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Se levantaron a las cuatro y media de la mañana y tomaron dos rickshaws. Las autoridades llevaban años intentando prohibirlos, sin éxito. Ellos también formaban parte de la India. Con las motos petardeando por las calles, sorteando a otros rickshaws, a peatones, a vacas sagradas y cuando se pusiera por delante, llegaron de nuevo al límite del barrio previo al Ganges en menos de quince minutos. Esta vez el camino fue más rápido. No tenían que buscar una dirección, sino llegar a los gaths. Pese a ir con Rajiv, varios muchachos se ofrecieron a llevarles en sus barcas, tomándoles por turistas.

—Bienvenidos a la verdadera India —anunció Rajiv al dejar atrás las últimas casas que formaban la frontera natural hasta los templos y palacios del Ganges.

La noche anterior vieron un mundo. Ahora eran testigos del universo entero.

El principal muelle de carga para la contemplación del gran espectáculo era el de Dasashwamedh. Los visitantes subían a todo tipo de embarcaciones y recorrían el río frente a los gaths, viendo cómo por un lado salía el sol y cómo por el otro, frente a él, miles y miles de personas descendían por las escaleras y se bañaban purificando sus cuerpos, unas vestidas, otras desnudas. Nadie miraba a nadie, salvo que se conociera o estuvieran juntos. Había cánticos, plegarias, alegría y muchas conversaciones, ajenas a la presencia diaria de los que, con sus cámaras, los fotografiaban y robaban el alma. Un peregrino que acudiera al Ganges debía sumergirse en cinco lugares distintos del río. Los habituales hacían tres abluciones cada mañana, tomaban el agua con las manos, se inclinaban y la devolvían a la corriente. Cientos de flores abiertas, con lucecitas en su interior, formaban un rosario de estrellas acuáticas depositadas con fervor por unos o por seguir el ritual como visitantes los otros. Según la tradición, había que pedir un deseo al depositar una flor con una velita en el agua. Cualquier fotógrafo enloquecía en los apenas veinte o treinta minutos que duraba aquella explosión de luz y color, hasta que amanecía en el horizonte. Pero en ese tiempo cada detalle contaba. Santones rezando con su mística por bandera, ancianos, madres, niños, algún cuerpo deslizándose por las aguas, chocando a veces con las barcas frente a la indiferencia de unos o el espanto de los extranjeros.

El crematorio de Manikarnika ya funcionaba. Probablemente no dejase de hacerlo en toda la noche. Un cuerpo se abrasaba mientras otros dos estaban preparados para el inicio del ritual. De una cuarta pira, un niño cogía la madera aprovechable, tal vez para otra cremación, más sencilla, sin madera de sándalo, o quizás para uso personal. El rojo de los hombres y el blanco de las mujeres contrastaba entre sí. A las ceremonias acudían únicamente los varones de la familia. El hijo mayor de la persona incinerada se encargaba de prender la pira.

Esta vez no tuvieron que preguntar demasiado.

—¿Gottar, por favor?

Se lo señalaron. Llevaba madera a una de las piras preparadas para la inminente cremación. Pese a tener las dos piernas en apariencia sanas, lo mismo que los pies, el hombre saltaba con gran destreza a la pata coja.

—Es un devoto de Shiva —les indicó Rajiv—. Gran parte de su vida la pasó moviéndose sobre una sola pierna y muchos adeptos le imitan.

No se acercaron a la pira. Esperaron a que el marido de la prima de Indira regresara a por más madera. Entonces le abordaron, siempre con Rajiv como estilete.

Gottar era un hombre de unos cuarenta años, muy delgado. Llevaba el torso desnudo, lo mismo que las piernas. El calzón con el que se cubría estaba ennegrecido por el roce con la madera o el humo de las piras. Los miró con curiosidad, sobre todo a ellas, y no se mostró muy amable hasta que Joa sacó otro puñado de rupias y se lo tendió para ablandarle.

—Dice que, si esperamos, cuando termine su trabajo nos lleva a su casa. Su esposa está allí.

—¿Cuánto tardará eso?

No hizo falta que Rajiv formulara la pregunta.

—Por lo menos hasta media mañana, o cuando termine de apilar leña para las siguientes cremaciones.

Se resignaron y dejaron el gath de Manikarnika para caminar hacia la derecha, en busca de los siguientes gaths. El sol ya sobresalía en su primera mitad frente a ellos, y el Ganges se había convertido en un hervidero de barcas, luces… El silencio era uno de los más hermosos que Joa recordase, porque las oraciones, los suaves cantos o las conversaciones de los que se purificaban apenas si destacaban o lo rompían. Se sentaron en la parte superior de uno de los gaths y absorbieron aquellas imágenes tan poderosas. Cada escena era irrepetible siendo la misma en todas partes. El sol arrancaba ya tonalidades naranjas de aquellas piedras que, según el río bajara con más o menos agua, debían de quedar también más o menos cubiertas o a la vista.

El olor a incienso conseguía ser a veces muy intenso. Un viejo jainista, porque iba desnudo, con un plumero que agitaba por delante de su sexo para ahuyentar a las moscas, descendió los peldaños con tanta fragilidad que temieron que, si se caía, se rompería en mil pedazos dada su delgadez extrema. Rajiv también se convirtió en un peregrino. Bajó para sumergirse en las aguas de su río.

Joa pensó en su misión.

¿Qué dirían aquellas gentes si supieran que la clave de la supervivencia de la Tierra, al menos como la conocían, estaba en sus manos? ¿Qué pensarían? Lo más seguro es que se echaran a reír. Sentados en uno de aquellos escalones no eran más que tres jóvenes, un hombre de veinticinco años, una mujer de diecinueve y una adolescente de quince. Si no daban con Indira y su cristal, si no daban con el quinto cristal, perdido en algún lugar del Tíbet, y si por último no llegaban a Stonehenge a tiempo, antes de que la explosión solar prevista e inminente desplazara el eje de la Tierra, ya nada sería igual.

El propio Ganges aumentaría su caudal al subir el nivel de las aguas de los mares, y muy posiblemente engullese aquellas escalinatas.

Joa sintió aquel nudo albergado en su garganta desde que regresó de su viaje mental a Orión.

Desde que su madre le habló de lo que iba a suceder.

Desde que «ellos» ya no eran un misterio, sino una realidad.

—En qué piensas —le susurró David.

—Estoy arrebatada por esta belleza —le mintió.

—Fíjate en Amina.

Lo hizo. La muchacha lo contemplaba todo con los ojos muy abiertos, pero sin dejar traslucir emoción alguna. Seguía llevando aquella máscara detrás de la cual se ocultaba a menudo. Una pantalla por la que, raramente, filtraba un destello. Durante aquellos días, Joa apenas si había conseguido intimar un poco con ella o conseguir demasiadas respuestas. La que preguntaba era Amina.

Constantemente la sorprendía mirando a David.

Siempre con aquellos ojos ingrávidos.

Una mirada que, día a día, cambiaba levemente de intensidad y color.

La mirada de una joven que empieza a descubrir la vida… y sus sentimientos.

Joa bajó la cabeza al notar que un turista la estaba enfocando a ella con una potente cámara. Quizás destacase allí en medio, con su cabello rojizo. Quizás lo hiciese Amina, con su belleza salvaje y exuberante, incapaz de pasar inadvertida. En momentos como aquél todas las dudas volvían a surgir a flor de piel. ¿Y si no daban con Indira? ¿Y si la encontraban pero no tenía el cristal? ¿Y cómo conseguirían hallar la quinta piedra en un lugar tan difícil como el Tíbet, perdido y olvidado, bajo el implacable régimen chino, y encima sacarla de allí impunemente?

El impenitente fotógrafo mantenía su cámara, dotada con una potente lente de doscientos, sobre ella y sobre Amina.

Ella también se había dado cuenta.

Joa vio su gesto, su mirada. No tuvo tiempo de hacer o decirle nada.

Como si una mano invisible se la arrancara de entre los dedos, la cámara salió despedida y cayó al agua, frente al turista.

De lejos escucharon sus gritos y los de sus acompañantes.

—Amina, no hagas eso —musitó Joa.

—¿Hacer qué?

Las dos se quedaron mirando, disgustada Joa, cargada de una irreverente ironía Amina. El barco se alejaba por el río, ante la consternación del turista que acababa de perder su preciada cámara.

David no se había dado cuenta de nada.

—¿De qué habláis?

—Joa cree que todo lo que sucede es culpa mía —dijo con sarcasmo la niña jordana.

No quería discutir. A veces la pinchaba. Era como si no quisiera abrirse del todo, dejar demasiados resquicios que la hicieran vulnerable. A pesar de lo sucedido en la cruz del Nilo, cuando Joa y David la salvaron, y después, cuando Amina y Joa salvaron a David y a sí mismas hasta salir del hundimiento de la tierra, y a pesar de que allí Amina se le había abrazado sintiéndola como una hermana por primera vez, todavía mantenía sus defensas en alto.

Estaba con ellos, nada más.

Pero aún no formaba parte de ellos.

Si encontraban a Indira la situación podía acabar siendo muy conflictiva.

—¿Han visto? ¡A un turista se le ha caído su cámara al río! —comentó Rajiv al regresar junto a ellos mojado y con la ropa en las manos.

El sol acabó de salir, las escenas de los baños se mantuvieron hasta que, poco a poco, los gaths quedaron de nuevo parcialmente vacíos y la vida en Varanasi volvió a sus cauces habituales. Los crematorios continuaban su labor de convertir en cenizas los restos de los últimos muertos. Miraban hacia ellos de tanto en tanto, aunque desde allí no podían ver a Gottar.

Así transcurrieron unas horas que al final sí se hicieron interminables.

—¿Probamos? —se incorporó David.

Regresaron a Manikarnika. Gottar era muy fácilmente identificable a lo lejos por su peculiar forma de andar, sobre una sola pierna, dando saltos muy flexibles que probaban que su devoción no era una cosa reciente.

—Las religiones matan la libertad —escuchó rezongar a Amina.

Joa le puso una mano en el brazo.

—Ni se te ocurra hacerle bajar la pierna —la conminó.

—No pensaba hacerlo.

—Has de respetar la vida de los demás —insistió Joa.

—¿Cuándo respetaron la mía?

—Sé dura, y fuerte, todo lo que quieras, pero vive y deja vivir, ¿de acuerdo?

—La utopía perfecta.

—Amina…

No le hizo caso. Aceleró el paso y se situó al lado de David.

Como refugiarse bajo un paraguas.

Llegaron al crematorio. Rajiv se acercó a Gottar y cuando regresó junto a ellos les dijo que terminaba en quince minutos. Esperaron en la parte de arriba. Fueron más de veinte, pero no importó. El marido de la prima de Indira se les unió dando saltos y les dijo que le siguieran. Temieron que fuera una distancia considerable, pero no le ofendieron para preguntarle si no era mejor tomar unos rickshaws. Al final la distancia no fue extrema. En menos de diez minutos el hombre se detuvo delante de una casita muy sencilla, humilde, encajonada en una calle sin salida que daba a un muro de piedra. Dos niños pequeños jugaban en la puerta, sobre un mandala ya medio desdibujado desde la mañana. No les permitió el acceso al interior. Al poco salió una mujer cargando a un niño recién nacido en los brazos, con una niña sujeta a su sari. Viji no tendría más allá de veinticinco años, y era hermosa pese a tener ya un imparable aumento de grasa corporal, pero los sucesivos partos la habían azotado hasta hacerle aparentar casi la cuarentena. Cuando vio a Joa y a Amina sus cejas se alzaron hasta engullir su tercer ojo, un punto rojo situado entre ambas.

De sus labios surgió una expresión que Rajiv no les tradujo, tal vez porque fuera imposible. El guardián indio se concentró en lo que les había llevado hasta allí. Él mismo hizo la primera pregunta, pasando del asombro de la mujer.

Viji sin embargo siguió atrapada en él.

—Su marido ya le ha dicho que queremos hablar de Indira. Pregunta por qué os parecéis tanto a ella.

—Dile que somos parientes.

—No lo entenderá —dijo Rajiv—. Ustedes son extranjeras.

—Dígaselo.

El indio se lo traspasó a ella.

La mirada se hizo más inquisitiva. Sobre todo la que dirigió a Amina.

Volvió a suspirar la misma exclamación anterior.

—Pregúntele por su prima —fue ya al grano Joa.

La respuesta resultó larga, cargada de malestar, o por lo menos de disgusto.

—Dice que Indira era hija del diablo, que sólo así se explica lo que hacía y cómo era. Nunca quiso ser india. Se avergonzaba.

—¿Por qué era hija del diablo?

—Hacía cosas extrañas —le tradujo la respuesta—. Miraba con los ojos y congelaba la mente de las personas. Lo aprendía todo sin necesidad de estudiarlo y eso no era normal. Una facultad perversa. Nunca obedecía, siempre actuaba por su cuenta. Estaba loca.

Joa miró a Amina de reojo una vez más.

Casi era la misma descripción que habían hecho de ella en Jordania.

Indira era otra Amina, pero mayor, de veintidós años.

—¿Sabe dónde está?

—No —fue la rápida traducción.

—¿Tal vez en Goa?

La respuesta fue más larga.

—Dice que allí iba al comienzo, haciéndose pasar por extranjera, pero que luego le preocupaba una sola cosa: saber quién era, conocer su identidad, por qué su madre había aparecido de niña en mitad de una tormenta, y por qué desapareció sin dejar rastro. Esas respuestas no podía encontrarlas en Goa, porque allí son los sentidos los que actúan por encima del alma. La última vez que habló con ella le dijo que sólo del espíritu podía conseguir las respuestas, y que el espíritu moraba en los lugares santos del norte.

—¿Qué lugares santos?

Rajiv hizo la pregunta.

—Al norte, muy al norte, cerca de la frontera con Nepal, la tierra de los grandes espíritus.

—¿Algún nombre? —insistió Joa.

Viji respondió con uno:

—Kunma.

—¿Qué es eso?

—Pequeña ciudad, entre Darbhanga y Motihari, cerca Sitamarhi.

—¿De qué vivía?

—Se hizo curandera —les trasladó la respuesta Rajiv.

Curandera.

Tenía sentido.

Ya no sabía nada más de su díscola prima. El niño que sostenía en los brazos se puso a llorar. Como si fuera un acto de reciprocidad, la niña que se sujetaba a su sari hizo lo mismo.

Joa extrajo el camafeo con su cristal del interior de su blusa.

No tuvo que preguntarle si lo conocía o si Indira llevaba uno igual.

Los ojos de Viji se dilataron de nuevo.

—Dice que es el amuleto de Indira, que cómo lo tiene usted —le tradujo sus palabras Rajiv.