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La cena fue tan discreta como la comida, con apenas un intercambio de palabras triviales, y las tres se acostaron temprano. Joa sabía que David no la llamaría hasta pisar suelo inglés. Cuantas menos señales diera, menos pistas tendría Hank Travis para localizarle. De todas formas seguía sin confiar en la palabra del militar. Su única ventaja era que desconociera el lugar exacto de la primera base de sus antepasados en la Tierra.
La noche fue menos plácida que la anterior. Era la primera vez que se separaba de David desde que ambos se habían reunido en Bamako el 9 de abril, a excepción de cuando los adeptos de los Defensores de los Dioses lo secuestraron para forzarla a que se plegara a sus deseos sin ofrecerles resistencia. A medianoche despertó de golpe y extendió una mano esperando encontrarlo allí. Su ausencia fue como una burla.
Tras eso le costó volver a dormirse. Por la mañana de nuevo los golpes en la puerta de la habitación la alertaron de que era hora de ponerse en marcha.
Antes de salir a desayunar tuvo una visita. Hank Travis.
—¿Alguna noticia?
—No.
—Cuando puedas quiero hablar contigo.
Continuaba actuando con naturalidad, dando a entender que no seguía a David y que contaba con ella para todo.
O era una máscara o el militar seguía manteniendo un as en la manga.
Algo en lo que no acertaba a pensar.
—Iré a verle a su despacho.
—Muy bien. Que te aproveche el desayuno.
Odiaba cada vez más que la tuteara, pero ya daba igual.
Llegaron al comedor Indira y Joa, al mismo tiempo, cuando ya Amina había dado buena cuenta de su primera ingesta alimenticia del día. Les bastó intercambiar una mirada para darse cuenta de que no había novedades. Tras esto Amina se levanto y las dejó solas.
—Indira, ¿podemos charlar? —suspiró Joa.
—¿Sobre qué?
—Estos días… ¿tienes premoniciones, intuiciones extrañas…?
—No.
—¿Nada, ni un mal pensamiento?
—No, ya te lo he dicho. ¿Tú sí?
—Veo… la muerte.
Indira valoró sus palabras.
—Puede que no lo consigamos.
—No, la muerte está entre nosotros.
La joven india arqueó una ceja.
—No tenía por qué ser fácil —se encogió de hombros—. Según me contasteis, salir de la cruz del Nilo fue un milagro. ¿Quién te dice que en…? —no pronunció el nombre ante el aspaviento de Joa—. ¿Quién te dice que donde vamos no suceda lo mismo? ¿Te imaginas un lugar que ha estado miles de años bajo tierra? Aunque tu madre te dijera que era ahí donde debíamos colocar los cristales, yo todavía dudo de que esa cosa funcione, sea lo que sea.
—¿Por qué no tienes tú premoniciones?
—Porque a mí me da igual lo que pase y a ti no. Focalizas tu energía en ese momento, y por lo tanto, el futuro actúa como un espejo y el presente recoge el feedback que viene de él, aunque te llega distorsionado, es evidente. Lo que percibes es un eco más o menos impreciso.
Reconoció que tenía sentido.
Demasiado.
—¿Le tienes miedo a la muerte, Indira?
—No.
—¿Por qué?
—He estado muerta mucho tiempo. Esto es un paréntesis.
—¿Por qué curabas a personas?
—Porque ellas sí querían vivir, y eso me hacía sentir… fuerte.
—Pensaba que lo que te hacía era sentir bien.
—No —repitió su última palabra—: Fuerte. La sensación de poder y el hecho de ser diferente es lo que me ha mantenido viva estos años.
—¿Cuándo desarrollaste más tus facultades?
—He pasado gran parte de mi vida sola. He tenido tiempo de dejarlas fluir y ver la forma de dominarlas. Tú las contienes, las ahogas en tu interior. Eso es como matar el instinto. Para mí lo que ha contado es ver el límite de mi poder. En Egipto fluiste fuera de ti, abandonaste tu cuerpo para permitir que tu esencia flotara y volara.
—Sí.
—Una vez curé a una persona así, saliendo de mi cuerpo y penetrando en el suyo.
—Dios…
—No es tan difícil —sonrió con indiferencia—. No he vuelto a repetirlo porque llegué a sentir el mismo dolor que esa persona, y fue muy duro. Pero conseguí salvarla. No lo hice por ella, lo hice por mí. Llámame egoísta, me da igual. No la conocía. Quise comprobar hasta dónde era capaz de llegar y fue… increíble. El momento cumbre de mi evolución.
—¿Sabes lo que podríamos hacer si seguimos juntas?
—¿Convertirnos en objetivos militares, como pretende ese coronel? ¿Trabajar en un club caro como videntes? ¿Montar nuestra propia clínica o crear nuestra propia religión?
—No seas cínica.
—¿Qué nos queda, Joa? —ahora su tono fue críptico—. ¿Por qué te empeñas en creer que tenemos cabida en este mundo?
—¡Porque la tenemos!
—Este mundo no nos quiere —mantuvo su crudeza Indira—. Se teme lo que no se comprende, y nosotras somos algo más que tres bichos raros. Tarde o temprano damos miedo.
—Eso no es cierto.
—¿Cómo serías si no tuvieras a David?
—¿Qué tiene que ver David con esto?
—Es quien te humaniza. Tratas de formar parte de esto a través de él. Con él te sientes humana, plena, con capacidad de amar, dar y recibir. Pero sin él te harías las mismas preguntas, tendrías las mismas dudas, y llegarías a las mismas conclusiones. ¿Sabes lo que te falta, hermana?
—No.
—Un choque de realidad.
—¿Y si lo tengo seré como tú, careceré de esperanza y todo me dará igual?
—En tu caso te haría aflorar toda esa rabia que es el motor que impulsa tus poderes. Entonces te liberarías.
—¿Liberarme de qué?
—De tus cadenas humanas.
—¿Para ti son unas cadenas?
—Sí.
—Amina tampoco quiere ser humana —admitió Joa.
—Yo les odio tanto a ellos como a esto —abrió una mano Indira—. Ellos me dejaron en este mundo, a mi suerte, y este mundo me ha despreciado desde el primer momento.
—Todos pertenecemos a alguna parte —insistió Joa.
—No somos más que partículas de un Gran Todo Cósmico —Indira se puso en pie, cansada de la conversación—. No hubo nada antes, ni habrá nada después, así que… ¿por qué preocuparse de qué somos, quiénes somos y todas esas estupideces filosóficas?
—Indira…
—Quiero ver cómo termina esto. Siento curiosidad —no quiso dejarla hablar—. Pero si tienes premoniciones… tenlas en cuenta, Joa. Muy en cuenta.
Echó a andar hacia la puerta del comedor.
Le había dicho en Pang Dang que ella era el mal en estado puro.
—¿Nunca has estado enamorada, Indira? ¿Ni por un momento?
No volvió la cabeza. No le respondió. Continuó caminando hasta salir de allí, bajo la atenta mirada del soldado que en este momento hacía guardia y cuya cara de bobo reflejaba bien a las claras lo que la imagen de Indira producía en sus sistemas.
Joa se sintió frustrada.
No quiso hundirse en una depresión y se levantó para cumplir con su cita.
El despacho de Hank Travis en aquel complejo era un cubículo tan impersonal como provisional, carente del menor detalle que lo humanizara. Estaba situado en el mismo pasillo del hangar en cuyo fondo se emplazaban los dormitorios ocupados por ellas. Joa se preguntó si aquel hombre estaría casado, si tendría hijos. Lo miró con fijeza al entrar pero no quiso penetrar en su mente, como había hecho la primera vez por un momento, para descubrir su nombre y sorprenderle.
Quizás si descubría que era normal le despreciaría menos.
—¿Qué quería de mí?
—Siéntate.
Le obedeció. No quería estar de pie, como un soldado ante su superior.
—¿Cuánto calculas que puede tardar David en llamar? —fue directo.
—No lo sé. Depende de si consiguió los vuelos adecuados con horarios apropiados.
—¿Iba muy lejos?
No respondió a esta segunda pregunta. En cambio ella sí le hizo una.
—¿Está impaciente?
—Sí —lo admitió—. Imagino que lo mismo que tú para irte.
—¿Espera mucho de nosotras y de esas pruebas?
—Puede que consiga respuestas a preguntas que ni te imaginas —asintió—. Y que averigüe o descubra cosas que ni siquiera sabes que posees o están en tu interior.
—Eso es lo que más miedo me da —reconoció Joa.
—Sabiendo más de ti, sabremos más de ellos.
—¿Sólo eso?
Hank Travis mantuvo su semblante hierático, sin dejar traslucir emoción alguna, sin traicionarse. En ese momento Joa ya no pudo evitarlo. Apenas si fue un destello, una ventana mental entreabierta.
—¿Qué opinan Cynthia, Marcus y Eileen de lo que hace usted?
Logró impactarle.
—¿Cómo demonios…?
—¿Lleva alguna foto de ellos encima?
—¡No!
Logró infundirle miedo y se sintió mejor. Sádica, pero mejor.
—Está bien —bufó Hank Travis nervioso, rehuyendo su mirada—. Quería informarte de que cuando David llame, embarcaremos en un submarino de los Estados Unidos y que las pruebas os las haremos en él. Eso es todo.
—¿Un submarino? ¿Por qué?
—Precaución.
—¿Cómo que precaución?
—No estoy dispuesto a correr el riesgo de que hagas saltar esto por los aires y arrases la base buscando el cristal. En un submarino, si lo haces, si lo hacéis, nos iremos todos a pique. Lo entiendes, ¿no?
—¿Cómo estableceré contacto con David bajo el agua?
—Podrás, descuida. Navegaremos en superficie y también bajo el agua, cuando hagamos los experimentos. Si hubiera problemas subiríamos arriba.
Una nueva vuelta de tuerca.
Ella no se fiaba de él, de sus intenciones, y él hacía lo mismo con ella.
Justo.
—Eso nos llevará más de los dos o tres días acordados.
—Podemos dejaros en cualquier parte. El submarino no va a estarse quieto. Así que mientras trabajamos navegaremos en dirección al puerto más cercano, Malé, en Maldivas, como tu David, para que podáis desembarcar sin problemas.
—De acuerdo —no quería discutir más, sólo salir de aquel despacho.
Se puso en pie.
—Georgina —Hank Travis la imitó—. Yo asumo mi papel, y sé de qué va esto. Sé que hago lo correcto, por mí, por este uniforme, por mi país y por aquello en lo que creo. Ahora que por fin vamos a colaborar, deberías preguntarte tú cuál es tu papel.
—Yo ya lo sé.
—¿El de una joven romántica, atrapada entre dos mundos, que cree tener el destino del planeta en sus manos? ¡Por Dios, eres más lista que eso! ¡O deberías serlo!
Vio un poco más.
A Cynthia con otro hombre. A Marcus y Eileen con otro padre.
Hank Travis estaba solo.
—Me da lástima usted —le dijo sin ambages.
—¿Lástima yo? —no pudo creerlo—. ¿No te das cuenta de lo ingenua que eres?
—Tengo diecinueve años, pero ojalá lo sea toda la vida, no sólo ahora que soy joven —le miró con amargura—. Si el precio de crecer es convertirme en un ser escéptico, amargado y sin alma, quizás no valga la pena hacerlo.
—Mucha gente odia a la policía, la sienten como algo represor, pero cuando hay un robo o un crimen se la llama. Y mucha gente reniega de nuestro papel en la estabilidad mundial, el de los militares en cualquier parte y el de los Estados Unidos a nivel global, pero es lo mismo: cuando sucede algo también se nos llama. Yo no inventé el sistema, Georgina. Yo estoy aquí para hacer que funcione.
—Dígame una cosa. ¿Le da igual que pueda sobrevenir esa tragedia, que cambie el eje de la Tierra?
—¡No!
—Pero me tiene aquí, para examinarme, y eso es más prioritario, ¿no?
—Si vosotras sois lo que creo que sois, y tenéis los poderes que creo que tenéis, lo demás no importa.
—¿Ah, no?
—Esos cristales tal vez eviten que el eje terráqueo cambie. Pero vosotras sois más que eso. Ésa es la clave, Georgina.
La clave.
En el fondo quizás importase poco que media humanidad pereciera con el deshielo súbito de los Polos. Ya se lo había dicho en Lhasa: los rusos y ellos llevaban seis años de adelanto en la disputa por el Polo Norte y sus riquezas. En veinte o treinta años ya habría rutas marítimas abiertas casi todo el año, y condiciones mucho más favorables para trabajar los lechos marinos. El deshielo fulminante lo aceleraría todo. Otro mundo, el mismo poder.
Un sistema.
Implacable.
A veces entendía que Indira renegara de la raza humana, o que Amina se sintiera más próxima a sus antepasados extraterrestres.
A veces.
Joa llegó a la puerta. Hank Travis todavía hizo un último disparo verbal.
—Deja de creerte una idealista de izquierdas. Madura.
—Los idealistas de izquierdas siempre nos lo cuestionamos todo, nos hacemos preguntas, luchamos por un mundo mejor, no damos nada por seguro ni por sentado. Los conservadores de derechas y los reaccionarios, en cambio, siempre están seguros de todo, no se cuestionan nada. Eso es el totalitarismo.
Cerró la puerta a su espalda.
Pudo escuchar el golpe, el puñetazo sobre la mesa.
No se sintió vencedora de nada, al contrario.
A los tres pasos dejó de pensar en Hank Travis porque sonó el móvil.
—¿David? —exhaló una vez abierta la línea.
—Todo bien cariño. Ya podéis empezar.
Lo imaginó en Londres, asomado al Támesis frente al Parlamento, comiendo una bolsita de fish and chips. Un sueño.
—De acuerdo. Te llamaré yo a ti cada seis horas. Te quiero.
—Te quiero.
Cortó la comunicación pero no regresó al despacho del coronel. Primero quería hablar con Indira y con Amina sobre el cambio de planes relativo al tema del submarino.