Capítulo 31
«Nunca te faltará una cadena de oro ni una diadema para trenzar tu cabello, ni un sabueso corajudo, ni un halcón bien entrenado, ni un corcel hermoso y rápido».
Sir Walter Scott,
Jock O’Hazeldean.
Una mañana neblinosa de marzo, con una cesta colgada del brazo, Olivia conducía a los niños por el bosque. Conforme avanzaba, les señalaba y nombraba los diversos tipos de flores que se iban encontrando: prímulas, anémonas del bosque y las escasas campanillas de invierno, con sus pequeñas cabezuelas inclinadas. También identificó muchas aves, como algunos escribanos recién emigrados, grajillas que construían sus nidos y un grupo de grajos que volaba casi en fila india por encima del dosel arbóreo.
Cuando se acercaron a la cabaña del guardabosques y caminaron por el claro se encontraron con Croome, que estaba alimentando a sus cerdos.
—¿Qué trae esta vez? —preguntó con voz sufrida, como si fuera una auténtica tortura el hecho de recibir magníficos platos de la mejor cocinera del condado.
—Empanada de carne de cadera y pudín de canario[6] —respondió Olivia alzando la cesta.
Levantó una ceja, muy sorprendido.
—No se preocupe, el pudín no contiene ningún canario, señor Croome.
Se acercó a recoger la cesta, pero Olivia fingió no darse cuenta.
—Hoy estamos aprendiendo los nombres y los comportamientos de algunos animales —dijo Olivia—. Y había pensado que usted podría ayudarnos.
—¿Cómo dice? ¿Qué pasa, que quiere que haga su trabajo, además del mío?
—¿Y quién mejor? ¿Quién sabe de animales más que usted?
—Yo solo sé de piezas de caza, y de vacas, cerdos, gallinas y todo eso. Y, por supuesto, de toda clase de aves de corral y acuáticas.
—¿Y de depredadores, señor Croome?
—¡Pues claro! Un guardabosques tiene que conocer a sus enemigos, ¿no le parece, muchacha? El búho, el cuervo, el gato montés, la comadreja… Pero yo no soy profesor. Nunca lo he sido y nunca lo seré.
—Muy bien —dijo Olivia con un suspiro fingido—. Niños, ¿la perdiz es un ave de tierra o de agua?
—¿Es un pájaro? —se aventuró Audrey.
—¡Una paloma! —exclamó Andrew.
El señor Croome negó con la cabeza sin entrar al trapo.
—¿Y de qué se alimenta el gato montés?
—¿De leche? —volvió a intentarlo Audrey.
—¡De palomas! —exclamó de nuevo Andrew.
—¡Muchacho! —dijo Croome enfadado y alzando los brazos—, ¿has visto alguna vez en tu vida un gato montés?
Andrew negó vigorosamente con la cabeza.
—Pues si lo ves, deberías saber que esa fiera glotona ni se inmutaría al ver un pájaro tan pequeño estando el bosque lleno de liebres. Son sus favoritas. Aunque tampoco le importaría zamparse un faisán o una perdiz, o cualquier tipo de ave, si es que tiene hambre. Por eso meto a Bob en la cabaña durante la noche.
—¿Quién es Bob? —preguntó Andrew, enormemente interesado.
Al ver que el hombre dudaba, Olivia acudió en su ayuda.
—Creo que es la mascota del señor Croome, una perdiz.
Recibió una mirada asesina como recompensa.
—¿Su mascota es una perdiz? —preguntó Audrey asombrada.
—Sí, así es. Y que no se os ocurra tomarme el pelo por eso.
—¡Naturalmente que no, señor! ¿Podemos verla, por favor? —rogó Andrew.
—¿Y podemos darle de comer? —añadió Audrey en el mismo tono.
Croome dirigió una larga mirada a Olivia en la que el resentimiento dio paso a la resignación.
—Bueno, de acuerdo, granujillas. Voy a sacarla para enseñárosla.
Olivia sacó de la cesta dos platos cubiertos. Croome se acercó a recogerlos, pero la muchacha los retiró un poco.
—La señora Moore me ha dicho que va a necesitar los platos en la cocina para cuando volvamos. ¿Tiene algo donde podamos poner la comida?
Bajó las cejas y volvió a mirarla con aparente inquina. No obstante, a ella le pareció notar un destello de buen humor en su mirada de color azul grisáceo.
—No intentes liarme, muchacha. Lo único que quieres es husmear en mi casa, ¿verdad?
—Los platos empiezan a pesarme mucho… —respondió encogiéndose de hombros.
—Bueno, pues entonces vamos dentro. Limpíese las botas, amo Andrew. Esto no es una cochiquera.
Una vez dentro, Croome colocó la empanada y el pudín de color amarillo limón en sendos cuencos mientras los niños miraban encantados a Bob, que seguía a Croome como si fuera un perrito faldero. Olivia caminó despacio por la habitación mirando el polvo acumulado, las telarañas, una pequeña estantería y dos coloridos retratos colgados en la pared, muy bien enmarcados, como si estuvieran en una galería de arte. Se acercó a mirarlos más de cerca. Aunque la tela de los lienzos era basta, los retratos en sí mismos eran sorprendentemente buenos. El primero era de un hombre, pintado de cintura para arriba, mirando fijamente un pajarito que sostenía en la mano. En su rostro se dibujaba una sonrisa contenida, la que se suele poner para posar en un retrato. El artista había sido capaz de captar una expresión viva, a medio camino entre el distanciamiento y la complacencia de ser observado.
—¡Vaya, pero si es usted! —exclamó Olivia. Le había resultado algo difícil reconocer al señor Croome sonriendo.
—Deje de mirar lo que no le importa. Yo no quería ningún retrato, pero Alice me lo hizo sin que me diera cuenta. Lo pintó, lo enmarcó y lo colgó ahí. A ella le gustaba, así que no lo he quitado. Déjelo donde está y váyase de ahí.
Olivia no le hizo caso y empezó a mirar con interés la segunda pintura. Era un retrato de una mujer, cabeza y hombros, rodeada de flores muy coloridas y algún que otro querubín. No era tan realista como el del señor Croome, pero se apreciaba una belleza vaga y etérea.
—¿Es de su esposa? —preguntó Olivia.
—Sí. Esa es mi Maggie —Croome dejó a los niños, muy entretenidos alimentando a Bob, y se acercó para mirar el cuadro—. Se parece mucho a ella, aunque Alice lo pintó de memoria después de que su madre muriera.
—Era muy guapa.
—Mucho más de lo que se aprecia en el cuadro —dijo él asintiendo—. O al menos eso pienso yo.
—Siento muchísimo su pérdida —dijo Olivia. Le habría gustado preguntar por Alice, pero no se atrevió.
—No tanto como yo —dijo él sin aspereza mientras se volvía. De inmediato volvió a su forma de ser habitual—. Bueno, aquí tiene sus condenados platos. Y se acabó la intromisión. Siga con sus clases, pero no aquí.
Edward estaba paseando tranquilamente por el bosque con la intención de llegar a su rincón favorito al lado del río. El aire, bastante fresco, olía a hierba recién cortada, a tierra mojada y a lluvia. Los petirrojos no paraban de cantar formando un alegre coro a su alrededor. Y al canto de los pájaros se unieron voces de niños, lo que le hizo detenerse. Oyó risas y ruidos extraños. ¿Qué era eso? ¿Estaría la señorita Keene en el bosque con los niños, en una de sus «expediciones naturalistas»?
Avanzó hacia donde procedía el ruido, primero con cierta rapidez, pero después más despacio, pues se dio cuenta de que se dirigía a la cabaña del guardabosques.
Al borde del claro, se detuvo para observar sin ser visto la escena, que le resultó completamente inusitada.
La señorita Keene estaba sentada sobre un tocón, y Audrey estaba haciendo un lento movimiento pendular agarrada a una cuerda vieja. El señor Croome le estaba enseñando a Andrew cómo colocar su pequeño hombro para alinear la flecha del arco que sostenía. El niño lanzó la flecha, que hizo un corto y débil vuelo y fue a caer bastante alejada de la diana de paja que había preparado el guardabosques un poco más allá.
—¡Ayy! Está muy fuerte —se quejó Andrew—. ¿Por qué utilizar flechas si tiene usted una escopeta, señor Croome? Déjeme usarla y ya verá como aprendo a matar cualquier pieza, ¡ya lo verá!
—Cada arma tiene su cometido, jovencito. Y entre ellas el arco y las flechas.
—Pues no entiendo para qué sirven. ¿Por qué no pegarle un tiro a la pieza y santas pascuas?
—Piense un poco, cabeza de chorlito. Con el primer tiro todo el condado se enteraría. Y las posibles piezas de caza saldrían pitando a esconderse. Pero con el arco y las flechas no se hace nada de ruido. Se puede cazar una liebre o abatir un ciervo sin que se entere ninguno de los que estén alrededor.
—Claro…
—Y ahora inténtelo de nuevo, amo Andrew, y esta vez tire con toda la fuerza que Dios le ha dado.
—¡Seguro que puedes, Andrew! —lo animó la señorita Keene.
—¡Y no olvides apuntar bien! —añadió Audrey con cierta aprensión.
Ayudado por el guardabosques, Andrew lanzó la flecha, que esta vez se clavó en la diana de papel, en uno de los círculos externos.
Audrey y la señorita Keene lo jalearon, y Croome le dio un golpe de felicitación en el hombro que hizo tambalearse al pequeño, pero la sonrisa de Andrew se hizo mucho más amplia. Edward tuvo sentimientos encontrados, pues recordó las advertencias de su padre sobre el guardabosques cuando era pequeño. Edward había compartido esas preocupaciones con la propia señorita Keene, y pese a ello parecía sentirse segura y a gusto llevando a los niños con él.
—¡He acertado en la diana, primo Edward! ¿Lo ha visto? —le preguntó Andrew.
—Claro que sí. ¡Muy bien!
—¡Pero no me ha visto a mí! —se quejó Audrey—. Yo también le he dado una vez a la diana, y más cerca del centro que Andrew.
—Siento habérmelo perdido. Si quieres, podrías intentarlo de nuevo.
—Igual lord Bradley quiere probar, así nos enseñaría cómo se hace —sugirió la señorita Keene. Le brillaban los ojos, que le parecieron más azules que otras veces.
—Le agradezco su amable ofrecimiento —dijo entrecerrando los ojos— pero no me gustaría interrumpir la educación de los niños o lo que sea que estén haciendo.
—Hacemos deporte, que es muy bueno para el cuerpo y el espíritu.
—¡Vamos, primo Edward, pruebe! —dijo Andrew con su urgencia habitual—. No lo puede hacer peor que la señorita Keene. ¡Ha clavado la flecha en la cabaña del señor Croome!
La institutriz se puso colorada. El señor Croome miró hacia otro lado y se rascó la parte de atrás del cuello.
—¡No me digas! —exclamó Edward, intentando controlar la sonrisa sin conseguirlo del todo.
—¿Qué, vamos a disparar, o a estar de chachara todo el santo día? —gruñó Croome—. Tengo que poner trampas y recolectar huevos.
—De acuerdo, probaré una vez —dijo Edward tragando saliva.
Croome le pasó otro arco, más grande que el de Andrew, y una flecha. Lo miró con desconcertante intensidad.
—Nunca ha disparado antes con arco, ¿verdad?
¿Tan obvio resultaba?
—No, señor, no lo he hecho.
Croome asintió y habló en voz baja y tranquila.
—Apoye aquí la flecha y nivélela, mantenga los dos ojos abiertos. Tire hacia atrás, hasta tocar el hombro, apunte y después dispare.
Edward siguió sus instrucciones, aunque se golpeó ligeramente en la mejilla al soltar la flecha, que se clavó en la diana, no lejos de donde estaba la de Andrew.
—No está mal para ser su primer flechazo —dijo Croome, que vio el rasguño en la mejilla—. A esto creo que sobrevivirá.
—Eso espero, señor Croome —dijo Olivia, sonriendo—. Quizá podría usted enseñarnos cómo se hace. Me temo que ninguno de nosotros lo hacemos todavía como se debe.
—Lo único que hace falta es práctica.
—Nos gustaría verle disparar a usted —rogó Audrey—. ¡Seguro que lo hace muy bien!
—No lo hago mal, pero no me gusta darme pisto.
—¡No diga eso! Queremos verle —insistió Andrew—. ¡Por favor!
Croome miró a Edward como si le pidiera permiso, lo cual le sorprendió bastante.
—Adelante, señor Croome. Si usted quiere, claro —dijo.
—¡Sí, sí!
—Bueno, de acuerdo, granujillas, aunque solo sea para que paréis de cotorrear y me dejéis en paz.
Croome tomó el arco y colocó la flecha de forma ágil y suave. Tensó la cuerda con aparente facilidad y apuntó. Acertó en pleno centro.
Edward pensó que bajo ningún concepto querría que ese hombre fuera su enemigo.
Le sorprendió ver un ave avanzando hacia ellos tranquilamente por el claro, con el cuello estrecho y gris bien levantado y su amplia panza apoyada sobre dos patitas estrechas, como si fuera un lacayo bien alimentado y algo pretencioso. Edward pensó que se trataba de una perdiz.
Andrew, que de nuevo apuntaba a la diana, cambió de repente de objetivo y apuntó a la perdiz, al tiempo que hacía un ruido con la boca, imitando un disparo.
Croome lo agarró del brazo inmediatamente.
—No, amo Andrew. Ni se le ocurra.
Edward sintió inmediatamente que debía defender a su sobrino, pues no le gustó el modo rudo en que le habló y trató el guardabosques. ¿A causa de una posible pieza de caza?
—Lo siento, señor Croome —se disculpó Andrew muy sinceramente—. Solo bromeaba. Jamás le dispararía a Bob, ¡jamás!
«¿Bob?», pensó. «¿Este hombre tiene una mascota que es una perdiz y la llama Bob?».
Puede que, después de todo, el guardabosques no fuera un personaje tan temible como le habían hecho creer a Edward.