10
Otro amanecer. Un día diferente. Joa caminó hasta la entrada de la cueva que les habían destinado para pasar la noche. La luz era hermosa, tanto como la del amanecer en Varanasi. Si aquélla era rojiza, ésta era azulada. Con mentalidad occidental, en lo primero que pensó fue en una buena ducha o un baño. Llevaba dos jornadas sin cambiarse de ropa y sin lavarse a fondo. No se sentía especialmente sucia, sólo incómoda.
Se apoyó en la pared externa de la roca y quedó arrebatada por la serenidad y la belleza del paisaje.
No les habían puesto guardia. Un toque de confianza, o la certeza de que no iban a hacer nada, y menos habiéndoles quitado los móviles. El día anterior sí. Cada vez que ella trataba de regresar arriba, para hablar con Indira, uno o dos hombres armados la habían disuadido del empeño. Llegó a sentir la rabia necesaria como para enfrentárseles, apartarles las armas o reducirles, incluso dejar que dispararan para demostrarles que podía detener las balas. Lo malo era que no se trataba de dos hombres, sino de toda la partida, y eran al menos cuatro docenas, sin contar los que quizás no viese. Demasiados. Amina le propuso hacerlo entre las dos, combativa.
—¿Quieres impresionar a nuestra hermana mayor? —la pinchó de forma deliberada Joa.
Eso hizo que la chica se sumiera en un enfadado silencio prolongado hasta el momento.
Fuere como fuere, todo estaba perdido.
Sin Indira, pero especialmente sin el cristal.
¿Bastaría con el del Tíbet, para atemperar los efectos del choque de los rayos solares y conseguir que el eje de la Tierra no cambiara hasta extremos tan dramáticos?
No, su madre le había dicho que el cristal del Tíbet era el más poderoso, pero que necesitaban los cuatro para llegar hasta él, y con los cinco formar la estrella.
La estrella.
Miró al cielo.
—Mamá, ayúdame —pidió en un susurro.
Se sentía abatida, mucho más que derrotada. Abatida como responsable de una misión fracasada y como hermana incapaz de haber convencido a Indira de la necesidad de estar juntas.
Con Amina ya resultó difícil.
De no haber sido por la cruz del Nilo y el reencuentro en aquel pasadizo, jamás la hubiese vuelto a ver.
Indira era diferente.
Una roca.
Se pasó una mano por los ojos y se los frotó con energía, para apartar los restos del sueño de sus párpados. Había dormido poco y mal. Poco por tener la cabeza en cualquier parte menos allí, y mal porque no eran las mejores condiciones. Los bandidos no tuvieron la gentileza de devolverles sus cosas. Lo único que llevaban encima era lo más personal, la documentación, el pasaporte, las tarjetas de crédito y el dinero que, inexplicablemente, todavía no les habían quitado.
Mahendra Chaddrash tampoco había hecho acto de comparecencia.
Así que pasaron aquellas horas igual que si estuvieran en una burbuja.
Las montañas no eran excesivamente altas, pero el sol tardaría todavía un poco en asomar por sus crestas. La claridad sin embargo ya era manifiesta, y crecía minuto a minuto convirtiendo cada sombra en una imagen visible, cada hueco misterioso en una simple roca de forma caprichosa y cada incierto peligro en una sonrisa. A unos trescientos metros divisó a uno de los hombres que hacían guardia a la entrada de la meseta a través del desfiladero. Tenía el rifle a un lado y se estaba desperezando con ostensibles gestos de no haber estado precisamente atento en su cometido.
Una vida dura.
Escuchó un roce a su lado.
—Hola, cariño —David la besó en el cuello.
Ella se volvió y le ofreció los labios sin importarle no haberse lavado los dientes.
Los dos se abandonaron hasta el límite de ausentarse por unos segundos de su realidad.
Luego quedaron abrazados.
—Esto es impresionante —susurró David.
—Pensaba lo mismo antes de que aparecieras.
—¿Cómo estás?
—Mal —fue sincera.
—¿Nos iremos?
—¿Queda otra cosa que hacer?
—No creí que fueras a rendirte tan fácilmente.
—No es rendición —dejó caer los hombros—. Si tuviera el cristal…
—Podemos ir a por él.
—¿A Katmandú?
—¿Por qué no? Sólo necesitamos un nombre.
—¿Y si ya no lo tiene?
—¿Quién hace ahora de abogado del diablo?
Joa miró a la cumbre de la montaña, en dirección a la cueva de Indira.
—Te pesa haberla perdido a ella tanto como no poder cumplir la misión que te encomendaron tus padres —manifestó él.
—¿La viste?
—Unos segundos, cuando me miró y pasó por mi lado.
—¿Qué te pareció?
Era extraño. No se lo había preguntado a lo largo de las horas de la tarde del día anterior.
—¿Qué puedo decirte? Es otra Amina.
—Más mujer.
—Y también más dura y amarga. Sus ojos me dejaron helado. Fue como si me atravesaran de parte a parte.
—Las dos crecieron sin amor. Yo soy una privilegiada por tenerte.
David también miró la cima de la montaña.
—¿Crees que nos dejarán verla antes de que nos conduzcan abajo?
—No. Tendremos que hacer algo.
—Pues no va a resultar fácil.
—Ella sabe que no voy a rendirme. Y quizás haya reflexionado a lo largo de la noche. Por Dios, ¿qué clase de vida tiene aquí? ¡No hay ninguna esperanza!
—Pero lo que le ofreces tampoco es fácil de aceptar. Es un mundo que no conoce, y que incluso odia. ¿Crees que de pronto viviría en Barcelona, en un piso pagado por ti, y se comportaría como una chica normal, iría al cine, al teatro, de copas, haría amigos, tendría un novio…? Y no te olvides de esos dichosos poderes. Tú renuncias a ellos, pero tanto Indira como Amina los necesitan para sentirse menos frustradas. Amina ya será una bomba en potencia. Sólo faltaría Indira.
Joa dejó de mirar a la montaña. Bajó la vista y volvió a pasearla en el lejano valle, la meseta, el desfiladero…
No vio al guardián que unos segundos antes se había desperezado.
Pero tampoco vio a su relevo.
En cambio percibió aquel destello, un brillo acerado, quizás un reflejo.
Reapareció un hombre en la misma posición, sólo que de uniforme, y haciendo gestos con una mano hacia abajo.
Otros hombres parecieron salir de la misma tierra y corrieron hacia arriba, agachados, gateando por entre la vegetación, vistiendo el mismo uniforme y armados.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Joa.
—¿Qué te pasa?
—¡Vamos a ser atacados! ¡Hay que avisar a Amina y a Rajiv!
—¿Cómo que…?
Joa ya corría hacia el interior de la cueva, apenas una docena de metros.
—¡Aquel policía debió de seguirnos pensando que podía utilizarnos o quizás intuyendo que daríamos con los bandidos o ellos con nosotros! ¡Tal vez conocía a Indira y vio el parecido! —dejó de hablar con él para empezar a dar gritos dirigidos a los dos durmientes—: ¡En pie, en pie! ¡Nos atacan! ¡En pie, vamos, hay que salir de aquí!
—¡Joa! —David la detuvo un instante—. ¡Ésta no es nuestra guerra! ¡Si huimos…!
—¿Crees que esos soldados dispararán sólo a los bandidos? —sus ojos estaban muy abiertos—. ¡Va a ser una masacre y no querrán testigos! ¡Dirán que vinieron a rescatarnos y que los bandidos nos mataron! ¡Y si no lo hará Mahendra Chaddrash igualmente cuando crea que los hemos conducido hasta aquí! ¡Son demasiadas balas para detener!
Amina y Rajiv ya estaban en pie. La ventaja de dormir vestidos era que estaban listos para correr. Recogieron lo esencial, la documentación y el dinero. No daba tiempo para más.
Regresaron al exterior de la cueva.
—¿Qué hacemos? —preguntó Amina.
La batalla todavía no había comenzado, pero faltaban escasos segundos.
—¡Arriba! —dijo Joa.
—¿Vas a por Indira? —se alarmó David.
—¡No es sólo por ella, es que por abajo no hay salida! ¡Quizás tengamos una oportunidad en la cumbre, por el otro lado!
—¡Estamos en la trastienda del mundo…!
David se quedó con la palabra en los labios. Joa y Amina corrían hacia lo alto. Rajiv vaciló un fugaz segundo y, mirándole y encogiéndose de hombros, las imitó. Aunque finalmente fue el último en encaramarse a las rocas no tardó en llegar junto a Joa y superarla, para ayudarla a ella y a Amina en caso de apuro.
Volvieron la vista hacia atrás al llegar a un primer promontorio y comprobaron claramente cómo se estrechaba el cerco. Los uniformes ya salpicaban la tierra. De algunas cuevas salían los primeros bandidos totalmente despreocupados y confiados.
Disponían de apenas unos segundos.
—¡Vamos, vamos!
El pie de Rajiv desprendió un puñado de piedras. Rodaron hacia abajo y en el silencio de la mañana hicieron un ruido de mil demonios. Como si un desprendimiento azotase la montaña. Incluso el eco esparció su rumor aumentado con la caída de nuevas piedras arrastradas al paso de las primeras.
Algunos de los bandidos miraron hacia ellos.
—¡Eh! —gritó uno.
Fue el primero en ser abatido.
Los agentes de la ley, el ejército, lo que fueran los uniformados, ya no esperaron más. Debieron de creer que el grito era por ellos, porque acababan de descubrirlos. Sonó un disparo y el hombre cayó al suelo de pronto con la voz quebrada.
A partir de ese instante no hubo espacio para las preguntas ni para las sorpresas.
La lluvia de fuego se abatió sobre el campamento y la calma devino en caos tanto como el silencio en tormenta.
—¡No miréis abajo! ¡Subid, subid!
Dos balas rebotaron cerca.
Joa y Amina se volvieron, al unísono. A sus pies la batalla se había generalizado. Sólo un hombre dispara hacia ellos, confundiéndolos con bandidos intentando escapar.
—Yo me ocupo —dijo Joa—. Seguid subiendo.
—Tú has de convencer a Indira —le dijo Amina—. Convencerla o sacarla a la fuerza. Déjame a mí. Me reúno con vosotros en un minuto.
—De acuerdo —se rindió comprendiendo que tenía razón—, pero ten cuidado.
Amina le sonrió con picardía.
—¿Yo?
Sonaron nuevos disparos en su dirección. La chica levantó la mano. Era difícil que las balas les dieran, por la distancia. Aun así, esta vez ninguna llegó a impactar siquiera en las rocas.
En la explanada, el soldado que les disparaba salió despedido hacia atrás de pronto.
Para Joa era una enorme distancia. Amina en cambio se había deshecho de él como si nada.
No quiso pensar en ello.
David y Rajiv estaban cerca de la cueva. Joa trepó con agilidad hasta colocarse a su lado. Por arriba vieron el cuerpo de Indira asomado sobre la vertical de la montaña. Temieron que hiciera algo, contra ellos, contra los de abajo, o que desapareciera. Pero continuó quieta, paralizada, con los ojos muy abiertos, tratando de asimilar lo que estaba sucediendo.
Joa no perdió el tiempo subiendo a pie o trepando.
Simplemente se dejó llevar.
Sus padres se lo habían dicho. No era un monstruo. Tenía un don y nada más. Un don preciso que emplear en momentos oportunos. Como aquél.
No volaba. Sabía que no volaba. No se trataba de ser superwoman, con capa y todo. Era únicamente olvidarse de su peso, de que existía una ley de la gravedad. A fin de cuentas en el universo el contacto físico no era algo real. Cuando dos personas se estrechan la mano creen apretársela, y eso no es cierto, no sucede así. A nivel infinitesimal el contacto es nulo. Son las energías de ambos seres las que establecen la unión.
Tampoco existía ese contacto en un beso, o en dos cuerpos amándose.
Sus manos pasando por encima de las piedras, sus pies deslizándose por cada punto de apoyo, seguían el mismo principio, sólo que más acusado, llevándolo a un extremo físicamente difícil de razonar. La mente de Joa era uno con su objetivo.
Indira, en la cima, frente a la cueva.
Se detuvo ante ella cayendo suavemente sobre el suelo.
—¿Cómo salimos de aquí? —le preguntó.
—¿Habéis traído a esos hombres para que los maten a todos? —el rostro de la joven reflejaba estupor.
—¡No!
—¿Esto es una casualidad?
—¡Lo es, Indira! —Joa la sujetó por los brazos, para que superara su catarsis—. ¡Vamos, ahora se trata de nuestra vida!
—¡Podemos acabar con ellos! ¡Podría yo sola, pero contigo y con Amina…!
—¡Son demasiados!
—¡No para las tres!
—¿Quieres matar a esos soldados?
—¡Ellos matan a mis amigos!
—¡Yo nunca he matado a nadie! ¡Me he defendido, pero nunca he matado a nadie! ¡Y son muchos! ¡O huimos o nos entregamos y acabamos en una cárcel india, eso si no nos matan también, para impedir que haya testigos, que es lo que creo!
—Ninguna cárcel va a retenerme a mí —la desafió.
—¿Entonces qué hacemos?
David y Rajiv ya estaban a su lado, el primero contemplando a Joa alucinado por lo que acababa de hacer. Amina lo hizo en ese instante. Indira miró de nuevo en dirección a la batalla. Los bandidos tomaban posiciones defensivas y el tiroteo se había generalizado sobre la meseta. El factor sorpresa ya no existía y aquello podía durar bastante, horas incluso. De momento nadie subiría a por ellos.
Era su ventaja.
—¡Indira, ya! —gritó Joa.
Logró su propósito.
Sus ojos destilaron dureza, animadversión, pero también mostraron el peso de la evidencia y la derrota. Accedió, asintiendo con la cabeza, y señaló la entrada de la cueva en la que parecía vivir.
—Seguidme —ordenó.
Joa había supuesto que aquellas cuevas se intercomunicaban entre sí, y que algunas quizás pudieran ser enormes, pero la realidad acabó superando a la imaginación. Indira recogió una pequeña linterna y una bolsa con algo de ropa. Nada más. Tampoco parecía tener mucho aparte de aquello, porque la cueva estaba vacía. Con ella al frente iniciaron una larga caminata que acabó prolongándose por espacio de una hora. Subieron, bajaron, caminaron por pasadizos angostos, por espacios gigantescos, vadearon lagos interiores… Lo hicieron en silencio. No había mucho que decir, sólo controlar un resbalón o una mala caída, un paso en falso que pudiera provocar un accidente o un desprendimiento. Joa no le preguntó adónde se dirigían. En parte lo suponía.
La frontera nepalí quedaba a unas horas.
Y más allá de ella, Katmandú.
Cuando volvieron a ver la luz del sol lo hicieron al otro lado de la montaña, de nuevo bañados por el silencio. Era imposible que alguien los encontrase allí.
Se detuvieron un momento, para descansar, y entonces sí habló Indira.
—Marchaos —les dijo.
—¿Por dónde?
Indira señaló en dos direcciones. Pronunció dos palabras:
—India. Nepal. Escoged.
—Sabes que iremos a Nepal —manifestó Joa.
—Entonces adiós.
—Vas a venir con nosotros.
—¡No!
—¡Estás sola! ¡Ni tus poderes evitarán que te maten o te hundas a ti misma en este vacío! ¡Ahora tienes una oportunidad!
—¡Me necesitáis por ese maldito cristal!
David le habló por primera vez.
—Indira, no es únicamente que te necesitemos.
—¿Entonces qué es?
—Joa te quiere.
—No me conoce.
—El origen marca. Y la sangre. Siempre me habló de venir a buscarte. A ti y a Amina. Lo hizo antes de saber que esos cristales podían salvar al mundo. Nunca te mentiría.
Indira sostuvo su mirada unos segundos que se hicieron eternos. Luego caminó hacia él.
Se le arrodilló delante.
Puso una mano en su frente, sin dejar de mirarle a los ojos.
Los suyos se llenaron de destellos líquidos, segundo a segundo.
Supieron que se rendía, que cedía como un tallo al viento, mucho antes de que ella se lo confirmara con sus palabras.