26

En Pang Dang se preparaban diecisiete estudiantes y había una comunidad de catorce monjes. No sólo era un monasterio reducido: era minúsculo. Su compañero, el único que hablaba inglés y con el que podían comunicarse, les mostró el patio, común en todos los monasterios, y también el interior del templo, con un Buda de rostro blanco y ojos grandes que los miraba igual que si estuviese enfadado desde sus tres metros de altura. Al pie de la estatua, diseminados, vieron un sinfín de objetos, desde campanas, vasos o vasijas hasta tapices pasando por bandejas de oro y plata o cajas de pedrería. Diversas estampas del Dalai Lama surgían aquí y allá, pese a la prohibición de las autoridades chinas. Muchos monjes las llevaban entre los pliegues de sus túnicas desafiando la restrictiva ley impuesta por los conquistadores para eliminar cualquier rastro de la máxima autoridad del país, ahora convertido en la Región Autónoma del Tíbet. Por todas partes cientos de velitas conferían al lugar un halo de fascinación, recogimiento y misterio.

Los estudiantes meditaban, rezaban, pero no por ello dejaban de observarlos, mitad curiosos mitad asombrados por la belleza de sus visitantes femeninas. Unos se quedaban colgados del pelo de Joa, otros de la turbadora imagen de Indira. Alguno también miraba a David.

—Me temo que seamos una distracción demasiado fuerte —lamentó Joa.

—Cualquier prueba es buena para medir a las personas —lo justificó el monje.

—¿Siempre positivo?

—El viento sopla en todas direcciones. A veces es cálido, a veces frío, pero no deja de ser viento.

No había mucho más que ver, salvo la estupa, que quedó reservada para el final. En su interior vivían la eternidad de su tiempo otras tres estatuas, éstas de tamaño natural. Un orondo Buda sentado, con los dedos índice y medio en alto, otro de pie y uno tumbado sobre el costado derecho, con la pierna izquierda ligeramente avanzada sobre la derecha. Un Buda muerto.

Como en cualquier monasterio, olía a incienso, a eternidad, a humedad y a historia.

Terminado el paseo, regresaron al lado de Amina, salvo Indira, que fue a la celda asignada para su descanso.

—Su hermana habla poco —le hizo notar Deng Sih.

Joa se arrodilló al lado de Amina. David se quedó de pie. El monje les dijo que debía atender unas ocupaciones y los dejó solos, no sin antes advertirles de que se cenaría pronto, con la primera oscuridad.

Una hora después, mientras Amina dormía profundamente envuelta en el silencio y David conversaba a duras penas, tratando de hacerse entender con manos y gestos más que con palabras, con algunos de los aprendices, Joa también se escabulló de la celda en la que dormía la adolescente. Necesitaba estirar las piernas, imbuirse de aquella paz que parecía descender de la montaña, igual que un alud silencioso, sepultándolos con su manto de quietud.

Meditar en un monasterio tibetano.

Sonaba a película, a héroe que busca redimirse a sí mismo, a sueño occidental.

Y sin embargo allí estaba ella.

Con Amina inexplicablemente postrada en una cama, un par de días perdidos y nada, nada, nada que hacer.

Salvo que el cristal hablara y volviera a marcarles un rumbo.

Caminó por el patio interior del monasterio, empedrado, con una labrada columna de piedra en el centro. El edificio central tenía tres plantas y pilares de madera pintados de rojo, de manera que cualquiera podía caminar protegido de la lluvia siguiendo el perímetro interior. Las paredes estaban llenas de pinturas con motivos diversos.

No quería ser curiosa, no pretendía que la tacharan de impertinente, pero sin darse cuenta se encontró en un recoleto y escondido jardincito, con árboles de esplendido follaje. Árboles en un lugar insólito por la altura, pero que allí, al amparo de vientos o inclemencias, crecían esplendidos. Un par de monjes meditaba en un rincón y se apresuró a dar media vuelta para marcharse. Uno de ellos le hizo una seña para que se quedara. Le sonrió, asintiendo con la cabeza mientras hacía el gesto con la mano.

Le apetecía, así que se sentó debajo de un árbol, se apoyó en el tronco y cerró los ojos.

En las últimas semanas todo habían sido prisas.

Nada que ver con aquello.

Debieron de transcurrir cinco, quizás diez minutos. La temperatura descendió de manera muy rápida con el declinar de la luz. Pronto sería la hora de la cena. Había visto que los monjes preparaban una densa y poco apetitosa pasta en barreños y se preguntó cómo iban a sobrevivir a semejante prueba.

Cuando abrió los ojos se encontró a Deng Sih a su lado, observándola.

—Lo siento —se excusó Joa.

—¿Por qué lo siente?

—Éste debe de ser un lugar especial, privado. Soy una intrusa.

—En todo caso el intruso soy yo, por importunarla. Parecía estar muy bien.

—¿Quién no va a estarlo aquí?

—Muy pocas personas aprecian el silencio, el recogimiento y la paz. Eso les obliga a enfrentarse consigo mismas.

Joa escrutó aquel rostro amable, redondo, de cabello corto, ojos limpios y sonrisa plácida. Era curioso: acababa de conocerle y, sin embargo, se sentía cómoda con él. Su voz era un caudaloso río de aguas claras. La empatía no siempre saltaba a la primera, y más en su caso, reservada. Por encima de la túnica rojiza habitual en los monjes, Deng Sih llevaba una bata de color negro. Los brazos estaban al descubierto. Brazos firmes. Además de rezar y dedicarse a sus obligaciones en el monasterio, debía de trabajar.

Un personaje diferente, singular. Tal vez la mejor de sus suertes después de todo, y no sólo por la ayuda que les había prestado.

—¿Dónde aprendió a hablar inglés?

—Primero en Londres, más tarde en Chicago y Boston.

—¿Ha viajado mucho?

—Suficiente.

—¿Y por qué está aquí?

La pregunta le hizo arquear las cejas.

—¿Por qué están ustedes?

—Turismo.

—No, no es turismo —fue categórico.

—Quizás busquemos algo —manifestó insegura.

—Yo ya lo encontré —abrió las manos abarcando el lugar.

—Pero esto parece tan lejos de todo…

—Lejos de todo siempre es cerca de alguna parte.

—Supongo que muchas personas necesitarían pasar una temporada aquí, para encontrarse a sí mismas o reflexionar sobre sus vacías existencias —suspiró Joa.

—Para occidente, el Tíbet es eso, un lugar lleno de misterios del alma y del espíritu. Para nosotros es sólo la vida. Las respuestas no están únicamente aquí, ni son diferentes. Pero entiendo que eso, en su caso, sea un estado mental. En esta tierra es más fácil conectar con el yo interior o con lo que llamamos de tantas formas distintas, Buda, Dios, Alá…

—No soy creyente —dijo despacio.

—Todos creemos en algo. Usted es especial. Sus hermanas también, pero usted…

—No soy especial.

—Sí lo es, y lo sabe. Yo puedo verlo.

—No quiero una carga así.

—Las personas tienen un destino. La carga es el equipaje que llevan hasta llegar a él. El peso es distinto para todas, según el ánimo con el que realizan el viaje. Su destino es muy fuerte, Joa. Por eso su energía es tan intensa.

—Acaba de conocerme. No puede saber ya tanto…

—¿Y qué? Su aura habla con más fuerza que su voz o sus ojos. Ha sido lo primero que he visto en usted. Por esa razón estaba observándola, impresionado.

—¿Mi aura? —se asombró—. ¿Puede ver mi aura?

—Por supuesto. La suya y la de ellas, enormes, luminosas aunque de distinto tono. La del joven es mucho más suave, sólo resplandece cuando la mira a usted.

Se puso roja. Era como sentirse desnuda.

—¿Qué le dice mi aura?

—Tiene mucha fuerza interior, valor, determinación. Es justa, honesta, rebelde, ingenua, inocente… Pero también muestra incertidumbre, esperanza teñida de miedo. La misma esperanza que inunda a la pequeña Amina.

—¿E Indira? —temió hacer la pregunta.

—No sé si debo.

—Por favor.

—Hay mucha rabia y furia en la joven mayor. La abrasa. Es fría por fuera, pero no por dentro. Es igual que tener un tigre metido en una jaula. Una parte de sí misma la impulsa mientras otra la frena. Una camina y la otra retiene. Una quiere y la otra niega. De la lucha de las dos surgirá muy pronto la mujer definitiva.

—¿Muy pronto?

—Sí.

—¿Cómo sabe tanto?

—Ustedes tienen algo distinto a cuantas personas he visto o conocido. Nunca me había sido concedida la visión de unas auras como las suyas. Están hechas de… energía pura. Me pregunto quiénes son, pero no quiero parecer curioso, porque sé que no me lo dirán.

—Hay una historia.

Deng Sih le puso una mano sobre las suyas.

—No se sienta obligada —le dijo—. Lo importante es la persona presente, aunque el pasado nos lleve hacia una nueva existencia tras la reencarnación y de nuestros actos de hoy dependa el futuro de esa vida venidera.

La reencarnación.

Iba a preguntarle acerca de ella, de sus creencias, de por qué tantos millones de personas estaban seguras de que al morir volvían a renacer en otro cuerpo.

Sonó un gong.

—La hora de la cena —se incorporó el monje.