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Las primeras horas fueron las peores. El resto del día, después de examinar a conciencia el móvil que le había dado Hank Travis sin encontrar nada, decidió ocuparlo en algo, para no acabar volviéndose loca de impaciencia.
Indira estaba en su habitación, encerrada y aislada como casi siempre. Amina delante de un ordenador en el lugar destinado a la convivencia común. Comprendió que sí podía hacer algo útil, adelantando el trabajo, y se dirigió al hombre asignado para atenderla. Era un suboficial, llevaba un par de galones. Tendría unos veintidós o veintitrés años, aspecto cien por cien yanqui, cabeza rapada, piel sonrosada y aire muy, muy marcial. La etiqueta de su uniforme decía que se llamaba Atternthon.
—Necesito un portátil —fue escueta.
—Sí, señorita.
Desapareció y Joa lo aprovechó para acercarse a Amina.
—¿Qué estás haciendo?
—Nada especial —se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el respaldo de su asiento—. Absorbo lo que puedo.
En la pantalla había datos de Orión, teorías sobre el pasado alienígena de la Tierra.
—No entres en ninguna página de Stonehenge directamente —la advirtió susurrándoselo con voz apenas audible—. Lo más seguro es que luego rastreen por dónde has navegado.
—Ya lo había pensado.
El suboficial reapareció con un ordenador portátil bajo el brazo. No le dijo de dónde lo había sacado, ni Joa se lo preguntó. Ella sí quería comenzar a saber cosas de Stonehenge, aunque antes estuviera dispuesta a dar un enorme rodeo.
Lo llevó a su habitación. La cama ya estaba hecha, desde primera hora, pero aún veía a David en ella y el eco de su voz rebotaba por aquellas paredes metálicas, impersonales, lo más lejos de un hogar que alguien imaginara. Tuvo que dominarse para no acabar tumbada sobre las sábanas en busca de su aroma. Y le costó todavía más no dejarse arrastrar por la nostalgia o vencer por enésima vez los negros nubarrones que no paraban de ensombrecerle el ánimo. Quizás no fueran más que nervios. Tal vez sí su intuición la advertía de la tragedia. Fuera como fuera el camino ya era irreversible.
La cita con su destino estaba trazada.
Conectó el portátil.
Pasó casi dos horas navegando al azar. Abrió webs de Vietnam, las islas Filipinas, Cuba, Alemania, Colombia, Brasil… Un completo paseo por países y lugares de lo más disperso. A la hora del almuerzo todavía no había accedido a ninguna página relativa a Stonehenge. Comieron en silencio, las tres, con el infranqueable muro de Indira por bandera, intercambiando escasas palabras, y Joa regresó a su habitación para continuar con lo que estaba haciendo. La primera media hora prosiguió con su táctica evasiva sin saber si era una paranoia o no. Pero con sólo pensar en Hank Travis decidía que toda precaución era poca. Las últimas webs que visitó en su periplo fueron de la India y de Islandia.
Finalmente buscó Stonehenge y abrió la primera de las páginas aportadas por el buscador google.
La imagen del monumento megalítico más famoso del mundo, tantas veces vista en fotografías o reportajes televisivos, inundó la pantalla.
A continuación memorizó los datos, las explicaciones, a la mayor de las velocidades, para no gastar más tiempo en ella que en las otras.
Stonehenge era un monumento megalítico tipo Cromlech, de la Edad de Bronce y el Neolítico. Estaba situado cerca de Amesbury, en Wiltshire, a unos 13 kilómetros al noroeste de Salisbury, al sur de Inglaterra.
Lo integraban cuatro círculos concéntricos de piedras. El exterior, de 30 metros de diámetro, lo componían grandes piedras rectangulares de arenisca originalmente rematadas por dinteles de los que en la actualidad sólo quedaban cuatro en pie y en su sitio. A continuación de la primera hilera destacaba otro círculo de bloques más pequeños, de arenisca azulada. En este círculo aparecía una herradura labrada en piedras de arenisca del mismo color y, en su interior, una losa de arenisca micácea conocida como el Altar. Rodeando el conjunto existía un foso circular de 104 metros de diámetro. Un bancal con cincuenta y seis fosas, conocidas como Los Agujeros de Autrey, quedaba emplazado en el interior del foso. Tanto el bancal como el foso se veían cortados por La Avenida, un pasillo procesional de 23 metros de ancho y 3 kilómetros de longitud. Muy cerca del conjunto se hallaba la Piedra del Sacrificio y en la parte frontal la Piedra Talón.
La construcción de Stonehenge, según los expertos, pudo haberse realizado entre los años 2500 y 2000 antes de Jesucristo, pero la parte del círculo de arena que rodeaba a los megalitos se cifraba en torno al año 3100 antes de Jesucristo.
En su comienzo, Stonehenge fue un monumento circular de carácter ritual rodeado por un talud y un foso, similares a otros muchos situados en el sur de Inglaterra. En torno al año 2200 antes de Jesucristo pudo tomar su aspecto actual, para lo cual se transportaron los treinta y dos bloques de arenisca de las montañas de Preseli, al suroeste de Gales, y la piedra del Altar desde la cercana región de Milford Haven.
Lo último que leyó Joa fue que se desconocía la finalidad de la construcción del monumento, aunque se suponía que se utilizaba como templo religioso, monumento funerario u observatorio astrológico mediante el cual se predecían las estaciones. El primer día de verano, el sol salía justo atravesando el eje del conjunto de piedras.
Nadie hablaba de extraterrestres.
Ningún texto lo asociaba con la llegada a la Tierra de una nave procedente de otro lugar del universo.
Como mucho, dando forma a otra clase de fantasía, Stonehenge aparecía en la leyenda artúrica. Cuando el mago Merlín había ayudado a los hijos de Constancio, Aurelius y Uther, a recobrar el trono de su padre marchando contra el usurpador Vortigern, ellos se hicieron acreedores de una deuda que Merlín no iba a olvidar. Tras la batalla de Wallop los jutos fueron derrotados y Aurelius proclamado rey. Años después, Merlín embarcó a Uther en una extraordinaria aventura. Escoltados por sus tropas viajaron a Hibernia, y allí llegaron al más preciado de sus templos, el Anillo de los Gigantes. Por medio de sus artes mágicas, Merlín había transportado las piedras hasta el sur de Britania, donde seguían en… Stonehenge.
Le hubiera gustado imprimir el resultado de su búsqueda en internet, pero eso sí habría sido tentar a la suerte.
Examinó un dibujo de la planta de Stonehenge tal y como fue concebido en su día.
Ahora sólo quedaban en pie las piedras oscuras.
Abrió media docena de webs más, pero ya no encontró datos de relieve, ni asociando «Stonehenge» junto a otras palabras relacionadas con lo que le interesaba. Durante su periplo de despiste, por si Hank Travis metía luego las narices o la controlaba, había pasado más tiempo en localizaciones de Colombia o Brasil.
Lo último que hizo fue acceder a la página de los mapas de Google y situar Stonehenge en uno. La imagen aérea de la zona, con el centro turístico y el aparcamiento al norte, una fila de personas recorriendo el monumento por el oeste y las dos carreteras que lo convertían en un triángulo por arriba y abajo, se concretó en la pantalla del ordenador.
Continuó su táctica evasiva siguiendo una hora más frente a la pequeña pantalla. Entró en un sinfín de webs de Kenia, Tanzania, Libia, Túnez, Perú y Alaska. Machu Picchu, en Perú, acabó siendo el punto en el que más rato se detuvo.
También ojeó un par de webs de Diego García. En ellas vio lo que no aparecía en el folleto propagandístico facilitado por Hank Travis. Por ejemplo, que para asentar la base cuando los estadounidenses les alquilaron la isla a los británicos, se había «deportado» legalmente a sus habitantes, los ilois. Cientos de personas fueron sacadas de sus casas para ser reasentadas en las islas «vecinas», como Mauricio o las Seychelles, a más de mil kilómetros de allí. A comienzos del siglo XXI ellos y sus descendientes aún litigaban en los tribunales para poder regresar a su forma de vida y a sus tierras. En la parte oriental de Diego García existía una puerta blindada, protegida por soldados británicos, tras la cual se apreciaba un paisaje desolador: el de los pueblos ilois abandonados. Según una web, también se practicaba un turismo de élite, millonario y aburguesado. Un dato curioso. La base era un centro de interrogatorios nada clandestino, el aeropuerto desde el cual partían los B—52 que bombardeaban otros países, el centro naval más importante del Índico y, con su presencia, un laboratorio protegido a cuenta de la NASA o cualquier agencia gubernamental interesada en investigaciones secretas.
Completó su viaje por internet eliminando todo rastro directo: fue al historial del buscador y eliminó los accesos del día.
Hank Travis tendría mucho trabajo si quería deducir algo de lo que había hecho.
Cerraba el ordenador cuando unos toques en la puerta le hicieron levantar la cabeza.
—¿Sí?
—¿Puedo entrar? —el rostro de Amina apareció por el hueco.
—Claro, pasa.
Faltaba muy poco para a cena. Comprobó la hora. David podía estar en cualquier parte, aguardando en un hotel, volando, haciendo una escala en algún aeropuerto, cerca de Inglaterra…
—¿Qué has estado haciendo? —le preguntó la recién llegada.
—He inspeccionado algunas cosas en internet —le guiñó un ojo.
—¿No me has dicho…?
—Tranquila. ¿Y tú?
—He tenido una charla bastante explícita con el coronel Travis.
Nada la sorprendía ya.
—¿Qué te ha dicho?
—Trataba de ganarme para su causa.
—Bueno, otra cosa sería extraña. Ese hombre no creo que descanse nunca. ¿Qué le has contestado?
—He estado a punto de provocarle un buen dolor de cabeza —Amina movió la suya de lado a lado—. Ha ponderado mi imagen, ha dicho que yo era muy guapa, me ha prometido una vida fantástica en Estados Unidos… Sabías que lo haría, ¿verdad?
—Sí.
—Joa…
—¿Qué?
—Me pregunto por qué nunca me has prohibido nada, ni has pretendido hacer de madre.
—Me dijiste una vez que no lo era, y yo respeto eso.
—Aun así…
—Tienes que tomar tus propias decisiones, y fiarte de tus impulsos y tus percepciones.
—Ya, pero lo que está en juego es mucho.
—Me alegra que lo veas así.
—¿Tanto he cambiado?
—Sí —asintió Joa.
—Pero todavía…
—Sé que te sientes insegura. Date tiempo.
Amina se sentó en la cama. Era el lado de David. Por un momento Joa recordó el beso de Pang Dang. No le hizo daño. Aquel beso había puesto a la niña jordana en el camino de la realidad. Las personas celosas eran las más inseguras y débiles.
—¿Crees que el coronel lo habrá intentado también con Indira?
—Sí.
—¿Y no piensas que ella…?
—Indira aborrece más que nadie el poder y la fuerza ejercidos contra sí misma, los códigos establecidos o la hipocresía de las personas como Travis y lo que representan.
—Pero está tan llena de animadversión…
Podía volvérseles en contra. Amina se refería a eso.
A Joa la sorprendió la dulzura con la que se lo decía.
—Las tres formamos un equilibrio precario —reconoció—. Caminamos por el filo de la navaja. Está tensa porque sabe que estamos cerca del fin y aún no ha asimilado lo que vendrá después.
No le habló de sus negros nubarrones, ni de sus presentimientos, ni de nada de lo que le había dicho Deng Sih aquella mañana antes de irse del monasterio o de la voz de su abuela. No quería alarmarla, ni confundirla.
Aunque en un taburete de tres patas, con sólo que fallara una, el equilibrio era imposible.