7
Joa quería retener el último sueño y no podía. Se desvanecía en su memoria. Sabía que era agradable, pero poco más. Y sabía que estaba dormida, porque no era consciente de nada salvo de aquella agradable sensación. Había dormido en tantas partes en los últimos meses de su vida que la única forma de saber dónde se encontraba era abriendo los ojos.
No quería abrirlos.
El «clic» metálico vino de alguna parte.
No interior, sino exterior.
Luego, el frío contacto del cañón del arma.
Porque ahora sí, supo que era un arma un segundo antes de abrir los ojos y enfrentarse al peligro.
Los dos hombres estaban en la entrada de la minúscula tienda de campaña. Por detrás de ellos vio al resto, quizás una docena o más. Ya tenían a David y a Rajiv, atados y arrodillados. Miró a su izquierda y descubrió a Amina todavía dormida.
Uno de los hombres le incrustó su fusil en la nalga.
—No hagas nada —la previno Joa cuando abrió los ojos—. Si nos defendemos nunca daremos con Indira.
Los ojos de Amina despidieron un haz de chispas.
Pero se contuvo.
Las sacaron fuera. Habían dormido vestidas, por el frío, así que no hizo falta montar ningún número para ponerse la ropa delante de los bandidos. La última guardia le correspondía a Rajiv.
—¿Estáis bien? —les preguntó a él y a David.
—Sí —suspiró su compañero.
—Lo siento… —balbuceó el indio—. Me han sorprendido…
—No importa, tranquilo.
El hombre que parecía el cabecilla del grupo lanzó un grito. Una orden. Lo hizo en su lengua pero a continuación también en un precario inglés. Que se callaran.
Joa no lo hizo.
—Hemos venido a ver a tu jefe, Mahendra Chaddrash.
Volvió a decirle que se callara, aumentando el tono y acercándose a ella.
Joa lo desafió.
—Mahendra Chaddrash —repitió.
El bandido alzó su fusil. Iba a descargarlo sobre su cabeza o su rostro. Todo fue muy rápido. Aun así, Joa lo fue más.
Una mano invisible detuvo el arma en lo alto un instante. Después se la arrancó de las suyas.
El resto del grupo dio un paso atrás. Todos la apuntaron.
Joa los abarcó con una mirada gélida, preparada, por si a alguno se le ocurría disparar. No necesitaba de la rabia para actuar en defensa propia. Era como si entonces sus poderes se activaran solos. Por lo menos su capacidad para evitar golpes o balas.
—No está mal, hermanita —oyó la voz de Amina a su lado.
Joa se concentró en el jefe.
—Mahendra Chaddrash —lo repitió por tercera vez—. Somos amigos. Sólo queremos hablar con él.
La escena se congeló unos segundos que se hicieron muy largos. David y Rajiv seguían de rodillas, con las manos sobre las cabezas y el miedo en sus semblantes. Amina y ella de pie. Los hombres eran catorce, incluido el jefe. Eran indios, pero de rasgos diferentes a los del centro o el sur. Su pequeña demostración de poder acabó resultando su mejor tarjeta de presentación.
Otra orden.
Para ponerse en marcha.
Levantaron a David y a Rajiv. Un bandido apuntaba a cada uno. De Amina y Joa se encargó el resto, pero a distancia, sin aproximarse más de cinco metros. Otros dos, y sin mucho cuidado, recogieron las tiendas de campaña y sus bolsas de viaje, para no dejar ningún rastro visible. Tuvieron especial atención con los móviles, para que no hicieran ninguna llamada pidiendo ayuda en un descuido. Patearon los restos de la fogata y eso fue todo. La última mirada del cabecilla fue intensa, cargada de recelo. Luego tomó la delantera y echó a andar.
Nadie volvió a hablar en la siguiente hora y media.
No fueron por el valle, sino por las montañas, subiendo sin parar, a veces utilizando las manos para sujetarse debido a lo abrupto del terreno, otras sentados para deslizarse por las rompientes sin riesgo de caer. Ninguno de los bandidos les ayudó. Mantuvieron las distancias. La exuberancia de la tierra seguía siendo extraordinaria, con decenas de riachuelos recorriéndola. En la parte más intrincada de un farallón en apariencia inaccesible vieron al primer hombre apostado entre dos rocas que le servían de punto de observación. Tenían hambre, pero mucho más les mortificó ya la sed, porque del frescor inicial habían pasado a un primer sol cálido acentuado por el esfuerzo.
Pasaron por otros dos puestos de control antes de desembocar en una explanada no muy grande en la que contaron al menos dos docenas de hombres más.
Un pequeño ejército.
Allí les hicieron detenerse.
—No me gusta nada —reflexionó David en voz alta.
—No nos han tapado los ojos —asintió Rajiv—. Eso significa que van a matarnos.
—Si nos hubieran tapado los ojos nos habríamos despeñado por el camino —les hizo notar Joa.
Amina sonreía.
—¿De qué te ríes? —se asombró el chico.
—¿Cuándo les hacemos volar las armas? —ella miró a Joa.
—¿Te gusta esto? —se asombró su nueva hermana mayor.
La niña jordana se encogió de hombros.
No pudieron hablar mucho más. El jefe de la partida reapareció casi de inmediato. Les hizo una seña y los cuatro se pusieron en movimiento seguidos por varios hombres que les apuntaban sin parar. Penetraron en una cueva de gran dimensión. Cerca de la misma entrada vieron a otro hombre sentado sobre varias alfombras y apoyado en algunos cojines muy coloristas, con espejitos incrustados. Los que los vigilaban se detuvieron a una prudente distancia, así que se acercaron sin problemas. Era atractivo, cabello negro alborotado, ojos fríos y de una asombrosa transparencia, labios hermosamente dibujados sobre una mandíbula recia, manos grandes, piel tostada.
Era Mahendra Chaddrash, el bandido del valle de Task.
Los miró con interés, sobre todo a ellas, intentando ocultar sus emociones.
La espectacular belleza de Amina, la serenidad de Joa.
Aquel parecido asombroso con…
—¿Quiénes sois? —les preguntó en un correcto inglés.
—Amina, David, Rajiv, y yo soy Joa —hizo las presentaciones ella.
—¿Para qué queréis verme? ¿Tan poco os importa la vida?
—Buscamos a una mujer.
—Aquí no hay ninguna mujer —replicó con paciencia.
—Nos has mirado fijamente. Sabes que nos parecemos a ella.
Ahora no hubo réplica.
Sólo el sostenimiento de sus miradas.
—¿Dónde está Indira Pradesh? —preguntó Joa.
Mahendra Chaddrash mantuvo el mismo silencio.
—¡Vamos! —Joa hizo un gesto de impaciencia—. Estoy segura de que incluso aquí, bajo esta calma, no te gusta perder el tiempo. ¡No hemos viajado tanto para nada! ¡Hemos de hablar con ella! ¡Es nuestra hermana!
Las cejas del bandido subieron unos milímetros.
Joa sacó el cristal.
—¿Te dice algo esto?
Se lo decía. Mahendra Chaddrash casi dejó de respirar.
—Dame esa piedra —alargó la mano derecha.
—No.
—¿Quieres que te corte el cuello para no tener siquiera que arrebatártela?
—No puedes hacernos nada —Joa jugó fuerte—. Tu hombre te habrá dicho que le arrancamos su arma de las manos sin tocarle. Te estás haciendo un sinfín de preguntas, pero la única verdad es que estamos aquí y hemos recorrido miles de kilómetros para ver a Indira, la mujer que te curó con sus propios poderes y ha dejado el mundo para ocultarse en estas montañas. ¡Dinos dónde está y nos marcharemos en paz! ¡Incluso te dejaremos nuestro dinero, para que obtengas un beneficio! ¡La queremos a ella!
—Vuestro dinero ya es mío —pareció dispuesto a prolongar al máximo aquella pugna oral, mientras su cabeza trabajaba a toda velocidad.
Uno de los cojines salió disparado, igual que si alguien invisible le hubiera dado una patada. Fue a parar a las manos de Amina. Lo tomó, lo dejó en el suelo y se sentó encima.
—Estoy cansada —fue lo único que dijo.
Por una vez, hasta Joa estuvo a punto de sonreír.
No lo hizo.
Mahendra Chaddrash se agitó inquieto.
—No somos un peligro para ti —continuó Joa—. Indira es nuestra hermana, pero ella aún no lo sabe. Déjanos verla, o dinos dónde se encuentra. Puede que tú mismo te beneficies de todo esto, ¿o acaso no sabes que nada sucede porque sí?
—Indira Pradesh es una mujer santa —se rindió.
—Nosotras también.
—Ella es mi reina.
Una nueva perspectiva. La de un hombre tal vez enamorado.
El bandido y la diosa.
—Está en una cueva, no muy lejos de aquí, en lo alto de la montaña —anunció Amina mirándole a los ojos con intuitiva fijeza—. Vive sola y retirada.
Joa también lo vio, como si los pensamientos de Mahendra fuesen de pronto transparentes.
Por primera vez comprendió que eran el miedo y la inseguridad lo que facilitaban, en ocasiones, el acto de penetrar en las mentes de los demás. Cuando bajaban la guardia, cuando vacilaban, cuando abrían una brecha…
—Podemos ir sin ti —Amina se puso en pie.
—No, esperad —la secundó el bandido reaccionando rápido.
Ahora tomó la iniciativa, rendido, y preludió la marcha hacia el exterior de la cueva.