CAPÍTULO 1
NOS VOLVEREMOS A ENCONTRAR
NORA
Noviembre, 2016
Un día leí que cuando ves morir a alguien a quien has querido, cuando ves que se debate entre esta vida y la siguiente, te resulta doblemente doloroso porque lo que pasa por delante de tus ojos no es una, sino dos vidas que recorrieron juntas una parte del camino.
Así es como me sentí el día que murió mi abuela, aunque sabía que se había ido mucho antes, así que no sé de dónde saqué el valor para que doliera un poco menos. Solo un poco. Creo que, inconscientemente, llevaba tiempo asumiéndolo y preparándome para el día de su partida.
En el momento en el que murió, el reloj se detuvo. Es un hecho misterioso, pero sorprendentemente común que no llamó mi atención y, sin embargo, es un detalle que recuerdo cada vez que pienso en aquel instante. Varios parapsicólogos creen que al morir se libera una energía psíquica capaz de detener las agujas que marcan el tiempo. No sabría explicar por qué miré hacia el reloj, colgado en la pared situada frente a mí, cuando la abuela cerró los ojos tras sus últimas palabras. Quizá estamos tan pendientes del tiempo, tanto para aprovecharlo como para perderlo, que la hora de nuestro final es importante para quien se queda.
La abuela se fue a las cuatro y diez minutos de una fría tarde de noviembre.
Todo empezó en el caluroso verano de 2013, cuando con ochenta y cuatro años le detectaron la enfermedad de Alzheimer. A lo largo de los últimos tres años vi cómo la abuela, la gran Beatrice Miller, hija de una inmigrante italiana y un neoyorquino que se conocieron de la manera más romántica del mundo, perdía la batalla contra los recuerdos y se quedaba sin nada. Sin anécdotas que contar, sin nombres que recordar y sin una larga vida repleta de momentos que ya no volverían a su memoria. Aferrada a su mano helada, me negaba a borrar nuestra historia mientras observaba cómo por el cristal de la ventana se deslizaba la lluvia de noviembre, que proyectaba sus cambiantes sombras sobre una habitación que ya no podía retener la luz. La luz de la abuela también se había ido para siempre. Ya ni siquiera era su cuerpo el que estaba tumbado en la cama. Nada te prepara para tocar la piel de una persona a quien has amado cuando ha perdido el calor. Es una desolación que no se parece a ninguna otra.
Me quedé allí sentada, en medio del silencio desangelado y vacío, mientras ella me miró con sus ojitos pequeños y arrugados de color miel que en otros tiempos habían sido grandes y brillantes. Siempre presumió de ellos; decía que eran su más preciada herencia italiana, así como de su melena negra, rizada y caprichosa que los años había blanqueado. Su cuerpo sin alma hizo un último esfuerzo para mirarme y sonreír. Para reconocerme en el último instante de su vida.
—Nos volveremos a encontrar, querida —me dijo bajito.
Me pareció ver, con la vista nublada por las lágrimas, cómo me guiñó un ojo, divertida. Divertida y fuerte hasta en su último aliento de vida, cuando se supone que debes sentir un miedo atroz. Tras esa promesa sin sentido cerró los ojos, emitió un último suspiro casi imperceptible y se fue, sin que yo llegase a entender el valor que tenían sus últimas palabras.
Dirigí la mirada hacia el reloj de pared. Su corazón ya no latía, pero yo seguía empeñada en seguir escuchando el tictac lento y armonioso con el que de pequeña me relajaba reposando mi cabeza sobre su pecho. Era reconfortante.
El dolor que sentí con la muerte de mi abuela fue diferente al que de pequeña experimenté con la desaparición de mis padres. Sucedió una noche, también de noviembre, mi mes maldito, en la que habían quedado con otro matrimonio para salir a cenar. Yo tenía siete años y me encantaba quedarme a dormir en casa de los abuelos. Me dejaban ver la tele hasta tarde y comer chucherías, chocolatinas o palomitas que guardaban en la despensa y reservaban para mí, para su única nieta. Cada vez que iba, además, me regalaban una muñeca o un peluche; en esa ocasión, sería un osito marrón al que llamaría Tobby y del que no me separaría desde ese día. A mis treinta años no me avergonzaba decir que, cuando tenía un mal día o me sentía sola y triste, dormía abrazada a él.
A las tres de la madrugada llamaron a la puerta. «Malas noticias», le oí murmurar al abuelo en la habitación contigua. Desde el dormitorio, levantada y con la oreja pegada a la pared, escuché los pasos lentos y temblorosos de la abuela bajando las escaleras hasta situarse frente a la puerta de entrada. Al abrirla, la saludaron dos policías. Supe que eran dos porque había corrido de un extremo al otro de la habitación y mi rostro infantil se quedó pegado al cristal de la ventana mirando hacia el exterior. Mis abuelos, al día siguiente y con los ojos anegados en lágrimas, me informaron de que mis padres habían sufrido un choque frontal contra otro coche y que se habían ido al cielo. Qué manera más tierna de decirle a una niña que han muerto y que no los podrá volver a ver más. La ausencia de mis padres supuso un cambio radical en mi todavía corta existencia. En casa de los abuelos desaparecieron las chucherías, las palomitas y las chocolatinas; los regalos en forma de peluches y muñecas ya no eran tan frecuentes salvo cuando venía Santa Claus, y pasaron de ser dos entrañables ancianos que me lo consentían todo a ser figuras paternas con el deber de educarme y encarrilarme tal y como habían hecho con la única hija a la que habían perdido demasiado pronto. Qué dolor. Al principio, mi cabecita infantil, que no veía a los abuelos como figuras paternas, no dejaba de preguntarse qué era lo que harían o dirían papá y mamá en según qué situaciones. Luego, las lágrimas fueron disminuyendo y el dolor, que siempre se dejaba ver como una punzada atravesando mi pequeño corazón, fue desapareciendo. Dejé de llorar. Con el tiempo, acepté la realidad, pero las cicatrices nunca desaparecieron, especialmente cuando fui consciente, años más tarde, de que el otro conductor iba borracho. La abuela no quiso decirme el nombre de quien terminó con la vida de mis padres por el error de coger el coche tras una noche de borrachera. Ese hombre también murió en el acto. Tras mucho insistir, fue el abuelo quien, a escondidas de la abuela, me dijo su nombre y me confesó la verdad. Una verdad por la que me enrabieté y estuve días sin hablarles, como si ellos tuvieran la culpa. Un nombre que no lograría olvidar jamás: Tom Valley. Podría ser cualquiera, pero fue mi desgracia y la de mis padres que, por un capricho o un error del destino, se cruzaron con él en las peores circunstancias.
Y es que, según la abuela, existía una maldición en su familia desde 1882. Es bien sabido que la muerte nos persigue a todos; antes o después nos tocará verla de cerca, y no tendremos otro remedio que recibirla, a poder ser, sin remordimientos ni tragedias. Pero cuando la cabeza de la abuela aún funcionaba con normalidad, contaba muy a menudo la historia de su bisabuelo, uno de los obreros fallecidos en la construcción del puente de Brooklyn. Ocurrió un año antes de su inauguración, en 1883. «Por un año», se lamentaba la abuela. Nadie recuerda, cuando ante nosotros se erige el gran puente de Brooklyn, a los seiscientos trabajadores que participaron en su construcción desde el tres de enero de 1870, y mucho menos a los veintisiete que perecieron. Entre ellos, el bisabuelo de la abuela: Simon Allen.
El día en el que enterré a la abuela recorrí el cementerio de GreenWood en busca de la tumba de mi olvidado antepasado. No la encontré. Teniendo en cuenta que el camposanto, construido sobre una colina al sur del barrio Park Slope, tiene cuatrocientos setenta y ocho infinitos acres y que fue fundado en 1838, encontrar una tumba en concreto es como ir buscando una aguja en un pajar. Antes de abandonar el cementerio, volví hasta el panteón familiar a despedirme en soledad de la abuela, sin amigas octogenarias que me recordaran una y otra vez que Beatrice Miller lucía la mejor sonrisa de todo Brooklyn y que preparaba el mejor café. La tumba estaba rebosante de flores y coronas; mucha gente la quería, aunque la mayoría se habían marchado antes que ella, por lo que al funeral no vino mucha gente.
—Qué sola me habéis dejado —murmuré, alzando la vista al cielo como si esperase obtener algún tipo de respuesta.
La maldición de Simon Allen no se cumplió con la abuela aunque, por lo que sabía, sí con sus antecesores. La mayoría había fallecido a una edad temprana o, con un poco de suerte, la vida les había abandonado a los sesenta. Sin embargo, la fortaleza siempre formó parte del carácter de Beatrice. Le gustaba llevarle la contraria al mundo mientras yo me negaba a creer que existiese tal maldición.
«No escuches a nadie. No le hagas caso a nadie. Escúchate a ti, querida; haz lo que te dé la real gana», me aconsejó desde que cumplí los veintiséis. De habérmelo dicho a los trece, le hubiese esperado una adolescencia muy dura.
En aquellos momentos, frente a su tumba, me sentía agobiada por la misión que la abuela me había encomendado, ilusionada, desde mucho antes de padecer alzhéimer: heredar su cafetería en Brooklyn, situada en Front Street. Reabrirla y volver a otorgarle el encanto de antaño cuando ella ya no estuviera. Si bien era cierto que al acabar el colegio me pasaba las tardes allí y que todos sus clientes me conocían, aunque no estaba segura de cuántos de ellos seguían con vida, no sentía que mi misión fuera estar tras la barra de un café, por mucho que ella llevara tiempo insistiendo en que, tarde o temprano, debía ser así. Debía estar en mis manos, aunque yo me hubiese empeñado en evitarlo tras varios fracasos laborales. Todas las editoriales habían rechazado mis escritos y el periódico local en el que trabajaba hasta hacía dos meses había cerrado, así que me quedaban muy pocas opciones para sobrevivir y estaba cansada de ir dando tumbos sin estar centrada en nada. A los veinticinco no pasaba nada; a los treinta, la historia cambiaba. La abuela parecía saberlo antes de perder los recuerdos, como si hubiera tenido una bolita de cristal y el futuro ya estuviese escrito aunque el café llevase muchos años con las persianas bajadas esperando mi llegada.
¿Estaba a punto de cumplir un sueño o iba a vivir la vida que Beatrice siempre quiso para mí?