28

Les despertó el gong del amanecer. Joa saltó de la cama reaccionando con ímpetu a la llamada. Había dormido toda la noche, de un tirón. Lo primero que hizo fue acercarse a Amina. La chica dormía con placidez, ajena a todo. Tocó su frente, su mejilla y su muñeca. La frente ya no le ardía y el pulso, aunque acelerado por la altura, estaba mucho más acompasado. Descanso y sólo descanso. Evidentemente no se trataba de una enfermedad, sino de un enorme bajón producido, quizás, por la tristeza, como le había dicho la noche anterior.

Una crisis adolescente que en su caso se había convertido en una pérdida absoluta de energía.

Asombroso.

Salió al exterior tras comprobar que el cristal seguía inmóvil en su bolsillo y fue a la celda de Indira y David. La joven india ya no estaba allí. David se estaba desperezando.

—¿Qué tal?

—Si me ha violado, no me he enterado —aseguró con frivolidad.

—A muchos les gustaría que alguien como Indira los violara —se colgó de su cuello para darle un beso.

—Me das miedo —le dijo él una vez más.

—Sólo tengo una certeza en la vida, y eres tú —volvió a besarle.

Cuando salieron fuera se unieron a los monjes que iban a participar de la primera comida del día. No había ni rastro de Indira. Deng Sih fue a su encuentro con una sonrisa expandida en su rostro. Se inclinó con amable solemnidad y les preguntó qué tal habían dormido. Respondieron que bien, más aún: sorprendentemente bien teniendo en cuenta que los jergones no eran las camas de un hotel de primera.

—¿Y la joven enferma?

—Duerme y se recupera.

—Hoy le daremos alimento, pero primero las hierbas —disparó el dedo índice de su mano derecha hacia arriba—. Me ocupo de inmediato.

—¿Ha visto a Indira?

—Vengan.

Los llevó al primer piso del edificio central, y de ahí al segundo y luego al tercero. La terraza era amplia, con las banderas ondeando al viento y una docena de pilares, estatuas, gárgolas y demás adornos dorados como decoración. La parte superior de la estructura, no visible desde abajo, estaba pintada de negro. Las ventanas tenían motivos parecidos a los mandalas y cortinas exteriores que también se movían con suavidad a merced de la suave brisa de la mañana. Desde allí la vista era espectacular, un sinfín de tierra yerma sin nada ni nadie a la vista. La coloración, a medida que el sol surgía por el otro lado de las montañas, cambiaba minuto a minuto.

Indira estaba en el exterior, sentada sobre una piedra, contemplando aquel espacio vacío abierto bajo el resplandor inicial de la mañana.

—¿Medita? —preguntó Joa.

—Su lucha interior se acrecienta —dijo el monje.

—¿De qué habláis? —preguntó David.

—Te lo contaré luego —volvió a dirigirse a Deng Sih—: ¿Cree que esto actúa de revulsivo?

—Es posible. Aquí no hay mucho que hacer. Si un fuego se apaga con agua, el fuego del alma y del espíritu se apaga con paz. Su hermana mayor se está haciendo preguntas.

—¿Encontrará las respuestas?

—Lo importante es saber si quiere encontrarlas, y si estará de acuerdo con ellas cuando lo haga. Hay muchos caminos para subir al Everest.

Le contó la conversación mantenida el día anterior con el monje a David después de la primera comida del día y de atender a Amina, despierta pero débil. Indira no desayunó, ni se dejó ver por el interior del recinto durante aquellas horas. Joa la vio caminar por la parte exterior del monasterio, sólo eso. Deng Sih los llevó al jardín posterior para que fueran testigos de uno de los actos más simbólicos de su jornada de trabajo: las discusiones que sostenían los monjes y los estudiantes sobre los temas de su aprendizaje. Un monje hablaba de pie, hacía preguntas, planteaba cuestiones, recibía las respuestas, y cuando una era acertada golpeaba la palma de su mano abierta con la otra mientras se inclinaba hacia delante apoyándose en un pie antes de seguir.

—Esto es una cápsula de tiempo —susurró David—. Medio mundo se está matando, hay terroristas, crisis económicas, falta de agua, de petróleo… y aquí todo parece tan lejano.

—Lejano pero no aislado. El cambio climático también les alcanzará a ellos —mencionó Joa—. El agua que proviene de los Himalayas es la base de la vida de millones de personas al sur de aquí, en Nepal, la India, Bangla Desh… Si la cordillera se deshiela habrá inundaciones mortales…

Y ninguna recuperación posterior, porque ya no habrá más hielo.

Una hora después, cuando terminó la clase al aire libre, los estudiantes volvieron a coger a David por su cuenta para llevárselo. Un par quiso hacer lo mismo con ella, pero al final no se atrevieron. Uno le tocó un brazo y fue como si hubiera recibido una descarga. Los demás le rodearon riéndose. Era el héroe del día. Si Amina no se recuperaba pronto, acabarían convulsionando a todo el monasterio. Unos cientos de años antes, los marinos decían que las mujeres embarcadas traían mala suerte. El monasterio era igual que un barco en mitad de aquel océano de tierra.

Pensó en reunirse con Indira, pero prefirió dejarla sola consigo misma.

Quizás cabía la esperanza.

Tras visitar a Amina regresó al jardín y esperó a Deng Sih.

Sabía que el monje la buscaría.

Apareció una hora después. Intercambiaron una sonrisa y él se acercó hasta sentarse a su lado, como la tarde anterior. Le gustaba hablar con él.

Y a él le gustaba hacerlo con ella.

Existía un nexo.

—Amina estará bien mañana —fue lo primero que le dijo—, aunque pueden quedarse el tiempo que necesiten.

—No queremos abusar de su hospitalidad.

—No lo hacen.

—Les pagaremos, desde luego.

—Por favor… —alzó las manos indicando que no era el caso.

—Tres mujeres aquí son demasiadas para estos chicos.

—Habrá mucho de que hablar cuando se vayan —se echó a reír.

—Ustedes no se casan.

—Los sacerdotes católicos tampoco.

Iba a decirle que la suya era una vida más dura que la de los sacerdotes católicos.

¿Pero quién era ella para juzgar lo que era duro y lo que no?

—Quiere mucho a David, ¿no es cierto? —cambio de conversación Deng Sih.

—Sí —lo admitió con una leve coloración en las mejillas.

—El amor es buena cosa. Usted lo necesita.

—Todos necesitamos a alguien.

—Usted más. Su amor es un grito.

—¿Otra vez mi aura?

—No, no tiene nada que ver con el aura. Se manifiesta con las miradas, los gestos, los roces, la forma de hablarle a la persona amada… Ha estado sola mucho tiempo.

—Sí.

—En una vida anterior fue una mujer combativa.

—¡Oh, la reencarnación! —alzó las cejas.

—Nosotros vivimos apoyados en esa creencia —dijo el monje.

—Yo no puedo creer que en una vida pasada fuese un grillo, en otra un elefante, en otra un esclavo y en otra un rey —reconoció ella.

—No cree, pero está interesada —la apuntó con un dedo inquisidor.

Tampoco había creído en marcianos, y existían, aunque «ellos» no fuesen marcianos.

—Estoy dispuesta para recibir una primera clase práctica —se apoyó en el árbol.

Fue una de las horas más intensas de su vida.

No era lo que decía Deng Sih, sino cómo lo decía, la inflexión de su voz, el tono de cada palabra, el color de su mirada y el calor que emanaba de su fe. Ni siquiera fue proselitismo. Hubiera seguido allí durante mucho más tiempo, escuchando el trasfondo de una religión y unas creencias que eran la base de la vida humana y espiritual de millones de personas. Le habló de todo el proceso, hasta el nirvana. Hubo un momento en que se sintió emocionada. El monje le contó cómo encontraban a los lamas reencarnados, las pruebas a las que debían someterse, y también la forma en que las autoridades chinas injerían cada vez más en estos procesos, especialmente desde que en 2007 habían prohibido expresamente la reencarnación en Budas vivientes, como era el caso del Dalai Lama o en Panchen Lama, sin el expreso consentimiento y la aprobación del gobierno de Pekín.

Antes de la hora de la segunda comida, la conversación tocó a su fin, irremediablemente.

—Le estoy apartando de sus obligaciones —lamentó Joa.

—Todo lo contrario —asintió lleno de bondad.

Se sentía culpable por no haber estado con Amina desde mucho antes, así que en primer lugar decidió ir a verla. Indira seguía ausente, y David parecía un crío más cuando estaba con los aprendices de monjes. Caminó en dirección a las celdas y los últimos metros los cubrió sin hacer ruido, por si la chica dormía. La puerta estaba entreabierta, así que no tuvo que abrirla.

Miró por el hueco.

Se le paralizó el corazón cuando vio a David, inclinado sobre Amina, y a ella rodeándole con sus brazos mientras los dos se besaban dulcemente en los labios.

Contó tres segundos y después se retiró de su puesto de observación.