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Nadie las detuvo. No se atrevieron. Pasaron junto a los pocos hombres que se habían quedado allí, porque el resto ocupaba ya sus posiciones en la situación de emergencia por la que atravesaban, y alcanzaron el pasillo. Hank Travis quedó atrás.

Joa iba la primera. Entró en su camarote. Podían recoger sus documentos en cualquier momento, pero el cristal era primordial, por si acaso, así que lo tomó y lo guardó en el bolsillo de su pantalón.

—Deberíais vestiros —les dijo a Indira y Amina.

La primera llevaba un pijama largo, la segunda corto. Pero nadie apreciaba ahora sus encantos. Salieron de la habitación de Joa sin decir nada, entraron en las suyas y cerraron sus puertas. Joa también cogió el teléfono mediante el cual se comunicaba con David.

Todos los marineros cercanos eran estatuas.

Hank Travis entre ellos.

—Georgina…

Ya no se dignó responderle. Le daba asco.

—Hija de puta…

Le bastó otra mirada.

La punzada en el pecho del coronel le recordó que había estado a punto de tener un infarto.

El último de los intentos lo hizo un marinero negro con el blanco de sus ojos flotando alrededor de sus pupilas. O era un oficial o un miembro del personal de seguridad. Su arma tembló en la mano al apuntarla.

Fue el propio Hank Travis el que se la apartó.

Sabía lo que hacían con las balas.

Indira y Amina reaparecieron al unísono, ya vestidas. Joa tomó la iniciativa. Caminaron por el pasillo, sosteniéndose con las manos por las paredes dada la inclinación de la nave, para cambiar de nivel y alcanzar el puente de mando. No habían visto al comandante Matthews, pero sabían que estaría en él, tratando de averiguar los daños y salvar su navío, que descendía en picado hacia el fondo sin ninguna potencia en su generador.

—¿Qué había en esos tanques? —peguntó Amina.

—Nos querían clonar —le respondido Joa.

—He sentido un dolor… Como si…

—No pienses en ello.

La adolescente no dijo nada más.

Indira sonreía.

—¿Qué? —se detuvo Joa antes de subir por una escalerilla hacia el nivel superior.

La muchacha se encogió de hombros.

—Bienvenida al mundo real —suspiró.

—Esto era diferente —arguyó Joa.

—Nada es diferente —se puso seria—. Está el mundo y estás tú. Y el mundo siempre trata de machacarte. Se trata de sobrevivir. Matas o mueres.

No pudo evitarlo. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

Seguía dominada por la furia, llena de rabia, pero su cuerpo empezaba a reaccionar contra lo que sentía.

—No hables así —musitó.

—¿Cuándo darás el paso final, hermanita?

—¿Hacia dónde?

—Hacia lo que somos —se limitó a decir Indira.

Estaban en el nivel superior. Más hombres se apartaban a su paso, las miraban con miedo o detenían sus manos sobre los instrumentales que manipulaban. Joa no formuló la última respuesta. En el fondo no la tenía. Estaba confusa. Siempre que estallaba se sentía así. La reacción posterior era la de la incertidumbre más absoluta.

En el puente de mando se hizo el silencio al aparecer ellas.

Sólo tres segundos.

—¿Qué están haciendo aquí? —las taladró la voz enérgica de Alexander Matthews.

—No queríamos dañar su barco, comandante —dijo Joa.

—¿Quiénes son ustedes?

—¿Qué le dijeron?

—Que eran un prodigio genético y que querían examinarlas a fondo, para establecer códigos, patrones, reproducir su ADN… Jerga científica y médica.

—Le mintieron.

Alexander Matthews deslizó una mirada más allá de ellas. Hank Travis ya estaba allí.

—No me importa si me mintieron o no. ¿Cómo han hecho eso?

Alguien les interrumpió.

—¡Sujétense!

Contaron hasta cinco. El submarino tocó fondo primero por la proa. No fue un impacto brutal, pero sí contundente. Luego se posó de manera más apacible, recuperando la horizontalidad de manera gradual. El segundo golpe, para asentarse en el lecho marino, tampoco provocó ningún daño.

—¿Cuánta gente hay aquí dentro, comandante? —recuperó el control de la situación Joa.

—Doscientas veintiocho personas incluyéndolas a ustedes.

Ella miró a Hank Travis.

—No entiendes nada, niña —masticó cada una de sus palabras el militar.

—Entiendo que es la gente como usted la que destruye el mundo y lo acelera hacia el abismo.

—Sigues siendo una ingenua. Le pase lo que le pase al mundo, siempre sobreviven los fuertes. Con vosotras tendríamos garantizados cien años de progreso y estabilidad. Quizás más. Ésa sería vuestra contribución.

—De la que se beneficiarían unos pocos.

—Los únicos que podemos renacer —manifestó el coronel—. Tres cuartas partes del maldito planeta están pobladas por fanáticos, enfermos, países con dictaduras o gobiernos corruptos… Millones de deshechos humanos. Y te diré algo: no creo que tu maldita raza alienígena sea superior siendo justa. Lo será por ser fuerte.

La palabra «alienígena» hizo que los hombres se agitaran un poco.

Gestos, miradas.

Joa volvió a dirigirse al comandante Matthews.

—¿Quién manda aquí, señor?

—Yo, por supuesto.

—¿Y él? —señaló a Hank Travis.

—Éste es mi submarino. Yo soy el responsable de su seguridad y de la de mis hombres. Cualquiera que esté aquí, por coronel, general o presidente de los Estados Unidos que sea, está a mi mando en una situación de emergencia.

—Si le pido algo, ¿lo hará?

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque podemos salvar su submarino.

—¿Ustedes…? —las cubrió con una mirada de asombro.

—Sí. Ha sido nuestra energía la que ha parado el reactor nuclear. Ahora la emplearemos de nuevo para activarlo.

—Entonces háganlo.

Sonó a orden.

Joa sostuvo su mirada.

—¿Qué quieren? —se rindió el hombre.

—¿Dónde nos encontramos exactamente?

—Al norte de las islas Salomón.

—¿Hay algún aeropuerto más cerca que el de Malé?

—No, ninguno.

—Le reactivaremos el reactor. Una vez el submarino esté operativo nos conducirá a Malé a toda velocidad. Después se irán.

—¡No puede…! —quiso intervenir Hank Travis.

—Con todos mis respetos, cállese, señor —le conminó Alexander Matthews.

—¡Estas mujeres están bajo mi jurisdicción!

—No somos prisioneras —le recordó Joa—. Vinimos voluntariamente para someternos a unas pruebas. Ahora queremos irnos.

—Está bien —aceptó sin ambages el comandante del submarino.

—¡Haré que le formen un consejo de guerra!

—Coronel…

—¡Matthews!

—Por favor, llévense al coronel Travis y confínenlo en su camarote —optó por dar la orden.

No hubo más. Dos hombres lo sacaron de allí. El silencio volvió al puente de mando del Stella.

—¿Sigues fiándote, hermanita? —le susurró Indira.

—Tiene mi palabra —insistió el comandante comprendiendo el susurro—. Sáquenos de aquí.

Joa se volvió hacia ellas.

—Cuanto antes lo hagamos, antes nos iremos, ¿de acuerdo?

—¿Y si esto estalla? —dudó Amina.

—No lo hará —manifestó Joa con aplomo—. ¿Vamos?