver con las notas…», rezó.

Extortus, que significa «extorsión». —La señorita Keene lo miró de nuevo, claramente cohibida, y cerró el libro.

¿Por qué estaría tan nerviosa?

—Bueno, creo que por hoy ya basta de latín. Vamos a pasar a las matemáticas. Sacad vuestras pizarras, niños, por favor.

Edward se dio cuenta de que pasaba a la materia que más dominaba y recordó la historia del concurso en la taberna. Le entró una repentina curiosidad y levantó la mano.

—¿Puedo hacer una pregunta?

Los niños se volvieron hacia él sonrientes, pero la señorita Keene parecía cualquier cosa menos contenta.

—Muy bien, adelante.

Abrió el libro de cuentas y buscó uno de los cálculos escritos por Walters.

—¿Cuál es el resultado de multiplicar 4119 por 4 y de dividir el resultado por 12?

Durante un momento, ella miró a algún punto por encima de su cabeza.

—El resultado es 1373. ¿Por qué?

La miró asombrado.

—Me pregunto… ¿hasta dónde llega su inteligencia?