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Con el submarino nuclear quieto a un par de millas de la costa, la pequeña zódiac era apenas un juguete flotando entre las olas, más agitadas de lo normal en aquel trozo de océano. Amina fue la primera en ocupar uno de sus asientos. Tras ella lo hizo Indira.

Joa le tendió la mano al comandante Matthews.

—Lamento lo sucedido, señor.

—Yo también —la escrutó de hito en hito—. Puede que me degraden a marinero raso a causa de esto.

—Ha salvado su submarino y la vida de sus hombres.

—Dígame una cosa: ¿lo habrían dejado ahí abajo?

Joa no respondió a su pregunta.

—¿Quiénes son ustedes? —suspiró el hombre.

—Tres chicas que quieren ser libres, nada más.

—El coronel Travis dijo que eran… alienígenas.

—¿Se lo parecemos?

—Después de lo que he visto…, sinceramente sí.

La reactivación del reactor nuclear había sido un acto situado fuera de toda lógica, sin parangón posible con nada conocido. Los protocolos que seguir en las múltiples situaciones de emergencia derivadas del hecho de llevar energía nuclear a bordo no tenían nada que ver con lo ejecutado por ellas. Tres mentes unidas generando una potencia capaz de un milagro como aquél sobrepasaban con mucho toda lógica.

—Somos terráqueas, comandante, aunque poseemos algunas… habilidades.

—¿Son peligrosas?

—No.

Se lo dijo con dulzura, pero la sinceridad fluyó más de sus ojos.

—No sé cómo explicaré esto.

—Que lo haga Travis. Es el responsable.

—El coronel Travis tiene padrinos influyentes —reconoció—. La NASA es una de las agencias estatales con más fuerza.

—Suerte —le deseó Joa.

La ayudaron dos marineros. Perdió el contacto del submarino y piso el frágil suelo de la zódiac. Los tripulantes era dos, uno manejando el timón y otro cuidando de los motores. Un tercero era un oficial que debía ayudarlas en el desembarco, ante las autoridades de la isla. Joa se puso el chaleco salvavidas y cuando lo tuvo sujeto se dio la orden de partir. Los dos motores de la embarcación rugieron y ésta se encabritó levantando su morro en dirección a la costa.

Miraron por última vez al Stella.

Su silueta fue empequeñeciéndose en el horizonte, bajo el crepúsculo, lo mismo que la de su comandante, Alexander Matthews.

Un hombre decente vestido de militar.

Joa miró el cielo, dominado por un azul oscuro digno de un anochecer celestial y limpio salvo por la presencia de unas pocas nubes blancas situadas sobre el norte. La puesta de sol hacía presagiar dificultades para conseguir un vuelo que las sacara de allí, rumbo a donde fuera mientras pudieran enlazar con otro que las condujera a Inglaterra. Lo más probable era que tuvieran que pasar la noche en Malé.

Tocó el cristal depositado en el bolsillo de su pantalón.

El quinto cristal.

Hank Travis las había retrasado una semana.

Contempló a Indira y Amina. La velocidad de la zódiac hacía que sus cabellos ondearan al viento con una salvaje libertad. Las dos tenían la cabeza en alto, no por desafío, sino para sentir el cálido golpe de aire en sus rostros y ver la tierra a la que se dirigían. Toda la agitación de la noche y el día, una vez devuelto el submarino a la normalidad, emergiendo a la superficie y dirigiéndose a las Maldivas, no había impedido que constantemente se viese sacudida por las imágenes de su conexión sináptica.

Su desnudez les había arrebatado las últimas caretas.

¿Cuándo estallaría el conflicto?

Puso una mano sobre el hombro de Amina y se lo presionó.

La chica no hizo nada.

La zódiac redujo la velocidad al entrar en la bocana del pequeño puerto. Dejó de surcar las aguas como si fuera una exhalación para cubrir la parte final del viaje de forma muy suave, deslizándose por entre los yates de lujo y los barcos de recreo de mayor o menor calado que salpicaban su entorno. Cuando se hallaban a unos cincuenta metros de su destino, un embarcadero con un puesto aduanero, sonó el móvil de Joa.

Se quedó asombrada.

En Inglaterra ya era de día.

Y era ella la que debía llamar cada seis horas, no David.

Así que… algo iba mal.

Pero era imposible que Hank Travis hubiera reaccionado tan rápido.

Imposible.

—¿David? —abrió la línea atenazada por el miedo.

—¡Joa!

—¿Qué sucede?

—¡Tienes que venir cuanto antes, cariño! ¡Sal de ahí ya, aunque tengas que enfrentarte a toda la Marina de los Estados Unidos!

—¿Pero qué…? —se alarmó todavía más.

—Ya no es sólo Michael Cavanaugh, Joa —la voz de David tenía un tono desgarrado—. Esta mañana los periódicos lo dicen en primera plana, y todas las televisiones están debatiendo el tema en sus programas. Es un hecho probado, la noticia del día, del momento. Los científicos hablan de que la explosión del Sol es inminente, cuarenta y ocho, setenta y dos horas como mucho. Y no ocultan que será algo jamás visto, que no sólo alterará las comunicaciones o los satélites. Hay mucho desconcierto pero ya es algo unánime.

Hacía calor, mucho, pero se sintió desnuda en mitad del frío.

Cerró los ojos para no enfrentarse a las miradas de Indira y Amina.

—¿Hablan del cambio del eje terráqueo? —musitó.

—Algunos sí. La voz de Cavanaugh se ha hecho oír, porque a fin de cuentas fue el primero en advertir de todo eso al mundo. Unos se ríen de él, como antes, otros sostienen que sus tesis son posibles aunque matizan las repercusiones, y los más le tachan de alarmista, pero el tema está ahí, ya nadie pone en duda que algo está a punto de suceder —la voz de David cambió de nuevo—. ¡Joa, por Dios!, ¿dónde estás?

—A punto de desembarcar en Malé.

—¿Travis ya ha terminado con vosotras? ¿Tienes el cristal?

No era el momento de contarle que eran ellas las que habían terminado con Travis. Tenían que salir a escape rumbo al aeropuerto, suponiendo que los pasaportes falsos de Indira y Amina se lo permitieran.

De lo contrario habría de dejarlas, seguir sola.

—Tengo el cristal —reveló.

—¡Bien! ¿Cuánto tardarás?

Tenían cuarenta y ocho, setenta y dos horas, dos, tres días.

Tiempo límite.

—No lo sé —reconoció—. Te llamaré cuando consiga los pasajes, y a cada momento si es preciso. ¿Dónde estás tú?

—Salgo para Amesbury. Te diré dónde te espero una vez llegue allí.

La zódiac se detuvo junto al embarcadero.

—He de dejarte, David.

—Joa, vuela si es necesario…

Volar.

—Te quiero —fue lo último que dijo antes de cortar la comunicación.