31
Ver a Amina en pie, recuperada, sonriente, era casi el mejor de los premios. Lo habría sido de no ser porque la pista definitiva del quinto cristal llenaba su horizonte y lo poblaba de inquieta prisa en la hora de la despedida.
Estaban todos allí, monjes y estudiantes, para decirles adiós y desearles un buen viaje y larga vida.
Hubo que estrechar las manos de todos ellos, felices.
Incluso Indira lo hizo, rendida a su amabilidad, vencida irremediablemente por el cariño de cada gesto, cada mirada o cada abrazo. Uno de los jóvenes le susurró algo al oído y consiguió ponerla ligeramente roja.
Después fue la primera en subir al coche, huyendo de su propia debilidad.
Joa quedó frente a Deng Sih.
Algo más que su intérprete.
Su amigo.
—Hay personas cuya imagen es persistente y sin embargo no dejan huella —la tomó de las manos—. Otras pasan, como un soplo de vida, y perduran.
—Gracias.
—Me gustaría desearle lo mejor, pero sé que va a encontrarlo sin necesidad de que este humilde monje se lo aliente.
—¿De qué color es hoy mi aura?
—Hoy no puedo verla. Las lágrimas confunden los colores, como un arco iris.
—No sea adulador ni quiera parecer más sentimental. Dígamelo.
—Blanca. Su aura es blanca.
—¿Y la de ellas?
—Amina vuelve a brillar. Ella sí es un arco iris renacido.
—¿Indira?
—Se acerca el fin, y lo sabe, y lo teme.
—¿El fin? ¿Qué fin?
—Hay una distancia impresa en los ojos de todas las personas. En algunas es muy larga, en otras es muy corta. La de su hermana mayor es de estas últimas. Lo mismo que la de la niña.
—Me está asustando.
—Hablo del espíritu, y él es intangible.
—¿Y la mía? ¿Cómo es la distancia que está impresa en mis ojos?
—No termina en este mundo —dijo con algo de asombro.
—Entonces, ¿qué ve en David?
—Sus ojos hablan a través de los suyos, Joa.
—¿Qué quiere decir?
—Ustedes son uno, aunque habrá de cuidarlo. Su destino va ligado al suyo, pero también al de ellas. Todas las fuerzas convergen en él.
—¡No me sea misterioso ahora, hombre!
La carcajada fue estentórea.
—¿Por qué pregunta?
—En España podría ganarse la vida echando las cartas del tarot.
—Ha de saber algo, Joa: cuando llegue el momento, déjese llevar por la razón.
—¿Qué momento?
—El que está esperando.
—Dios…, Deng Sih.
Se sintió agotada.
El monje la besó en las mejillas. Luego la abrazó. Algunos estudiantes rieron y aplaudieron.
David y Amina también la esperaban ya en el coche.
Joa dio el primer paso.
—Le he dejado un presente a los pies del gran Buda.
—No era necesario.
—Nosotros, los occidentales, tenemos siempre mala conciencia, por todo. Déjenos aplacarla, por favor.
—La recordaremos.
—Volveré —prometió de pronto ella.
La mirada del monje emitió un brillo de inteligencia.
Ya no respondió.
Se coló en el coche mientras David arrancaba y luego el vehículo descendió lentamente la pronunciada cuesta que debía llevarlo a la pista principal.