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No fue simplemente rabia. No fue tan sólo una oleada de furia. Fue más, mucho más.

Toda su capacidad, su poder, dominándola hasta desencadenar la peor de las tormentas, un huracán de fuerza 5 o un terremoto máximo en la escala Richter. Su sangre fue también un tsunami levantando olas cada vez más altas a través de las islas de su cuerpo. La última de las inocencias desapareció de su ser para dar paso a un deseo jamás conocido, el de inferir daño, el del odio a través de la mutación más amarga.

Quería destruir algo más que los tanques.

Quería gritar, y que su grito se escuchara en la Luna, las estrellas, hasta llegar a Orión.

La nueva voz apareció a su espalda.

—¿Señorita?

No tuvo que volver la cabeza. Sabía que era el marinero, Galvin.

Regresaba con su té.

—Disculpe…, usted no puede estar aquí.

No era más que un chico de su edad. Probablemente cumpliese con su servicio militar, o tal vez no, tal vez se hubiese alistado, por tener un trabajo, para salir de su pueblo en Montana o porque creía en la causa y las mentiras de sus gobernantes. Qué más daba.

—¿Señorita?

Joa continuó sin volver la cabeza.

Abrió el primer tanque.

—¡Pero qué…!

Intentó evitarlo él mismo.

Craso error.

Joa pudo sentir su avance, el primer paso.

Ya no dio un segundo.

Ella levantó su mano izquierda, la proyectó hacia atrás, sin mirar, abriendo los dedos como si lanzara algo invisible, y el marinero recibió el impacto de toda aquella fuerza en su cuerpo.

Salió despedido, arrancado del suelo, y se empotró en la pared opuesta.

Fue la señal de alarma.

Primero, el impacto, brutal. Después lo que arrastró consigo en la caída, que en el silencio de la noche tuvo visos de tormenta multiplicada por lo angosto del lugar, como si el submarino fuese de pronto un inmenso eco. Finalmente sus gritos.

—¡Aquí! ¡Aquí!

Un silbato sonó en alguna parte.

Joa se olvidó de todo.

Se asomó al tanque abierto. Allí estaba ella, o una proyección de ella, o simplemente una célula, un cabello, un pedazo de piel…, tanto daba. Y también estaban Indira y Amina. No sabía si matarse a sí misma le causaría dolor, porque la voz estaba viva, era intensamente real.

—Gracias…

Primero extrajo los tubos. Los dejó caer al suelo, uno tras otro. Los cristales se hicieron añicos entre un murmullo de tonos agudos. Una neblina gélida emergió del tanque y le provocó un estremecimiento extraño, porque en su interior lo que sentía era puro fuego, un calor de magma volcánico fluyendo por sus terminaciones nerviosas hasta converger en sus manos, su voluntad, su mente presa de la violencia.

Abrió los otros tanques.

Había destruido la mitad de los tubos cuando el caos que provenía de todos los rincones del submarino la alcanzó y se concretó en su espalda.

Estaban allí.

—¡Quieta!

—¡Se ha vuelto loca!

—¡Sujétenla!

Nadie pudo acercarse, aunque esta vez eran más. Se volvió y los desafió con la mirada. Sus ojos debieron de impactarles. Ya no era un ángel exquisito, de bello rostro y juvenil figura, de cabello rojizo y mirada dulce. Era un demonio dispuesto a todo.

Lo intentaron.

En vano.

Un hombre salió tan despedido hacia atrás como lo había hecho antes el marinero Galvin. Otro cayó de rodillas llevándose las manos a la cabeza. Un tercero giró violentamente sobre sí mismo y fue proyectado sobre una mesa, derribando al suelo cuanto encontró a su paso.

Joa les dio la espalda. Continuó destruyendo el contenido de los tanques.

Llamó a Indira y Amina.

«Venid».

—Estamos aquí —escuchó a la joven india.

—¡No las dejéis pasar!

—¡Cuidado!

—¡Esto es de locos!

Amina llegó la primera a su lado. Indira lo hizo a continuación. Los restos del combate quedaron atrás. Ahora eran seis manos completando la destrucción del laboratorio, no sólo ya los tanques, sino el resto de los sistemas. Pero sobre todo eran sus tres mentes.

De nuevo unidas.

Con una turbulencia energética brutal que se expandía de proa a popa del Stella.

El submarino empezó a vibrar.

—¡Vamos a saltar por los aires!

Alguien sacó una pistola.

—¡Disparen!

Se volvieron para detener las balas, pero nadie obedeció la orden.

—¡No! —aulló una voz por encima del resto.

Vieron a Hank Travis abriéndose paso por entre la marea humana que se apelotonaba en el pasillo y en la puerta del laboratorio. Logró llegar a primera fila a empellones, con el rostro desencajado, la estupefacción tintando sus facciones alucinadas y los ojos desorbitados. La destrucción ya era irreversible y lo sabía.

—¿Por qué? —gimió.

Joa derribó un ordenador. Esta vez no empleó las manos.

El fuego de su mirada aplastó al militar.

—¿No os dais… cuenta…? —balbuceó el coronel.

No le respondió.

Hank Travis se llevó una mano al pecho.

Joa dirigió sus ojos a Indira.

—No lo hagas —le dijo.

La muchacha se sorprendió por la petición.

—¿No le odias?

—Vivo sufrirá más por su fracaso que muerto en acto de servicio —le dijo Joa.

El militar se debatía en el suelo, rozando el infarto.

Indira detuvo la intención de su fuerza.

Por un momento, la escena se congeló. Ellas tres rodeadas por el caos del laboratorio arrasado. Los hombres agolpados en la puerta paralizados sin saber qué hacer y temerosos de su poder. Hank Travis arrodillado en el centro, todavía con la mano en su pecho. Y los marineros que habían intentado algo caídos o derrotados a derecha e izquierda.

Lo inesperado sucedió entonces.

Se apagaron las luces.

Y en algún lugar de aquella inmensa mole, se produjo una explosión seguida de una vibración aún más intensa.

Las luces de emergencia, rojas, espectrales, aparecieron de inmediato, justo en el instante en que el submarino dejó de mantenerse horizontal y se inclinó peligrosamente por la proa en un ángulo más y más abierto. Una segunda explosión zarandeó la nave derribando a algunos de los hombres. Indira, Amina y Joa no se sujetaron.

Sonaron todas las alarmas.

Gritos.

Carreras.

Por encima de la barahúnda, Hank Travis logró incorporarse, más y más desencajado, para hundir en ellas una mirada atravesada por el odio y el resentimiento, pero también por el miedo.

—Te dije que esto era… —masculló impotente—. ¡Maldita sea, estúpida! ¡Ahora vamos a morir todos!, ¿es que no te das cuenta?