37

Vestía de paisano, no de uniforme, pero salvo ese detalle nada en él había cambiado. Mantenía la serena distinción marcial de su rango y sus ojos eléctricos apenas si destilaban nada que no fuera poder y superioridad, ninguna emoción, ningún destello humano. La reciedumbre de su mandíbula cuadrada le confería un toque de dureza que ni la mejor de sus sonrisas probablemente conseguía menguar. Llevaba el cabello peinado con esmero y parecía recién salido de una tintorería o de una sauna. Traje impecable, aspecto impecable.

—Coronel Travis —suspiró viendo la luz al final de un largo túnel.

—¿Cómo estás?

Seguía tuteándola, igual que en Guantánamo, cuando torturaba a su padre para convencerla de que colaborara. Y le hablaba en su correcto español sin apenas acento.

Tuvo deseos de traicionarse a sí misma y hacerle doblar de dolor.

Pero le había pedido calma a Indira.

Calma.

Hank Travis la estudió. Quizás esperase algo. No se sentó en la silla frontal hasta pasados unos segundos, para estar seguro de que ella no haría nada. En Guantánamo le inyectaron inhibidores. Aun así no pudieron impedir que provocase una reacción en cadena en todos sus sistemas eléctricos. Allí estaban lejos de toda tecnología.

Y ella seguía siendo letal.

Siguieron observándose por espacio de unos segundos.

—¿Qué está haciendo aquí? —ya no pudo más Joa.

—No lo sé. Esperaba que me lo dijeras tú.

—¿No lo sabe?

—No —pareció sincero.

—¿Y mis amigos?

—Están bien. Primero quería hablar contigo. Confirmaré lo que me digas con ellos después.

—Esto es el Tíbet —vaciló Joa—. China. ¿Qué tiene que ver con ellos un coronel del ejército…?

—Te sorprenderías de lo buenas que son las relaciones actuales entre los Estados Unidos y China, sobre todo en materia de seguridad, lucha antiterrorista… Después de los Juegos Olímpicos de 2008 la cooperación ha sido excelente. Hay diferencias, por supuesto —quiso dejarlo claro—. Los modelos de gobierno son distintos, la ideología, los conceptos… Pero en estos días se está rediseñando el mapa estratégico del siglo XXI, y la selección de amigos y enemigos es lo más importante para enfrentarnos al futuro. Por eso sellamos pactos de desarrollo nuclear con la India o colaboramos con China en determinadas materias como ésta.

—¿Ésta? ¿Cuál es ésta?

—La lucha antiterrorista —ya te lo he dicho.

—¿Está de broma? ¡No sea infantil, por Dios!

—Es lo que les hemos dicho a las autoridades —la miró con intención—. Les pedimos que os detuvieran, preventivamente, porque sospechamos de vosotros. En cuanto les digamos que nos hemos equivocado, que todo ha sido un error, estaréis libres.

—¿Y para que les digan eso…?

—Habréis de colaborar.

Joa lo desafió.

—¿Quiere que destruya esto, como hice con su laboratorio secreto de Guantánamo?

Logró hacerle cambiar la cara. No le gustaba que se lo recordase. De todas formas no fue más que un gesto, una pequeña reacción de soldado herido y humillado. Hank Travis mantuvo su equilibrio.

—Aquello fue un accidente —admitió abriendo ambas manos en un gesto de concordia y rendición—. Te ruego que me perdones y lo olvides.

—¿Y ya está? —no pudo creerlo—. Secuestra a mi padre, me hace ir de un lado a otro en su busca, después me secuestra a mí, le tortura, quiere vaciarme la mente… ¿y ahora me sale con que fue un accidente y lo olvide? ¡No me haga reír! ¿Se ha vuelto loco o qué?

—Vamos, Georgina, no estás en condiciones de meterte en más problemas.

—¡Yo no me he metido en ningún problema! ¡Mi problema es usted!

—¿Por qué no me cuentas que está sucediendo, para qué queríais ese cristal y por qué tienes una cruz formada por cuatro iguales que vibran y apuntan hacia donde esté él?

—¿Cómo sabe eso? —se envaró.

—A estas alturas, sobre todo después de verme aparecer en este lugar, ya sabes que yo tengo ese cristal, ¿verdad?

No había querido darse cuenta. Aún se aferraba al imposible.

—¿Lo robó usted de Babbchok?

—Uno de mis hombres. Le conocisteis allí.

Joa cerró los ojos.

Terrence, el ligón de Utha.

—No sabíamos qué buscábamos, qué sentido tenía todo esto, y de hecho aún actuamos a ciegas —continuó con su aire de sinceridad Hank Travis—. Georgina, te hemos seguido el rastro de un lado a otro, Egipto, Jordania…

—El inspector Sharif me dijo que tenía amigos poderosos, que le habían llamado de la embajada de los Estados Unidos.

—Velábamos por ti.

—¿Por qué?

—Eres importante.

—¿Todavía quiere meterse en mi cabeza?

—Quiero respuestas y tú, esos cristales. Los dos podríamos complacernos mutuamente.

—¿Qué han hecho para seguirme?

—A veces has dejado rastros evidentes, como en El Cairo, cuando se hundió lo que en apariencia era un viejo legado egipcio y luego resultó ser un pozo extraordinario, de origen extraterrestre desde luego, aunque eso no salió en los periódicos. Luego te perdimos en la India, sospechamos tu rumbo, reapareciste en Katmandú… Cada vez que has utilizado tus tarjetas de crédito, nosotros te hemos localizado. Has dejado un rastro. Aquí en Lhasa era más complicado, máxime viendo que habíais alquilado un coche para iros por vuestra cuenta, por eso uno de mis hombres tropezó contigo y te puso un micrófono diminuto en el jersey.

Recordó al turista del plano, el despistado que la arrolló justo antes de entrar en su hotel la noche en que la cruz había dejado de vibrar.

—¿Han oído todo lo que he dicho…?

—Sí, pero en ningún momento a lo largo de estos días pasados has dicho el motivo de perseguir ese cristal. Sabemos que es importante, algo de vida o muerte, pero nada más. Cada vez que hablabais lo hacíais sin dar ninguna pista, como es natural puesto que ya conocíais la historia.

Nosotros no. Supimos dónde estaba al mismo tiempo que tú, cuando te habló de él aquel monje de Pang Dang y se lo contaste a los demás. Luego Terrence os vio mirar la campana en Babbchok y todo encajó.

Tuvo que apoyarse en el respaldo de la silla.

Y frenar sus ganas de sacarle las tripas por la boca, si es que su poder daba para tanto.

—Ustedes no descansan nunca, ¿verdad? —exhaló agotada mientras se quitaba aquel maldito jersey del que no se había separado en los últimos días.

—¿Qué relación tienen esos cristales con ellos? —el tono se endureció ligeramente—. ¿Es un arma, un sistema de comunicación…?

Joa se cruzó de brazos con determinación.

—Georgina —el coronel Travis recuperó su voz más paciente—, no somos enemigos. Nunca lo hemos sido, por mucho que pienses lo contrario después de lo de Guantánamo. En diciembre del año pasado buscábamos respuestas, y por supuesto la manera de comunicarnos con ellos. ¡Sólo comunicarnos! ¿Acaso crees que la hubiésemos emprendido a cañonazos contra unos extraterrestres tecnológicamente más avanzados? Ahora es tarde: llegaron y se fueron. Punto. Pero sigues quedando tú, y ahora, además, están ellas. ¡Tres criaturas asombrosas! Te lo repito: yo tengo el cristal y tengo tu cruz formada por los otros cuatro. Tú tienes respuestas. ¿Hacemos un pacto?

—No junte esos cristales.

—¿Por qué?

—No lo haga.

—No lo he hecho —la tranquilizó—. El que nos llevamos de Babbchok sigue protegido por una maleta de plomo. ¿Qué sucedería si los dejásemos juntos?

—No lo sé —mintió.

—Georgina —se inclinó sobre la mesa y unió las dos manos. Casi pareció un rezo—. Te daré esos cristales si me ayudas.

—¿Me los dará?

—Sí.

—¿Quiere que confíe en usted? —frunció el ceño de tal forma que no pudo expresar mejor su incredulidad.

—Sé inteligente.

—¡Desde luego! —levantó las manos en un paroxismo de frustración y las volvió a dejar caer.

—Tu gente es más poderosa, no nos quieren destruir, está claro. Tampoco desean establecer contacto, muy bien. Pero tú tienes dones que no podemos ignorar.

—Soy terráquea —quiso rectificarle.

—No —fue categórico—. Eres una de ellos, te guste o no. Y también lo son esas dos chicas. La nave se llevó a cuarenta y nueve mujeres. Llegaron cincuenta y dos en 1971. Las tres que faltaban se habían ido antes, después de teneros a vosotras. Tu propio padre subió a esa nave.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Dónde está? —abrió las dos manos.

—Ustedes hicieron maniobras militares aquellos días de diciembre, frente a las costas de Yucatán. ¿No les sirvió de nada?

—Nuestros equipos se volvieron locos. El huracán, los relojes moviéndose para atrás… Fue un caos. Cuando todo acabó hablamos con algunos de los que se encontraban allí.

Estaban en China, detenidos por terrorismo, y aunque sabía que Hank Travis no les dejaría ni se rendiría tan fácilmente, tampoco podía arriesgarse demasiado. El pulso no daba más de sí. Necesitaba los cristales.

Ni siquiera aquel hijo de puta querría la destrucción de media humanidad.

—No tienes a nadie, Georgina —acabó de mostrar sus cartas—. Estás sola. Con ese joven, pero sola. ¿Cómo quieres que te lo diga? No somos enemigos. En Guantánamo peleaste por tu padre y por tu libertad. Lo entiendo. Ahora lo que te propongo es una alianza. Queremos saber qué eres y quién eres, y que convenzas a esas dos chicas de que colaboren sin reaccionar como posesas destruyéndolo todo. Os trataremos bien. Te lo juro. Piensa que los chinos no tienen lo que se dice mucha paciencia. Están esperando respuestas ahí al lado. No les gusta que estemos por aquí. Di que sí y mañana un helicóptero nos sacará a todos de Lhasa.

—Y vuelta a un laboratorio.

—Es necesario.

—¿Cuánto tiempo?

—Unas semanas…

—No tenemos unas semanas.

—¿Por qué? —no lo entendió.

—Porque esos cristales son la única esperanza que le queda a la humanidad antes de ser destruida debido a un cambio del eje de la Tierra —lo dejó ir como un disparo—. Por eso, coronel Travis. Por eso.