18
Spencer Payne llegó exactamente trece minutos después, cuando ya en la tienda no quedaba ni rastro de turistas y su dueño había colocado el cartelito de cerrado al salir los últimos. Lo hizo en un coche oficial, con las banderitas del Reino Unido cimbreándose al viento a ambos lados de los extremos delanteros del morro. Un segundo coche lo escoltaba. Del primero descendió él, rostro grave, traje impecable y un tanto fuera de lugar, mientras que el chófer se quedó en su sitio y un segundo hombre se apostó en la puerta, que era a fin de cuentas el único punto por el que se accedía o se salía de allí. Del segundo coche se bajaron otros dos hombres. Uno de ellos se quedó en la calle junto al vehículo, el otro acompañó a su superior hasta el interior del comercio de antigüedades. Podían ser miembros de la embajada, personal subalterno o empleados, pero tenían todo el aspecto de guardias de seguridad. Cualquier país, y más uno de estabilidad política precaria, era potencialmente inseguro en la actualidad, con terrorismos de todo tipo haciendo de las suyas. Y los americanos e ingleses lo sabían.
Spencer Payne tendría unos cincuenta y cinco años, cabello blanco y aspecto de gentleman. Que fuera embajador de un país alejado de los círculos diplomáticos más nobles no le eximía de mostrar una buena dosis de clase. Que su mujer fuese rica también era un detalle. Habituado a mandar, a dirigir el cotarro, entró en la tienda como un elefante en una cacharrería, pisando fuerte, con cara mitad expectante, mitad molesta. Su guardia de corps se comportó profesionalmente. Primero le precedió y, tras examinar el lugar y mirarlos a ellos uno a uno, con ojo profesional, guardó la distancia, quedándose a unos tres metros por detrás del embajador. No hubo ni siquiera un saludo para el anticuario.
—¿Y bien? —el recién llegado miró a Joa, Indira, Amina y David.
—¿Ha traído su cristal? —preguntó la primera.
—Sí —no hizo el menor gesto de mostrárselo.
Tampoco fue necesario que se lo exigieran.
Joa, Amina y David percibieron la vibración de los suyos.
—¿Nota cómo vibra, señor Payne?
No hubo respuesta. Los ojos expresaron desconcierto y temor.
—Sí lo nota, claro. También puedo decirle que su cristal se puso de color blanco hace dos días.
—¿Cómo sabéis eso? —les tuteó en un claro gesto de superioridad.
—Conocemos su poder.
—¿Quiénes sois vosotros?
—Eso no importa. Lo que importa es lo que tenemos, y lo que tiene usted.
Joa le mostró el contenido de su camafeo. Amina y David hicieron lo propio con sus cristales. Spencer Payne trató de disimular sus emociones, aunque no pudo evitar el brillo acerado de sus pupilas.
—¿De dónde habéis sacado esas piedras?
—¿Quiere ver algo sin duda portentoso? —sonrió Joa.
Extrajo el cristal del interior de su camafeo. Lo dejó sobre la mesa y esperó a que Amina y David hicieran lo mismo con los suyos. En el momento en que estuvieron juntos sobrevino lo inesperado. La vibración aumentó, se dirigieron unos a otros por uno de sus extremos, el más grueso. Lo extraordinario sin embargo no fue eso. Lo extraordinario fue que los tres de la mesa «llamaron» al cuarto, al que guardaba el embajador en el bolsillo derecho de su chaqueta.
El cuarto cristal salió disparado de él.
Cayó sobre la mesa.
Y se unió a los otros tres por su extremo más grueso.
Los cuatro formaron ahora un único cuerpo de cuatro puntas.
A pesar de intuirlo, de saberlo, incluso Joa se quedó impresionada. Los ojos de todos los presentes estaban fijos en el nuevo cristal, una cruz sólida que además empezó a cambiar de color y se tornasoló a un limpio y hermoso tono azulado salvo en el extremo del cristal sustraído a los dogones, que se mantuvo blanco.
Era el momento de actuar.
Joa miró a Indira y Amina.
Estaban preparadas.
—Y ahora, lo siento, señor Payne —dijo ella.
El embajador británico reaccionó.
—¿Cómo dice?
—Sé que cualquier explicación le parecería obsoleta, y no voy a dársela porque no hay tiempo ni vale la pena. Lamento lo de su esposa, pero lo que está en juego es la vida de toda la humanidad.
Alargó la mano y se apoderó del nuevo cristal.
—Espere, ¿qué…? —empezó a comprender Spencer Payne.
—Es mejor que no intente nada —le aconsejó Joa.
El hombre que lo cubría ya estaba llevándose una mano al pecho, probablemente para sacar un arma. Fue rápido, aunque no lo suficiente.
De él se encargó Amina.
La pistola salió despedida hacia un lado y el guardaespaldas hacia el otro. Cayó sobre un sofá muy antiguo, sin hacer ruido. El que estaba apostado en la puerta, de cara a la calle, ni se enteró del suceso. Indira por su parte paralizó al embajador, lo hizo arrodillarse llevándose las manos a la cabeza. Joa miró a Seth Birendragar por si intentaba algo, pero el anticuario era cualquier cosa menos un hombre de acción.
—¿Quiénes… sois… vosotros…? —gimió con esfuerzo Spencer Payne.
—Alguien demasiado poderoso como para que intente detenernos, señor —Joa se inclinó para que pudiera verle la cara—. Si convierte esto en un escándalo, si avisa a las autoridades del aeropuerto, si trata de detenernos…, no sólo lo lamentará personalmente, sino que se arrepentirá por su esposa y por lo que pueda suceder. Será responsable al cien por cien, ¿entiende?
El embajador estaba rojo. Su hombre, paralizado en el sofá, también.
—¿Entiende? —repitió Joa.
—S-s-sí… —logró farfullar.
—Estamos aquí para ayudar a la humanidad. Piense únicamente en eso si le sirve de consuelo.
—Vámonos —pidió David.
Iniciaron la retirada. Primero él, después Amina e Indira. Joa fue la última. La puerta del patio situada a la izquierda de la del despacho del anticuario no tenía echada la llave. La abrieron y saltaron la tapia frontal sin problemas. La noche anterior Joa ya había memorizado el conjunto. Se encontraron en otro patio, de una casa. Por fortuna estaba vacía. No tuvieron que emplear ninguna fuerza para vencer cualquier resistencia a su allanamiento y alcanzaron la del exterior en unos segundos. Por detrás de ellos no se escuchaba nada. O los hombres de la tienda de antigüedades seguían aturdidos o habían aprendido la lección haciendo caso de las palabras de Joa.
Salieron a la calle.
Y echaron a correr.