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El encargado de colocarles los sensores fue el que formuló la pregunta en voz alta.
—¿Las atamos, señor?
Joa se acodó en su camilla. Amina no llegó a tumbarse en la suya.
—Nadie va a atarme —dijo Indira.
—Es por seguridad —vaciló el hombre sin dejar de mirar a Hank Travis.
—No creo que sea necesario —asintió el coronel.
—¿Es que va a hacernos daño? —se alarmó Amina.
—No —trató de razonar la forma de decírselo—. Pero al uniros cerebralmente a las tres y dados vuestros poderes mentales es posible que cada una experimente sensaciones pertenecientes a las otras dos.
—¿Sentiremos las mismas cosas? —quiso que se lo ampliara.
—Es probable, no estamos seguros. Si llegara el caso, cada una reaccionaría entonces de forma diferente, porque se trata de la misma emoción provocando una respuesta personal. Y sois tres, ¿comprendes, querida?
Amina le lanzó una mirada que lo atravesó de lado a lado por lo de «querida».
Quedaron las tres tumbadas en sus respectivas camillas. Un enjambre de cables partía de sus cuerpos y de sus cabezas. Joa miró a Amina. Se encontró con sus ojos y le dio ánimos con una sonrisa. Luego miró al otro lado. Indira tenía los suyos abiertos, fijos en algún lugar del techo del laboratorio. No halló ningún eco y ella se concentró en sí misma.
Oía a los hombres hablando.
—¡Sistemas operando!
A Hank Travis dando órdenes.
—¡Todos listos!
A los científicos preparados.
—¡Cuenta atrás…!
En Orión estaban conectados. Su madre se lo había dicho. Formaban una sociedad única, global. ¿Cómo sería eso? ¿Renunciaban a la individualidad, a los sentimientos propios, a las emociones únicas en cada ser humano? ¿Por qué no se lo había preguntado?
¿Lo haría algún día?
Quería entenderlos, comprenderlos, pero le asustaba la diferencia con su lado humano.
Ni siquiera sabía qué tanto por ciento de humanidad había en ella.
Una corriente energética comenzó a expandirse por su cerebro.
Se concentró.
Era agradable. Había lucecitas y se sentía bien. Salvo el viaje con peyote propiciado por su abuela, jamás había tomado drogas, y en cierta forma ahora era como si estuviese colocada. Las luces eran hermosas. Flotaba mecida por un millón de manos que la acariciaban. Volaba alto, muy alto, sin importarle dónde se encontrase. Quizás fuese el espacio exterior, quizás el interior.
La corriente se convirtió en un viento cada vez más fuerte, aunque no sabía si lo que se movía era ese viento o ella.
El alud empezó entonces.
Primero, una bolita de nieve. Después, pendiente abajo, una bola cada vez mayor, arrastrando a otras que se sumaban a su caída. Finalmente la turbulencia de la avalancha, asolando la tierra extendida a sus pies, incontrolada.
Incontrolada.
Joa tuvo un primer estremecimiento.
Indira y Amina estaban allí.
Venían de direcciones opuestas, iban a encontrarse, chocar…
La fusión fue igual que una pequeña explosión atómica.
Eran tres, pero por un momento que se hizo eterno compartieron un mismo cuerpo, un mismo cerebro. Atravesó el miedo de Amina como un coche con los faros encendidos atraviesa una zona en niebla. Una niebla fría que se le metió en los huesos. Atravesó la furia de Indira igual que un rompehielos quebrando témpanos gigantescos empeñados en impedirle el paso y el frío aumentó. A ella también la atravesaron, absorbiéndole su esencia. Tres espíritus desnudos nutriéndose de la energía de los demás.
La carrera inicial por aquel mundo desconocido terminó frente a un espejo en el que se vio a sí misma. Lo mismo que una Alicia real, penetró en él y se encontró del otro lado. Al volver la vista atrás lo vio todo, Indira, Amina y ella misma, unidas, separadas, multiplicadas por mil.
David estaba en el suelo.
—¿David?
El espejo no la dejaba salir. Se apoyó en su reverso y lo empujó hasta acabar golpeándolo con el puño.
David no se movía.
Indira y Amina tampoco.
—¡David!
Estaba muerto.
La idea la enloqueció. Sabía que se encontraba en un laboratorio, en el Stella, conectada a sus hermanas. Sabía que la escena formaba parte de un sueño o de una pesadilla. Pero no estaba dormida. Era consciente.
Abrió los ojos.
Una vez, dos, tres.
No podía salir de aquella burbuja mental.
Dejó de ver a David porque la imagen se alejó a toda velocidad y la envolvió una firme oscuridad. Una oscuridad que brillaba, como el ébano. Alargó las manos, igual que una ciega. El dolor por lo que acaba de presenciar y sentir era tan fuerte que la empujaba a la locura.
Hasta que de pronto sintió otra clase de dolor mezclado con ingenuidad y rabia y supo que estaba en Amina.
Y casi al unísono se sintió perversa, llena de maldad, rebosante de odio contra el mundo entero, y supo que estaba en Indira.
No era una conexión, sino la unidad perfecta.
—Necesito ser libre —le dijo Amina.
—Ya lo eres —manifestó Joa.
—Perdóname.
—¿Por qué?
Amina no le respondió.
—¿Y tú? —Joa se dirigió a Indira.
La joven india se reía.
Se reía más y más.
—¡En alguna parte de ti ha de haber un poco de amor y esperanza!
Por toda respuesta, la carcajada absurda y sarcástica de Indira se disparó hasta el paroxismo.
Le dolió.
Todas las emociones, todas las sensaciones se apelotonaron en un punto de sí misma. Y su capacidad de digerirlas era un embudo que las filtraba despacio. La saturación la desarboló.
—¡Joa!
La llamaba David.
Pero él estaba muerto…
Cerró los ojos dispuesta a regresar. Era su capacidad la que llegaba al límite. No podía más. El ruido que machacaba su mundo de sombras era su propio corazón disparado al triple de pulsaciones por minuto. Cerró los puños y gritó.
Un grito desaforado.
Fue como si un globo estallara en el aire.
El primer atisbo de consciencia.
—¡Recuperadlas!
—¡Apagad los sistemas!
—¡Cuidado, está vibrando!
Volvió a abrir los ojos y se encontró en el laboratorio.
A su alrededor, el caos.
Se arrancó los sensores. Indira ya lo había hecho y estaba sentada en su camilla, jadeando, con los ojos fijos en el suelo. Amina en cambio continuaba tumbada víctima de una agitación furibunda, igual que si estuviese poseída. Joa se abalanzó sobre ella y se los quitó.
—¡Amina, vuelve! ¡Vuelve!
Logró hacerle abrir los ojos.
—¡Joa!
La abrazó al empezar a llorar.
La vibración que había escuchado era la del propio submarino nuclear. Temblaba lo mismo que si fuera un barquito de papel. Los sistemas iban siendo apagados uno a uno, desconectados. Dos no habían podido resistir la sobrecarga y echaban humo, fundidos, quizás quemados. Los hombres que no estaban dedicados a recuperar el material y nivelar la situación las miraban boquiabiertos.
Ahora sí eran monstruos.
—Casi no lo controlamos… —exhaló uno.
—Toda esa energía… —suspiró otro.
Joa iba a preguntar cuánto tiempo habían estado así. No tuvo que hacerlo. Comprendió que sólo habían sido unos pocos segundos, aunque para ella hubiese sido mucho más.
Se encontró con los ojos de Hank Travis, alucinados.
La puerta del laboratorio se abrió en ese momento, y por ella apareció el comandante Matthews, desencajado, al borde de un ataque.
—¿Qué demonios ha sucedido? —estalló—. ¿Acaso quieren que esto salte por los aires? ¡Hemos estado a punto de colapsar el reactor!