Capítulo 33
«La verdadera dificultad del puesto de una institutriz es que no está bien definido. No es una amiga, ni una invitada, ni una directora, ni tampoco forma parte del servicio, pero es un poco de todo eso. Nadie sabe exactamente cómo debe tratarla».
M. Jeanne Peterson,
Calla y sufre.
Ese domingo, al ir al oficio religioso, Olivia caminaba detrás de la familia, a cierta distancia. Era lo apropiado. Al entrar en la iglesia tras los Bradley y los Howe se dio cuenta de que mucha gente les sonreía y saludaba, pero que nadie se dirigía a ella.
Sin embargo, Eliza Ludlow le sonrió y señaló el sitio que había libre a su lado. Afortunadamente. Olivia se sentó junto a ella.
Otra vez lo mismo. No era de la familia y no se podía sentar al lado de ellos, pero su lugar no estaba tampoco en la galería, junto al servicio, aunque sin duda allí se habría sentido más a gusto. Como si se diera cuenta de su desasosiego, la señorita Ludlow le apretó la mano enguantada y se ofreció a compartir con ella el libro de oraciones. Era un verdadero encanto de mujer.
Después del servicio, salió de la iglesia junto a ella.
—La rebeca le sienta de maravilla, señorita Keene.
—Gracias. Me encanta este tono cereza de cachemira que me sugirió. Mucho mejor que el morado que yo pensé primero.
—Me alegro de que le guste —dijo Eliza Ludlow apretándole el brazo—. ¿Es cierto que nos veremos en el asilo los miércoles?
—Sí, si es que puedo ayudar de alguna manera.
—¡Por supuesto, no lo dude! El señor Tugwell habla muy bien de su generosidad y disposición.
A Olivia se le cayó el alma a los pies al ver la mirada de puro anhelo que la amable mujer dirigía al vicario a través de la nave de la iglesia. Él repartía apretones de mano y saludos a las personas que se iban marchando. Cuando llegaron a su altura, dedicó una breve sonrisa a la señorita Ludlow y una de sus miradas angelicales a Olivia.
—Señorita Keene, espero que esté bien —dijo tomándole la mano.
—Sí, señor, lo estoy. Gracias.
Vio claramente cómo la señorita Ludlow los miraba de reojo, y también reparó en la fría sonrisa que le dirigió al ver la atención que el vicario le prestaba a ella, una casi recién llegada, y el apretón de la mano. ¿Acaso estaba ciego aquel hombre? ¿O es que ignoraba a propósito a la señorita Ludlow sin darse cuenta de lo que valía esa mujer?
Ella consideraba que Eliza era un auténtico tesoro. Tenía los ojos pardos, unos graciosos hoyuelos y una sonrisa amable, aunque precisamente la anterior resultara un tanto torcida. El pelo, oscuro, formaba una media melena, algo recogida hacia atrás, y enmarcaba su rostro dándole mucho atractivo. Eliza no tenía la belleza deslumbrante de Judith Howe o Sybil Harrington, de esa clase que atrae todas las miradas al entrar en una habitación, pero sí un atractivo suave y natural. Además era dulce, inteligente, caritativa y agradable con las personas. ¿Qué hacía que el señor Tugwell le prestara tan poca atención? Olivia esperaba con todo su corazón que el sin duda pasajero interés en ella del señor Tugwell no supusiera una traba entre ellas dos. Era difícil encontrar amistades que merecieran la pena, y más en su situación actual.
—Quizá le apetezca tomar el té conmigo el miércoles —le propuso la señorita Ludlow cuando se estaban despidiendo—, después de nuestro trabajo en el asilo.
—Será un honor para mí —aceptó Olivia con una sonrisa.
Sí, un auténtico tesoro.
Olivia miró con interés el letrero que presidía un edificio blanco de una sola planta. Las letras formaban un dibujo que se parecía bastante a la silueta de una paloma: «El asilo de Jesús».
—Lady Brightwell financió esa placa —dijo Charles Tugwell mientras cruzaba el jardín de la vicaría—. La verdad es que me parece algo irónico. El asilo lo construyó un propietario rural que hizo fortuna comerciando con tierras y otras propiedades. Se granjeó una reputación bastante dudosa a cuenta de sus negocios. Me pregunto si no querría compensar sus malas acciones y salvar su alma con esta obra de caridad.
—¿Acaso no agradece las obras de caridad? —preguntó ella, que agarró el asa de la cesta con ambas manos justo en el momento en que la brisa soltó una cinta del sombrero, que se le puso en la cara.
—Mi querida señorita Keene, ¿qué sería de nosotros sin las obras de caridad? —dijo, apartándole la cinta de la cara—. ¿Acaso no dice nuestro Señor que «por sus obras los conoceréis», y no solo por sus palabras o por escuchar sus enseñanzas? No obstante, el camino al cielo no se gana escalando una montaña de obras de caridad.
Sus palabras la confundieron un poco. ¿No eran de agradecer las obras de caridad, incluidas las suyas? ¿No servían para nada? No era eso lo que esperaba oír.
—Me sorprende usted. Si las buenas obras no nos procuran el perdón de Dios, ¿qué podemos hacer entonces?
—Nada en absoluto. Por eso me parece tan adecuado el nombre de este asilo. Nosotros no podemos redimir nuestros comportamientos oscuros, señorita Keene. Es el Señor el único que puede hacerlo y lo hace, de hecho. Nosotros, por nuestra parte, hemos de aceptar la salvación que nos proporciona por su gracia, no rechazarla. Hace mucho tiempo cargó con la cruz de nuestros pecados. Pero… —sonrió y se frotó las manos con energía—, podemos ayudar a nuestros semejantes, y estoy seguro de que el corazón de nuestro Padre eterno se alegra mucho cuando lo hacemos.
—¿De veras cree que de esa manera podemos lograr que Dios se alegre? —preguntó ella, dándose cuenta de que estaba arrugando la frente.
—¿Lo dice en serio? ¿Qué idea tiene de Él?
Se encogió de hombros y volvió a hacer un esfuerzo para levantar la pesada cesta.
—La de un Dios que juzga y castiga. Eso creo. Frío y furioso a causa de nuestros pecados.
La miró pensativo.
—Mi querida señorita Keene, ¿no será que lo que usted hace es «adornar» al Creador con las características de su padre terrenal?
La idea la dejó sin palabras. ¿Sería cierto? Y, en todo caso, ¿no era algo natural que así fuese?
—Dios es santo y justo, por supuesto —continuó el señor Tugwell—, pero, al mismo tiempo, su misericordia y su amor son infinitos. Él la ama, Olivia, independientemente de lo que usted haga o deje de hacer.
¡Ojalá su padre la hubiera querido de esa manera! ¿Sería verdad que Dios la seguía amando, pese a lo que había hecho?
—La ama —insistió el señor Tugwell, como si fuera capaz de leer sus pensamientos.
Sonrió débilmente, muy afectada por lo que estaba escuchando y pensando. El vicario hacía que todo pareciera de lo más sencillo. ¿De verdad serían así las cosas? Alzó la vista, y observó que la miraba un tanto avergonzado.
—¡Seguro que se le han quitado las ganas de cumplir con su obra de caridad semanal después de la lata que le estoy dando con mis sermones! Perdóneme, señorita Keene.
—No hay nada que perdonar —dijo, inclinando levemente la cabeza.
—¿Puedo preguntarle qué ha traído? —dijo el vicario cambiando de tema y mirando la cesta—. ¿No será una de las maravillosas tartas de semillas de la señora Moore?
—Pues me temo que no, señor. Solo queso y guantes para los pobres.
—Sea indulgente conmigo, señorita Keene —le rogó con un suspiro—. Me estoy echando a perder con las tartas y los dulces que me traen cada dos por tres las viudas del pueblo. Nuestro deber es dedicarnos a aliviar las desgracias de los pobres, y no nuestros caprichos terrenales, ¿no cree?
Esa última afirmación le resultó un tanto desconcertante. Y cuando alzó la vista, se dio cuenta de que miraba para otro lado, con las mejillas coloreadas como las de un adolescente, como si acabara de darse cuenta de la implicación última de sus palabras.
Dentro del asilo, la señorita Ludlow estaba sentada en un sofá bastante raído, rodeada de telas.
—¿Qué está cosiendo hoy? —preguntó Olivia.
—Unas cortinas nuevas para la ventana de la recepción. Las que hay están echadas a perder. ¿Qué le parece esta muselina?
—Magnífica. Mucho más ligera y alegre que la tela de las que hay ahora.
—Esperaba que le gustara —dijo Eliza sonriendo abiertamente.
Olivia ayudó a la señorita Ludlow a quitar las viejas y polvorientas cortinas y, a partir de ellas, señalar el patrón de corte de las nuevas. La modista dijo que le sería más cómodo coserlas en su propia casa y reiteró la invitación a tomar el té.
El señor Tugwell se despedía de un anciano residente cuando las dos damas se marchaban. Con su habitual cortesía, la señorita Ludlow invitó al vicario a que se uniera a ellas, y pareció sorprenderse al ver que aceptaba inmediatamente.
Poco después, sentados en la sala de estar de la señorita Ludlow, Charles Tugwell sostenía su taza de té con dos dedos.
—¿Qué tal le va con su nuevo trabajo de institutriz, señorita Keene?
—Muy bien, señor, muchas gracias. Todavía echo de menos dar clases en una escuela, pero me gusta mi actividad actual.
—Eso me recuerda que hace unos días fui a la escuela de St. Aldwyns para preguntar a las señoritas Kirby qué tal les iba. Les hablé de usted, pero parece que, al menos por ahora, no necesitan ayuda suplementaria.
—No se preocupe, señor Tugwell —dijo Olivia, que intentó no pensar en su madre—. De momento, estoy muy contenta donde estoy.
—¿Sabe? —empezó asintiendo pensativamente—, tengo una antigua amiga, a decir verdad una amiga de mi esposa fallecida, que regenta con mucho éxito una escuela de señoritas en Kent. Si alguna vez desea un cambio de actividad, sería un placer presentarla.
—Gracias. Lo tendré en cuenta.
—¿Cuántos años tiene, señorita Keene? —dijo mirándola intensamente desde el otro lado de la mesa auxiliar, donde descansaba la bandeja con la tetera y las tazas—. ¿Veinticinco?
Olivia asintió. Su veinticinco cumpleaños había pasado hacía poco, y solo ella había «celebrado» la fecha.
—Y sigue soltera.
Algo cohibida, Olivia asintió en silencio. Él tenía que ser consciente de eso ya. ¿Acaso pensaba que, además del resto de sus secretos, tenía por ahí un esposo oculto?
—Es de lo más extraño que, hasta ahora, ningún hombre de buena posición haya intentado tener con él a una mujer como usted.
Olivia sonrió débilmente y por pura cortesía. Le dio un mordisquito al pastel.
—¿Nunca ha estado enamorada?
Se encogió de hombros, cada vez más molesta con el interrogatorio, y mucho más en presencia de Eliza Ludlow, que observaba atentamente la escena con expresión de vulnerabilidad.
—Hubo un joven que me cortejó —empezó tras dudar un momento, esperando evitar con su respuesta que las preguntas fueran adquiriendo un tono todavía más personal—. A su modo era amable e incluso encantador; pero yo no me veía en absoluto casada con él. Trabajaba de aprendiz en una tienda de cepillos, cortando y pegando las cerdas. Estaba muy contento porque ganaba su propio dinero, aunque escaso, según recuerdo: «Un penique por cada veinte nudos, y medio por cada escoba».
La señorita Ludlow le sonrió para animarla. Su gesto le hizo recordar el rostro de aquel muchacho, muy vivo gracias a sus ojos pardos y al pelo moreno que enmarcaba su rostro.
—Era el único joven del pueblo al que no le importaba mi forma de hablar tan sabihonda y el hecho de que leyera a todas horas, pese a que él no leía nada, aparte de la gacetilla, y solo algunas veces. La verdad es que teníamos muy pocas cosas en común.
Olivia recordó con pesar su convivencia diaria con dos personas casadas que prácticamente no tenían nada que ver entre sí. Esos matrimonios solo traían consigo frustraciones, resentimientos y una paz falsa, forzada, extraña e irreal. Bajo ningún concepto deseaba formar parte de algo semejante.
Negó con la cabeza, aspiró con fuerza y terminó de contar la historia.
—Supongo que las muchachas del pueblo eran como debían. Seguro que mis expectativas resultaban demasiado elevadas.
«¿Quién era yo, después de todo?», pensó en silencio tras sus últimas palabras. «Simplemente la hija de un empleado, una señorita de alta cuna, pero venida muy a menos».
El señor Tugwell asintió comprensivamente, pero no dijo nada. Su atención se había centrado en la señorita Ludlow, como si de repente hubiera caído en la cuenta de que también estaba allí.
—¿Y usted por qué no se ha casado, señorita Eliza?
Ella bajó la cabeza y se ruborizó ligeramente.
—Pues no lo sé —murmuró con una risita avergonzada.
—Todos pensábamos que se casaría con el molinero —dijo el señor Tugwell amablemente—. Se trata de un hombre rico e influyente.
—Quizá debería haberlo hecho —dijo la señorita Ludlow con tono amargo, y Olivia se puso de su lado de corazón. El vicario la estaba molestando con sus preguntas, tan directas e incómodas. ¿De verdad no se daba cuenta de lo que sentía por él?
—¿Entonces es cierto que le ofreció matrimonio? —dijo, levantando las cejas, completamente ajeno a su incomodidad creciente.
La señorita Ludlow asintió con una especie de quejido.
—Perdóneme, señorita Eliza. No era mi intención molestarla. Tengo una curiosidad innata, y me preocupo por mis feligreses. Solo me sorprende que no esté usted casada.
—No le amaba —dijo levantando valientemente los ojos y mirándolo con intensidad.
—Ah… —Asintió, pensativo. Empezó a estudiar su taza—. Nunca se ha enamorado… Esa es una buena razón para permanecer soltera.
—Yo no he dicho eso, señor —dijo la mujer manteniendo la tranquilidad.
Inicialmente el vicario pareció inseguro de lo que quería decir, pero se dio cuenta rápido de que se estaba adentrando en aguas turbulentas. Apuró la taza de té y se irguió.
—Bien, muchas gracias por el té, señorita Eliza. No voy a abusar más tiempo de su amable hospitalidad. —Se levantó e hizo una inclinación—. Que tengan una buena tarde, señoritas. —Evitó mirar a las dos damas mientras se calaba el sombrero y casi salía corriendo.