Capítulo 17
«El responsable del oficio fúnebre proporcionará profesionales, también llamados “mudos”, que llevarán luto riguroso y permanecerán de pie, muy quietos, aportando dignidad a la ceremonia».
Daniel Poole,
Lo que comía Jane Austen y lo que sabía Charles Dickens.
La tarde siguiente, Olivia se alisaba el corpiño del vestido azul oscuro con dedos temblorosos mientras bajaba las escaleras de camino a la biblioteca. Becky había sacado a los niños a dar un paseo en su lugar, y Olivia deseaba con todas sus fuerzas haber podido estar con ellos en lugar de acudir a la reunión programada con el conde de Brightwell. ¿Qué podía querer de ella? No era posible que tuviera nada que ver con la insidiosa indirecta de lord Bradley. Se estremeció. No. No podía ser eso. Era imposible que hubiera malinterpretado tanto su compasión.
Tomó aire y llamó a la puerta.
—Pase.
Entró y cerró la puerta. El corazón le latía aceleradamente. ¿Iba a reprenderla, o algo peor?
El conde estaba sentado en uno de los sillones de respaldo alto que había frente al fuego, pero se levantó nada más verla entrar.
—Por favor —dijo, haciéndole señas para que se acercara—. Venga aquí, niña. No tiene nada que temer de mí.
Olivia tragó saliva y se acercó. Conforme avanzaba, lord Brightwell la observaba con mucha atención. Descubrió en su cara la misma expresión de asombro de la primera noche. ¿Acaso no había sido él el que le había pedido que fuera a verlo?
—Siéntese, por favor —le dijo, señalándole el otro sillón.
Así lo hizo, poniendo recatadamente las manos sobre el regazo.
Carraspeó.
—Señorita Keene, mi hijo me ha explicado con detalle las circunstancias de su llegada a esta casa. No necesita guardar silencio conmigo. —Su voz era tranquila y amable, y dedujo que escogía las palabras para no ser agresivo con ella ni presionarla.
Ella sintió un nueva punzada de arrepentimiento.
—Milord, le aseguro que no era mi intención escuchar a escondidas.
—No es para eso para lo que le he pedido que venga —dijo levantando la mano para detenerla—. Y aunque no estoy convencido de que deba aprobarlas, sé que las medidas que ha tomado Edward a su juicio estaban justificadas y que lo ha hecho teniendo en mente los intereses de la familia. Señorita Keene, cuando usted me habló la otra noche…
—Me disculpo sinceramente por la inexcusable familiaridad, milord.
—¡No se disculpe, por favor! —Su vehemencia la sorprendió—. A mi llegada, mi propia familia me trató como si fuera un leproso. La suya fue la única muestra sincera y entrañable de calidez que recibí en todo el día.
Olivia sintió cierto placer al oír sus palabras y se miró las manos. De alguna manera supo que él la estaba observando, así que levantó la mirada y se encontró con la suya, que de nuevo la estudiaba con cara de cierto asombro.
—¿No nos conocemos? —preguntó con suavidad.
—No, milord. Los vi a usted y a su esposa a cierta distancia la noche que… la noche anterior a su partida, pero eso es todo.
—¿Puedo preguntarle de dónde viene?
—Del noroeste —dijo, tras dudar un momento—. De las proximidades de Cheltenham.
Volvió a observarla, moviendo la cabeza despacio como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas, haciendo un esfuerzo por parecer informal, aunque con nulo éxito.
—Señorita Keene, ¿puedo preguntarle por… su familia?
Notó la habitual molestia en el estómago y se removió en el sillón, incómoda.
—¿Qué es lo que le gustaría saber?
—¿Cómo son sus padres? ¿De dónde son…?
Se aferró a la primera parte de la pregunta.
—Mi madre es una mujer maravillosa.
El rostro del conde resplandeció.
—¿Sí?
—Es amable y dulce. Inteligente y paciente. Le encanta reír… —En ese momento Olivia dudó, intentando recordar la última vez que había visto reír a su madre.
Lord Brightwell asintió, evidentemente deseoso de recibir más información. Pero Olivia estaba muy desconcertada, y se preguntaba el porqué de todo aquello.
—Continúe.
Pero las lágrimas de nuevo amenazaban con correr a raudales y se mordió el labio para contenerlas.
—La echa de menos —afirmó más que preguntó el conde.
—Muchísimo —susurró Olivia.
—¿Y su padre?
—Es inteligente, a su manera —respondió Olivia, tragando saliva y bajando la mirada—. Muy rápido con los números. Ambicioso. Sincero y directo.
—¿Pero…?
Respiró hondo.
—Es bastante… variable. Cambia de humor con facilidad.
—¿La… maltrata, querida?
—No. Nunca.
—¿Y a su madre?
Olivia bajó los ojos y se miró las manos.
—A veces le habla mal y a gritos. Le hace acusaciones y la amenaza. Pero nunca le había pegado, hasta…
—¿Hasta?
Desvió la vista de su ávida mirada y prefirió no hablar de… eso.
—No siempre fue así. Pero ahora… ahora no hay demasiada cordialidad ni confianza entre nosotros.
—Siento mucho oír lo que me dice.
—No obstante, nunca fue mi intención… —Se contuvo a duras penas.
—¿Qué no fue su intención, señorita Keene?
Vio mucha comprensión en sus ojos y se sintió tentada de contarle toda la historia.
—No importa.
Le acercó un pañuelo.
—Le ruego que me perdone, señorita. No pretendía apenarla.
—No hay nada que perdonar —respondió mientras se secaba los ojos—. Ha sufrido usted una pérdida irreparable.
A él también le brillaron los ojos por las lágrimas.
—Sí, terrible. Le tenía un cariño enorme a mi esposa. Pero también hubo una época en la que nuestra relación no era tan estrecha.
—Me cuesta creerlo —dijo ella pasándose de nuevo el pañuelo por los ojos.
—Es verdad, pero se lo confieso únicamente para darle a usted esperanzas. Puede que su padre vuelva a ser cordial y amable con usted en su momento, señorita… ¿Le puedo preguntar su nombre de pila? Estoy seguro de que Edward no me lo ha dicho.
—Mi nombre es Olivia, pero aquí todo el mundo me llama…
—¿Olivia? —exclamó él, visiblemente asombrado.
—Sí, ya sé que suena demasiado sofisticado para una muchacha del servicio.
—Olivia… —repitió él. En ese momento sus ojos expresaban una extraña mezcla de triunfo y angustia—. Su madre, ella… —titubeó—… ¿se llama Dorothea Hawthorn?
Olivia enmudeció de asombro. Tardó unos segundos en reaccionar.
—No —respondió negando lentamente con la cabeza—. Su nombre de casada es Dorothea Keene.
Se miraron el uno al otro a los ojos hasta que Olivia volvió a hablar en susurros.
—¿De qué conoce a mi madre?
—La primera vez que la vi pensé que no podía ser —dijo mientras movía la cabeza, absolutamente asombrado—. Me parecía estar viendo a un fantasma. O a un ángel. La hija de Dorothea… No me lo podía creer. ¿Cómo está? ¿Hace cuánto que no la ve?
—Hace ya más de dos meses.
Él asintió.
—¿Vivía todavía con sus padres antes de venir aquí, o tenía un trabajo en algún otro sitio?
—Tenía trabajo, pero vivía con ellos.
—Entonces, si me permite preguntárselo, ¿por qué se marchó? ¿Pasó algo o simplemente quería cambiar de trabajo?
—Yo… —Ahora fue ella la que dudó—. No puedo decírselo, milord. Debe perdonarme.
Una nube de preocupación surcó su rostro.
—Pero… ella está bien, espero.
Estalló en lágrimas una vez más. Su voz volvió a convertirse en un susurro casi inaudible.
—No lo sé.
—¿Quiere usted volver a casa? Estoy seguro de que Edward le dará permiso, si yo…
—No puedo volver —dijo ella negando con la cabeza. Intentó cambiar el asunto de forma casi desesperada, y le hizo una pregunta—. ¿Cómo la conoció? No me lo ha dicho.
—¿De verdad que no lo sabe? —Los pálidos ojos de lord Brightwell brillaron—. Ella trabajaba aquí.
Olivia negó con la cabeza, incrédula.
—Era institutriz de mis medias hermanas, mucho más jóvenes que yo. Usted la ha descrito perfectamente antes: encantadora, inteligente, amable… —Pareció que iba a decir algo más, pero se contuvo.
—Me gustaría hablar más con usted, pero… teniendo en cuenta las desafortunadas circunstancias, creo que debemos dejar esa conversación para más adelante.
Pensando en el funeral que iba a tener lugar, Olivia asintió solemnemente para mostrar su acuerdo. Se le agolpaban las preguntas y los labios le temblaban. En realidad, no estaba segura de si quería conocer las respuestas.
Un oscuro nublado se cernió sobre Brightwell Court durante los días siguientes y apagó la habitual brillantez de la casa. Judith Howe retomó el luto estricto sin salirse de los atuendos negros. Una horda de hombres, vestidos con abrigos, sombreros y levitas negras, así como brazaletes de luto, llegaron a la casa como una bandada de cuervos. El señor Tugwell también apareció por allí varias veces estrechando manos y murmurando condolencias tanto a la familia como a la servidumbre.
Como preparación para el funeral, Judith Howe encargó un vestido negro nuevo para Audrey en la tienda de la señorita Ludlow. Mientras tanto, Olivia cosió unas cuantas tiras negras a la falda del único vestido de ese color que tenía la niña para ajustarlo al hecho de que había crecido varios centímetros desde la muerte de su padre. También eliminó las hebillas brillantes de los zapatos negros de Andrew y sustituyó los botones dorados de su abrigo oscuro por otros, negros, naturalmente.
Los niños no iban a acudir al funeral, pero sí que les pidieron que estuvieran en la reunión que tendría lugar previamente. Cuando Olivia los acompañaba por las escaleras para llevarlos al salón principal pudo oír el rumor de las tenues y sombrías conversaciones procedentes de la planta baja, donde los asistentes comían carne fría y empanadas compartiendo recuerdos del pasado y esperanzas para el futuro.
Félix estaba de pie en el pasillo. Vestía los guantes y el pañuelo propios de los portadores del féretro. La saludó, y también a los niños, con una solemne inclinación de cabeza. Por una vez, sus guiños y flirteos brillaron clamorosa y afortunadamente por su ausencia. La niñera Peale le había contado que, de niños, tanto él como Judith habían pasado mucho tiempo en Brightwell Court, aunque no sus padres, y estaba claro que estaban profundamente afectados por el fallecimiento de su tía. La expresión vacilante y desconsolada de su rostro le hacía parecer el niño que no hace mucho había sido.
Por supuesto, Olivia no iba a acudir ni al servicio en la iglesia ni al funeral. Pero desde la ventana de la guardería observó el lento cortejo del coche fúnebre y de los familiares y amigos mientras avanzaba hacia la iglesia de St. Mary y, detrás, la larga procesión de carruajes de duelo, tirados por caballos cubiertos de terciopelo negro, con plumas también negras en la cabeza, que se dirigían a la cripta familiar del cementerio de Estcourt.
Olivia oyó seis campanadas procedentes de la iglesia, que indicaban el fallecimiento de una mujer. Después de una pausa, un repique por cada año de la vida de lady Brightwell. La lenta y cadenciosa sucesión de repiques siguió golpeando el corazón de Olivia hasta mucho después de que sonara el último.