Capítulo 27

«Por la tarde me siento en un banco, sola, en el aula. La verdad es que me gustaría mucho tener al menos alguna relación social. Sería muy agradable».

Miss Ellen Weeton,

Diario de una institutriz, 1811-1825.

Controlando su tristeza, Olivia hizo lo posible por mantener sus actividades según el esquema habitual, sabiendo que los niños mejoraban su rendimiento si encontraban orden y regularidad. Irse a la cama a las ocho era lo estipulado, aunque la señora Howe rompía esa rutina bastante a menudo, acercándose a la habitación una vez que la luz se había apagado para darle «otro besito» a Alexander.

Mientras estaba allí, lo normal era que les diera las buenas noches o les deseara dulces sueños a Audrey y a Andrew, y ambos, pero especialmente el niño, se mostraban encantados con ello. De vez en cuando se acercaba a su cama y tomaba de la mano a Audrey y revolvía el pelo a Andrew, lo mismo que hacía lord Bradley. La expresión de placer del muchacho siempre hacía que a Olivia se le encogiera el corazón. ¿Acaso la mujer no se daba cuenta del poder que tenía para causar alegría o pena?

Viendo lo mucho que estas visitas agradaban a sus pupilos, a Olivia ni se le ocurría quejarse de ellas, ni aunque se hubiera atrevido.

De esta forma pasaron las siguientes semanas del invierno, con relativa paz y tranquilidad. Los sentimientos de Olivia respecto a la suerte de su madre oscilaban constantemente de la esperanza a la más pura tristeza. Estaba ocupada buscando siempre formas novedosas y atractivas de interesar a Andrew por los estudios, mientras que Audrey progresaba en ellos con los métodos que la señorita Cresswell había utilizado con ella y después ella misma con sus alumnas de la escuela.

De todas maneras, era la primera vez en su vida que pasaba tanto tiempo sin la compañía de adultos. Cuando los niños comían o cenaban con la familia, y por las noches, una vez que se habían ido a la cama, Olivia permanecía sola en el aula, pues era más grande y más cálida que su habitación, y también tenía más privacidad que en la guardería, dominio que pertenecía por derecho a la niñera Peale. Allí leía o cosía a la luz de una lámpara de cera. Se acordó del magnífico bordado que su madre hizo una vez para la señora Meacham, la esposa de un antiguo jefe de su padre, y para la mujer de otro jefe más reciente cuyo nombre no conocía. Olivia no era tan primorosa con la aguja, pues carecía de la paciencia suficiente, pero era perfectamente capaz de coser dobladillos y reparar calcetines o medias, y eso era mejor que pasar el tiempo sin hacer nada útil.

Recordaba con alegría los pequeños cojines y la ropa de cama en miniatura que hizo para la casa de muñecas que había fabricado lord Bradley. Lo cierto es que disfrutó muchísimo trabajando con él en ese proyecto clandestino.

Lord Brightwell la invitaba a menudo a sentarse con él por la tarde en la biblioteca, pero raramente lo hacía, para evitar que los cotilleos entre el servicio crecieran como el pan con la levadura.

Por la noche, en la cama, volvían las dudas y las preocupaciones y se torturaba discurriendo acontecimientos posibles tras su huida. Y eso alimentaba el miedo al destino de su madre… y al suyo propio. ¿Dónde estaría su padre? Por una parte, ansiaba que las carreteras se despejaran para ir a averiguarlo todo, pero por otra tenía miedo de que, al hacerlo, se confirmaran las expectativas más funestas.

Y, eso sí, todos los días se levantaba deseando volver al aula para dejar de lado su agitada vida interior y dedicarse de nuevo a enseñar. Hasta había empezado a enseñar a Becky a leer y a escribir en los escasos momentos en que el duro trabajo de la criada lo permitía. Esa actividad le causaba una gran satisfacción. Pensaba que la niñera Peale, que de vez en cuando se asomaba para observar cómo Becky doblaba la espalda, inclinada sobre un libro sencillo, se quejaría. Pero nunca lo hizo.

Cenefa

Un día, a primeros de marzo, Olivia estaba escuchando leer a Becky unas frases de uno de los libros más sencillos de Andrew, y corrigiéndola o ayudándola cuando se atascaba con alguna palabra. Las dos muchachas se quedaron heladas cuando lord Bradley, sin llamar, entró a grandes zancadas en la guardería. De inmediato se dio cuenta de lo que pasaba al verlas juntas, inclinadas sobre un libro cerca del fuego y alumbradas por una lámpara, pues la tarde era oscura y lluviosa.

—¿Una nueva alumna, señorita Keene? —preguntó, y de su tono no resultó posible dilucidar si estaba enfadado o simplemente sentía curiosidad.

—Sí, milord —dijo poniéndose de pie—. Becky está mejorando mucho, aprende a leer muy deprisa. Pero solo damos clase cuando su trabajo se lo permite y Andrew y Audrey están con usted o con su madrastra.

—¿Dónde están ahora? Acabo de volver de Northleach y no los encuentro por ninguna parte.

—La señora Howe se los ha llevado a visitar a la abuela Howe.

—¿A ver a la madre de Dominick? Bien. ¿Y mi padre?

—Pues me temo que no lo sé, milord.

—En fin… Las carreteras empiezan a estar mejor, más o menos transitables. Quizá haya ido a hacer algún recado pospuesto desde hace semanas. Quién sabe.

Olivia pensó en el viaje prometido a Withington ahora que se podía circular. No pensaba que se hubiera ido sin ella.

—¿Puede venir a mi estudio, señorita Keene? Cuando termine lo que está haciendo, por supuesto.

—Naturalmente, milord.

Becky la miró con expresión de disculpa, pues sin duda pensaba que iban a reprender a Olivia por culpa suya. Le sonrió para que no se preocupara.

Unos minutos más tarde, cuando Olivia entró en el estudio, cuya puerta estaba abierta, lord Bradley se levantó del sillón que ocupaba junto al fuego.

—Siéntese, por favor.

Si iba a recibir una reprimenda, lo cierto es que prefería estar de pie.

—¿No aprueba que enseñe a leer y escribir a Becky? Como le he dicho, solo lo hacemos cuando ninguna de las dos estamos ocu…

Él levantó un mano para interrumpirla.

—No lo desapruebo, señorita Keene. Si lo hiciera sería un auténtico hipócrita, ¿no le parece? Pero le advierto de que la señora Howe podría no ser tan liberal como yo me he vuelto en los últimos tiempos.

—Muy bien.

—Siéntese, por favor —repitió él—. Podría pedir té, pero bueno, supongo que…

—No, gracias, milord —dijo ella mientras se sentaba en el sillón de enfrente—. Yo no quiero nada. —Dio por hecho que si un sirviente llevaba té en el estudio al joven amo y a la institutriz las lenguas se desatarían de inmediato.

—Siento curiosidad, señorita Keene —empezó mientras se sentaba de nuevo—. Pensaba que, después de estar trabajando todo el día con los niños, lo último que le apetecería hacer sería dar clase a otra alumna.

—Pues mire, yo lo veo desde otra perspectiva —dijo sonriendo entre dientes—. Cuando acaba el día, Becky está tan agotada que apenas puede mantener los ojos abiertos para leer.

—¿Tanto disfruta enseñando? —preguntó, echándose hacia atrás y juntando los dedos de las manos.

—Sé que puede sonar raro, pero sí —respondió Olivia encogiéndose de hombros—. Creo que Dios me escogió para la enseñanza, o que al menos me dio las cualidades suficientes como para dedicarme a ella. Desde que era una niña muy pequeña quise ser profesora, como mi madre.

Las lágrimas amenazaron con acudir a sus ojos, así que cambió de tema inmediatamente.

—Cuando era pequeño, ¿qué quería ser de mayor? —preguntó mirándolo a la cara, como si la respuesta estuviera escrita en ella.

Miró para otro lado, claramente incómodo.

—¿Ser de mayor? Quería ser lo que pensaba que era…

—Pues entonces, digamos «hacer». ¿Qué quería hacer de mayor?

Ahora fue él el que se encogió de hombros.

—De los caballeros no se espera que trabajen en algo específico. No nací con una gran misión por cumplir grabada a fuego en la frente Solí Deo gloria, como Bach o Beethoven, Rembrandt o Copérnico. —Se detuvo un momento, pensativo—. Deseaba con todas mis fuerzas ser alguna vez el conde de Brightwell, par de la realeza británica, miembro del parlamento, y todas esas cosas, pero realmente no sé por qué lo deseaba. Supongo que porque era lo que se esperaba de mí.

Se recolocó en la silla, de nuevo incómodo.

—Seguiré preguntando, si no le importa. Antes de venir aquí, ¿qué planes tenía? ¿De verdad deseaba enseñar en una pequeña escuela de St. Aldwyns?

—Eso esperaba.

—¿Ese era el sueño que yo le impedí cumplir?

—No, milord, en absoluto. Un peldaño, en todo caso.

La miró expectante.

—Se va a reír de mí.

—Ni se me ocurriría.

—Bien, vamos allá. Mi sueño es tener algún día una escuela de mi propiedad. Si fuera posible, con mi madre como compañera y socia, aunque siempre he pensado que difícilmente mi padre le permitiría hacer algo semejante. Y ahora… —Juntó las palmas de las manos, se las frotó un momento, las volvió a separar y respiró hondo para recuperarse—. Bueno, aunque sea sola. Espero ser algún día dueña y directora de una escuela. Y nada me gustaría más que abrirla para todas las niñas que quisieran acudir a ella, independientemente de que pudieran pagar o no por la enseñanza.

—¿Solo niñas? —preguntó, torciendo un poco el gesto.

—Hay muchas más escuelas para muchachos, y como alguien ha tenido la amabilidad de decirme hace poco, al parecer enseñar a los niños no es mi fuerte.

—Siento de verdad haber dicho eso.

—Tenía usted toda la razón. Al menos en ese momento. Creo que ahora Andrew está mejorando notablemente.

—Estoy convencido de que tiene razón. Me pregunto qué habríamos hecho sin usted.

Sintió cómo se ruborizaba. Bajo ningún concepto había deseado realzar sus capacidades.

—No tengo la menor duda de que cualquier otra institutriz estaría haciéndolo igual, casi seguro que mejor que yo. No vaya a creerse que me considero irreemplazable.

—Vaya. Sé de varias personas que discutirían eso —afirmó mirándola intensamente.

Ella no le preguntó si él estaba entre ellos.

Cenefa

Cuando la señorita Keene se marchó, Edward volvió a sentarse junto al fuego a observar las ascuas naranjas y las llamas ocasionales que se formaban. Lo que le había dicho era absolutamente cierto. No tenía deseos de hacer nada concreto. Sí, seguro que habría disfrutado de los privilegios de ser señor de la hacienda, gestionarla, invertir en las propiedades y gozar de las recompensas de una gestión adecuada y responsable. Pero, aun así, eso no significaría «hacer» demasiadas cosas. Un empleado, y quizás un nuevo administrador, se encargarían de los asuntos del día a día, mientras que los arrendatarios, los trabajadores y los sirvientes serían los que llevarían a cabo el trabajo de verdad.

No disfrutaba dirigiendo a las personas, y siempre se ponía tenso cuando la señora Hinkley o Walters le consultaban algún problema con un sirviente o un arrendatario. No le importaba escuchar, ni tampoco plantear posibles soluciones, pero se sentía muy incómodo con las lágrimas y las excusas.

También se sentía bien ejerciendo la responsabilidad de ser el magistrado del pueblo, y le parecía que podía resultar un buen entrenamiento de cara a su futuro puesto en la Cámara de los Lores. También había disfrutado aprendiendo leyes en Oxford, aunque como caballero y futuro conde, nunca se había planteado la abogacía como una profesión, ni tampoco ninguna otra. ¿Pero ahora?

La señorita Keene le había dicho que, desde muy niña, había deseado siempre ser profesora, como su madre. Charles Tugwell siempre quiso ser vicario, como su padre antes que él. ¿No era normal que él mismo deseara también seguir los pasos de su padre?

El único trabajo de verdad con el que había disfrutado de pequeño fue construir cosas con el señor Matthews. El antiguo administrador no había sido un lince con las cuentas, pero era capaz de reparar la rueda de un carruaje o el marco de una ventana sin ningún problema. Muchas veces les había dado a Edward y al joven Félix trozos de madera, clavos torcidos, mazos y martillos para que construyeran lo que les pareciera bien. Félix clavó los clavos en tableros, mientras que Edward construyó un banco que se colocó en el prado del establo y que todavía estaba allí, y una pequeña librería de tres estantes que, durante bastantes años, estuvo en su habitación y que desapareció cuando se marchó interno a la escuela. Estaba seguro de que fue directa al fuego.

El señor Matthew construía con madera y con piedra. A partir de planos que dibujaba o directamente, solo siguiendo los esquemas que sin duda se formaban en su cabeza. Y Edward disfrutaba muchísimo ayudándolo, sobre todo durante los largos meses en los que su padre no estaba.

Pero, en realidad, lo que él hacía era ayudar, y sus capacidades eran bastante escasas, sobre todo si se comparaban con las de Matthews. Lo dejó cuando se hizo un hombre. En Oxford no había lugar para la carpintería y la construcción. Para la arquitectura quizá. Pero él no soñaba con construir majestuosas catedrales o palacios. Y tampoco podía dedicarse a fabricar y vender bancos de madera, estanterías, casas de muñecas ni cosas así, estaba claro. ¿Cómo reaccionarían sus supuestos amigos, o incluso los habitantes del pueblo o los arrendatarios ante la idea de Edward Stanton Bradley desempeñando una profesión tan humilde? Las burlas serían inacabables.

¿Tendrían las vidas de otros hombres la misma falta de objetivos? Entre sus iguales, sin duda que sí. Pero se recordó a sí mismo que serían sus iguales por poco tiempo.