Prólogo

Durante muchos años no pude recordar un solo día sin que la ardiente brasa del remordimiento me quemara por dentro. Intenté enterrar el recuerdo en las zonas más oscuras de mi mente, pero siempre había algo que me impelía a evocarlo: el letrero de una taberna, una columna de cifras, un caballero elegantemente vestido… Y cuando el recuerdo reaparecía, no podía evitar una mueca de dolor, aunque de inmediato se escabullera como un ladrón en la noche.

Aquel día empezó de maravilla. Mi madre, mi padre y yo, que por entonces tenía doce años, estábamos de visita en Chedworth, y pasábamos la tarde como una familia bien avenida, lo que no era muy habitual precisamente. Fuimos a muchos sitios interesantes, entre ellos, por supuesto, las ruinas romanas, donde mi madre se encontró con una antigua amiga. El lugar me gustó muchísimo, y recuerdo que me sentía muy feliz, casi como nunca hasta entonces. Además, mi madre y mi padre también parecían estar a gusto juntos.

Durante el viaje de vuelta, los estados de ánimo se enfriaron, pero lo atribuí al cansancio, y enseguida me quedé dormida en la calesa con la cabeza apoyada sobre el hombro de mi madre.

Cuando llegamos a casa yo seguía estando de un humor magnífico, tanto, que cuando mi padre anunció algo sombríamente que se iba a la taberna, llamada Crown & Crow, le dije que iría con él, aunque hacía muchos meses que ni me acercaba por el lugar.

—Tú verás —dijo entre dientes, y salió sin más comentarios. No pude ni imaginarme la razón de su súbito cambio de humor. Pero lo cierto es que siempre me pasaba igual.

Desde que era una niña de tres o cuatro años iba con él a la Crown & Crow. Me sentaba en el alto mostrador, y allí me ponía a contar hasta mil, o incluso más. ¿Cuántos niños de esa edad son capaces de jugar con números mayores de cien, o incluso de diez? A los seis años, para asombro y diversión de casi todos los parroquianos, hacía sin dificultades sumas de varias cifras. Papá decía dos o tres números y yo, como si tuviera delante una pizarra de vidrio, era capaz de ver la suma de cada columna y la total.

—¿Cuánto suman cuarenta y siete y cincuenta y cinco, Olivia?

—Ciento dos, padre —contestaba yo, pues el resultado se formaba en mi cabeza casi instantáneamente.

—Exacto: ciento dos. ¡Mira que es lista mi niña!

Conforme crecía, los cálculos se fueron haciendo progresivamente más difíciles, y empecé a preguntarme si los agotados viajeros y los viejos clientes habituales de la taberna serían capaces de saber si mis soluciones eran o no correctas. Pero estaba segura de que mi padre sí que lo sabía, ya que era casi tan hábil como yo con los números.

También me llevaba con él a los clubes de carreras, e incluso una vez fuimos al hipódromo de Bibury. Allí hacía apuestas por encargo de otras personas, gente desde Lower Coberly hasta Foxcote. Junto a él, con su libreta negra entre las manos, yo anotaba los pronósticos, las pérdidas y las ganancias, y mentalmente restaba los beneficios de mi padre antes de escribir los resultados. Pronto me atraparon la emoción de las carreras, los suculentos olores a comida y a sidra especiada, la multitud, las exclamaciones de triunfo o de decepción y el estrecho vínculo que se estableció entre mi padre y yo.

A mi madre nunca le gustó que padre me llevara a las carreras y a la taberna, pero yo siempre me ponía de parte de él y rechazaba sus protestas, pues buscaba ansiosamente la aprobación de mi padre. No obstante, cuando empecé a acudir a la escuela para jovencitas de la señorita Cresswell, las salidas con él empezaron a ser menos asiduas.

Aquel día en Crown & Crow, con mis doce años ya era demasiado mayor para sentarme sobre el mostrador. Así que me coloqué junto a mi padre, en la rinconera de la chimenea, frente al enorme hogar, para beber un vaso de cerveza de jengibre mientras él trasegaba una pinta detrás de otra. Los parroquianos habituales, sin duda, se dieron cuenta de que estaba de un humor de perros y ni se acercaron a nosotros.

Y entonces llegaron ellos: un caballero bien vestido y su hijo, que llevaba un abrigo azul y un sombrero de paja con una banda, ambos típicos de los uniformes escolares de clase alta. Estaba claro que el hombre era un caballero, puede que incluso de la nobleza. En la taberna cesaron las conversaciones de inmediato, como signo silencioso de la evidente diferencia de clase con los recién llegados.

El muchacho, que debía ser uno o dos años mayor que yo, me lanzó una rápida mirada. Ambos fuimos conscientes de nuestras respectivas presencias, ya que éramos los únicos jóvenes que había en el establecimiento. Su mirada transmitía cierto desinterés y bastante autocontrol, o al menos eso intuí al ver su expresión.

El caballero saludó a los presentes de forma general y, con una actitud un tanto engreída, explicó que él y su hijo venían de visitar a cierto conocido de la nobleza e iban de regreso a Londres para dejar de nuevo al joven dentro de los nobles muros de la afamada escuela masculina de Harrow.

Mi padre, con las mejillas muy rojas y los ojos repentinamente brillantes, se dirigió al caballero.

—Conque un muchacho de Harrow, ¿eh? —espetó.

—Por supuesto que sí —respondió el caballero—. Igual que su padre.

—Y seguro que es un chico muy listo, claro —insistió mi padre.

—Naturalmente. —Fue su respuesta inmediata, aunque le surcó el rostro una casi inapreciable sombra de duda.

—Seguro que una niña pueblerina no podría ni soñar con superarle en nada, ¿no es cierto? —dijo mi padre, señalándome con la cabeza, y mi corazón empezó a acelerarse. El estómago se me encogió de pavor.

—Yo diría que no —dijo el caballero tras dirigirme una fugaz mirada.

—¿Se apostaría usted algo? —preguntó sonriendo.

No era la primera vez, ni mucho menos. A lo largo de los años, muchos de los parroquianos habituales habían cruzado modestas apuestas con padre acerca de mi capacidad para realizar cálculos difíciles. Y hasta los perdedores aplaudían al ver que lo lograba y nos invitaban a los dos a consumiciones.

—¿Apostar? ¿Sobre qué? —preguntó el caballero, torciendo el gesto.

—Pues a que la niña es mejor en cálculo mental que su hijo. Supongo que en Harrow les enseñan matemáticas, ¿no?

—Por supuesto, señor. Es la mejor escuela del país. Yo diría que del mundo.

—No lo pongo en duda. De todas maneras, esta niña es muy inteligente. ¿Estáis de acuerdo, amigos? —preguntó mi padre, buscando y logrando la aquiescencia de los presentes—. Va a la escuela de la señorita Cresswell.

—¿De la señorita Cresswell? —respondió el caballero con evidente sarcasmo, lo que me produjo estremecimientos en la espina dorsal—. Vaya, vaya, Herbert, creo que deberíamos rendirnos sin siquiera luchar.

Mi padre controló su malhumor. Hasta se permitió realizar un gesto de indiferencia.

—En realidad, solamente pretendía que pasáramos un rato agradable y divertido.

—¿Qué propone exactamente? —dijo el caballero, que retuvo el vaso antes de llevárselo a los labios.

—Pues nada fuera de lo normal: sumas, divisiones, multiplicaciones… Ganaría el que respondiera primero. El mejor de tres, por ejemplo.

En ese momento fue cuando me di cuenta: la estudiada indiferencia y confianza del muchacho se vinieron abajo de repente. Y fueron sustituidas por la palidez del miedo.

El caballero dirigió una rápida mirada a su hijo y terminó de beberse la cerveza.

—No creo que esa actividad resultara divertida, buen hombre. Además, debemos seguir nuestro camino. Nos espera un largo viaje —afirmó mientras dejaba el vaso y una guinea de oro en el mostrador.

—No se lo reprocho —dijo mi padre, que se levantó y dejó a su vez otra guinea en la barra—. Sería un mal trago que a su chico lo derrotara una muchacha, y encima pueblerina.

—Pa… padre —musité—. No.

—Bueno, Herbert, no podemos soportar esto, ¿no te parece? —afirmó el caballero con tono de enfado contenido, y tocó con el bastón el hombro de su hijo—. Por el honor de Harrow; y de la familia, naturalmente.

Al ver la mirada de auténtico terror que el muchacho le lanzó a su padre tuve claro la que se avecinaba. Adiviné el miedo a decepcionarlo, su necesidad de aprobación y el horror a ser derrotado en el concurso que se había propuesto. Estaba claro que no era muy bueno en matemáticas, y probablemente procurara ocultarle el hecho a su padre. Y, de repente, sus dificultades iban a salir a la luz de forma tan pública como mortificante.

—Excelente —dijo mi padre—. ¿Diez guineas para el ganador?

—¿Por cada cálculo? Me parece muy bien —respondió el caballero rápidamente, con la idea de aprovechar la situación—. Treinta guineas en total. Hasta yo soy bueno calculando, como puede ver.

Tragué saliva. Mi padre no tenía intención de apostar treinta guineas. De hecho, ni siquiera disponía de tanto dinero, y seguro que el caballero era muy consciente de ello.

—Muy bien —asintió mi padre sin apenas pestañear—. Empecemos con cálculos fáciles, ¿le parece? El primero que dé la respuesta correcta gana.

Enunció dos números de tres cifras, y el resultado de la suma se formó inmediatamente en mi cerebro y salió de mis labios antes de que pudiera siquiera pensar en impedirlo.

Miré a Herbert. Una gota de sudor le caía despacio desde el nacimiento del pelo y le surcaba la mejilla.

—Vamos, Herbert. Por esta vez no tienes que portarte como un caballero. Olvídate de eso de «las damas primero» en este caso, ¿de acuerdo?

Herbert asintió, y fijó la vista en los labios de mi padre, como si intentara lograr que los siguientes números fueran fáciles y pudiera controlarlos con la mirada.

Papá propuso una división no demasiado difícil, y de nuevo se me dibujó la respuesta en el aire de forma instantánea.

Y de nuevo el muchacho se quedó mudo.

«Vamos», lo animé en silencio. «Responde».

—Venga, Herbert —le urgió su padre con gesto tenso—. No tenemos toda la noche.

—¿Le importaría repetir los números, señor? —rogó Herbert débilmente, y sentí una punzada de pena en el corazón.

Noté la mirada crítica de mi padre, al tiempo que oía cómo, en voz muy baja, me ordenaba que contestara.

—¡Responde, niña!

—Seiscientos cuarenta y cuatro —dije con tono de disculpa y evitando las miradas de la concurrencia.

Por todos los rincones de la taberna sonaron murmullos de aprobación. Por su parte, el caballero se puso de pie, echando fuego por los ojos.

—Es imposible que la muchacha sea capaz de hacer esos cálculos mentales tan rápido por sí misma. Me doy cuenta de lo que está pasando. Hacen trampa, ¿verdad? Seguro que no somos los primeros viajeros incautos a los que toma el pelo con su monita amaestrada para responder a cálculos que han preparado de antemano.

Me encogí a la espera de que mi padre se pusiera de pie, blandiendo los puños, y golpeara al hombre como respuesta a su acusación. Él no podía soportar a los tramposos, y le había visto muchas veces estallar de rabia ante una carrera o un juego amañado. Por supuesto, siempre se quedaba con la parte acordada de las ganancias en las apuestas que hacía en nombre de otros, pero nunca tomaba un penique más de lo estipulado.

—Veamos cómo lo hace si soy yo el que propone el cálculo —exigió el caballero—. Y quien primero responda, gana todo el concurso y el dinero apostado.

¿Dejaría mi padre sin respuesta una insinuación tan insultante?

El posadero le puso una mano sobre el brazo, sin duda asustado por los posibles destrozos que podrían producirse en su establecimiento.

—¿Por qué no, hombre? —dijo en voz baja, aunque con cierta urgencia—. Deja que Olivia demuestre lo inteligente que es, como todos sabemos.

Mi padre dudaba.

—A no ser que tenga miedo —se mofó el caballero.

—No tengo ningún miedo.

Mi padre perforó con la mirada al petulante individuo, mientras que yo no podía apartar los ojos de su hijo. Llevaba escritos en su rostro la vergüenza y la humillación. Ya resultaba bastante sorprendente que una niña fuera inteligente. En todo caso, la situación solo podía considerarse una pequeña trampa de taberna, pese a que su planteamiento había sido claro y abierto. Pero otra cosa muy distinta era que se demostrara en público delante de un padre que tenía un hijo mentalmente lento y que una muchacha plebeya y del montón fuera capaz de derrotarlo y de dejarlo en ridículo sin la más mínima dificultad. No pude por menos que estremecerme al pensar en las ácidas reprimendas y el frío distanciamiento que el muchacho sin duda sufriría durante el largo viaje de regreso que tenía por delante. Y quizá durante el resto de su vida.

El caballero miró hacia arriba mientras pensaba, y pasado un rato lanzó su pregunta. Sin duda, él conocía de antemano la respuesta. Podría tratarse de la superficie cultivable de sus posesiones multiplicada por el interés medio obtenido por cada acre el año anterior. O algo parecido a eso, incluyendo un cálculo porcentual. Como de costumbre, el resultado de las operaciones se fue conformando delante de mí, sobre el deprimente fondo de la cara pálida y los sombríos ojos verdes del muchacho. Pero, en esta ocasión, la cifra carecía de la nitidez habitual. Los números se comportaban como esos pececillos de plata que huyen de la luz a toda velocidad y se deslizan debajo de las puertas.

Los ojos del joven se iluminaron. Seguramente se acordó del resultado a base de pura memoria, sin tener que realizar los cálculos, pero tan pronto como pronunció el número en voz alta supe que era la solución correcta. El alivio, casi podría decir que auténtico alborozo, que reflejó su cara me mantuvo a flote durante un segundo. Y la sonrisa de su padre, acompañada de un reconfortante toque en el hombro de su hijo, hizo que me sintiera bien otro segundo más. Pero, de inmediato, me puso en mi sitio la mueca de decepción indescriptible de mi propio padre, y me di cuenta enseguida de las terribles consecuencias de lo que había hecho. Era demasiado tarde, estaba claro. Jamás volvería a llevarme con él. Jamás volvería a referirse a mí como «su niña lista», ni siquiera me llamaría por mi nombre: Olivia.

El caballero recogió la guinea que mi padre había puesto sobre la barra.

—No quiero más que una guinea, pero que esto le sirva de lección. Dejaré que el resto de lo que me debe sirva para cubrir las deudas contraídas con todos los demás incautos a los que ha engañado a lo largo de estos años.

Se volvió con gesto ostentoso, posó la mano enguantada sobre el hombro de su hijo y lo sacó a empujones de la taberna.

Observé su salida, demasiado alterada como para sentir alivio por el hecho de que solo le había ocasionado a mi padre la pérdida de una guinea. Y es que sabía que el coste era mucho más alto: habíamos perdido el respeto de todas las personas que había allí.

Poco a poco fui notando que todos bajaban los párpados y que, de forma inconsciente, se encogían como si quisieran alejarse de nosotros. Sin duda se habían convencido de que la acusación del viajero respecto a que mi habilidad con los números no era más que un burdo engaño y que lo había sido siempre. Todos los vítores, las invitaciones y las apuestas perdidas habían sido fruto de acciones deshonestas. Para ellos éramos unos desaprensivos que llevábamos años engañándolos. Yo llevaba años engañándolos.

Mi silencio lo confirmaba.