CAPÍTULO 27

SI REGRESO

NORA

Agosto, 1965

Había dejado de escuchar a los Beatles y a Elvis. Seguían sonando en el tocadiscos del café, en el interior de algún apartamento y en las calles, pero mis oídos los silenciaban tratando de imaginar, por un momento, que el próximo cliente en entrar lo haría absorto en la pantalla de su teléfono móvil de última generación. Que Bill entraría, deprimido, bipolar o feliz sin más, hablándome de su última y desastrosa cita, o del mes gratis en Meetic. Echaba de menos a mi amigo. 1965 era genial, podría acostumbrarme y quedarme ahí para siempre, aunque sabía que no era posible. En algún momento debía marcharme y seguir con mi vida en mi época, claro. Era consciente de ello, aunque aún no sabía ni cómo ni cuándo. Me angustiaba tener que despedirme por segunda vez de la abuela y no saber con certeza si solo estaba ahí para asegurarme de que mi madre naciera en agosto del año siguiente o el destino me deparaba algo más. En cualquier caso, todo carecía de sentido por no tener relación con la persona que me había enviado al pasado: Jacob. ¿Por qué? Me había acostumbrado a mirarlo desde la distancia. Tenía una rutina de entrenamiento muy marcada y, cuando llegaba la hora, no podía evitar mirar por la ventana del café por si lo veía. Él, a veces, también miraba y se creaba un vínculo especial entre nosotros, aunque no del todo positivo. Si veía a la abuela, le sonreía; si me veía a mí, me dedicaba una de sus miradas reprobatorias cuya causa ignoraba, aunque la mayoría de las veces pasaba de largo.

Los coches brillantes, auténticas piezas de coleccionista en mi época, con sus tonalidades pastel, capotas blancas y formas alargadas ya no me emocionaban; el ruido excesivo de 1965 me agobiaba, así como el ir y venir del vecindario. Los universitarios —ellas vestidas de animadoras; ellos, de futuras promesas del béisbol— eran fantasmas revoloteando a mi alrededor dentro de los descapotables de papá que, cuando circulaban por la calle, parecían volar. Una calle en la que la rutina de ver a Aurelius y a «su chica» entrar y salir juntos de la mano me aburría, así como los niños gritando y jugando a la pelota sin vigilancia y los obreros del edificio en construcción piropeando todos y cada uno de los traseros de las mujeres bien peinadas y vestidas que tenían la desgracia de pasar por ahí. Ya nada me parecía especial como al principio: los vestidos, los escotes, los zapatos de tacón, los peinados recargados, las enormes gafas de sol… Salvo Aurelius y Eleonore, que eran una pareja muy feliz, el resto vivía su día a día soñando con otros mundos. Mundos a los que la abuela había tenido acceso gracias a su relación con el actor ya olvidado pero que, gracias a Dios, abandonó cuando rompió con él.


El abuelo se presentó a la cita a las siete menos diez de la tarde. Yo estaba atareada, mientras la abuela había subido hacía más de hora y media a cambiarse y ponerse guapa. Bajaría deslumbrante, no me cabía la menor duda. John estaba imponente, hasta se había puesto corbata y yo sabía de buena tinta que le gustaba casi menos que el café. ¿Era apropiado decirle que estaba muy guapo? Me callé. Me limité a sonreír y a desearle buena suerte, especialmente cuando el reloj marcó las siete y tres minutos y el abuelo, impaciente, empezó a tabalear sobre la madera de la barra.

—Está a punto de bajar, John —traté de tranquilizarlo.

De haber dicho algo, hubiera tartamudeado, como Bill. ¡Estaba tan nervioso! Me acerqué a él, me apoyé en la barra y lo miré fijamente. Aparté de mi cabeza todos los recuerdos que tenía con él, lo mucho que me quiso y lo protegida que me sentía cuando, al fallecer mis padres, él me arropaba por las noches y si hacía falta me mecía entre sus brazos hasta que me quedaba dormida, tras haberme leído algún cuento. Mi preferido era Peter Pan, la historia del niño que jamás quiso crecer. Yo me hubiera quedado un ratito más en aquella época, bendita infancia, con su mirada bondadosa y su voz serena. Nunca alzó la voz delante de mí. Nunca. Si alguna vez me porté mal o dije algo inapropiado, él jamás me lo recriminó. Se dedicó a educarme y a aconsejarme haciéndome sentir especial. Con eso bastó. A él le tocó ejercer el papel de poli bueno. No le gustaba destacar y apreciaba el silencio, sabedor de que a veces una mirada dice más que mil palabras. Y así se fue: sin hacer ruido, mientras dormía. Y ahí estaba ahora, hecho un manojo de nervios. En esos momentos me tocaba a mí ser quien le hiciera sentirse especial.

—Os miro y me da la sensación de que os conocéis de toda la vida, John. Que separados sois geniales, pero juntos sois invencibles. ¿Entiendes lo que te quiero decir? La timidez no nos suele llevar a ninguna parte, no al lugar al que quieres llegar que es, no me cabe la menor duda, a su corazón. ¿Me equivoco?

—Eso ha sonado muy sentimental, Kate.

—No soy muy dada a las ñoñerías, John. Pero no quiero que os perdáis todo lo que os depara el futuro.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —rio.

—Un amigo que no creía en la media naranja ni en la otra mitad me dijo una vez que sí existe esa única persona con la que, por destino, te toca compartir este viaje al que llamamos vida. Solo hay que ver cómo os miráis. Es especial porque, de entre todas las personas que hay en el mundo, os habéis encontrado.

—Hay gente que no tiene esa suerte —reconoció, tranquilizándose y volviendo a ser ese remanso de paz que yo tan bien conocía.

—Exacto.

No pude continuar hablando. Me empezó a temblar la barbilla y, para cuando me di cuenta, el abuelo me miraba preocupado preguntándome por qué lloraba.

—Por nada, John, no pasa nada. Disfrutad de vuestra cita. Mira quién viene por ahí.

La abuela apareció, radiante y sonriente, con un vestido vaporoso y escotado de color rojo en el mismo tono que el carmín de sus labios. Había anudado su melena rizada y rebelde en un moño alto, pero lo que más destacaba en ella no era cómo iba vestida o peinada, sino su actitud. Su fortaleza. Pareció dejar de lado la timidez que había mostrado con John desde que se habían conocido en el concierto de los Beatles, siendo la mujer que conocería dentro de muchos años. El abuelo se levantó del taburete, se olvidó de mis lágrimas y centró la mirada en Beatrice. Le brillaban los ojos. Se acercó a ella y, sin decir nada, cogió su mano y la besó en la mejilla. Casi me pongo a dar gritos de emoción.


Si algo aprendí de vivir en 1965, fue a contenerme. A no ser tan impulsiva. De no haber sido así, hubiera abrazado a los abuelos antes de que salieran del café como dos enamorados en dirección al restaurante italiano que había abierto recientemente sus puertas. Tras mucho pensarlo, llegué a la conclusión de que el local, en mi época, era un restaurante jamaicano llamado C&J.


Acostumbrada a cerrar más tarde que la abuela, ese día me tomé la licencia de quedarme un poco más. Seguían entrando clientes y, aunque no había chocolate caliente para servirles y tampoco procedía con el calor del verano, sí querían deleitarse con los batidos de fruta o con el sabor intenso de un café descafeinado que no los desvelase. Ya no había tartas en la vitrina, hacía rato que se habían terminado. A las once, vi a Jacob el Boxeador corriendo por la otra acera. Iba en dirección contraria, por lo que supuse que estaba a punto de finalizar su entrenamiento. ¿Si esperaba un poco más aparecería el Jacob de 2017?, me pregunté, echándolo de menos. Debía intentarlo. Podría aparecer ahí, tal y como desapareció en el callejón en 2017 unos minutos antes que yo. Si no había venido a esta época, ¿adónde había ido?

Muy tarde, a las once y cuarto de la noche, empecé a recogerlo todo. No quedaba ni un alma en la calle y deseé no tener que vérmelas con un par de atracadores, como le sucedió a la abuela días antes, sin tener a un boxeador cerca. De espaldas, limpiando la cafetera, oí el tintineo de la campana de la entrada y el corazón me dio un vuelco.

«Es él. Es Jacob», pensé.

Pero al darme la vuelta estaba frente a Jacob el Boxeador; no era el Jacob sentimental que hablaba de su madre mientras bebía chocolate caliente.

—¿Es muy tarde para un batido de plátano? —preguntó, más sonriente de lo habitual. Pensé que quizá era bipolar o que me había confundido con Beatrice; algo imposible, teniendo en cuenta que no nos parecíamos en absoluto.

—Ahora mismo te lo preparo —contesté servicial, sin prestarle mucha atención.

Pero lo que me sorprendió fue verlo sentado en el mismo taburete que alguien muy parecido a él usó esos días de febrero de 2017 que había dejado atrás. El ruido de la batidora nos salvó por un momento de iniciar una conversación que rompiera el incómodo silencio y la tensión palpable en el ambiente. Cuando se lo serví, me miró con una sonrisa pícara y murmuró:

—Qué rara eres.

—¿Qué dices? —pregunté, molesta.

—Rara, eres rara. El día que me abordaste en mitad de mi entrenamiento, ¿cómo sabías mi nombre? ¿Te lo dijo Beatrice?

«Eso tendría sentido».

—Claro.

—Mientes —replicó de inmediato. Tenía la capacidad de dejarme sin habla, completamente paralizada—. No sé quién eres ni de dónde vienes, Kate, pero hay algo en ti que me resulta misterioso.

Miré a mi alrededor sin saber dónde meterme. Si le contaba la verdad, ¿creería que estaba loca? Sonaba ridículo decirle a alguien como él, en apariencia arisco y prepotente, que era el mismo hombre amable que me había venido a ver en el siglo XXI. Sin embargo, las sensaciones eran distintas y resultaba inquietante que me dijera en ese momento que yo era la que resultaba misteriosa cuando él se había mostrado igual desde que lo conocí.

—Tú aún no has vivido lo nuestro, me dijiste una vez —empecé a decir, pensativa, estudiando la expresión de su rostro, que permanecía impasible—. Tampoco sé quién eres o, al menos, no te reconozco. No pareces el mismo Jacob que conocí.

—Nunca nos hemos conocido, Kate —repuso, mirándome sorprendido.

—Es muy complicado de explicar, Jacob.

—Cuéntamelo —propuso, dándole un sorbo al batido.

Volví a mirar el reloj. Tenía que intentarlo. Eran las once y media, hora en la que, aproximadamente y según mis cálculos, había viajado en el tiempo a través del portal, así que pensé que era probable que ya estuviera abierto. Y si Jacob el Boxeador comprobaba que podía trasladarse al mismo lugar, pero en otra época distinta, no me sería difícil conseguir que me creyera sin pensar que estaba loca.

—Es hora de cerrar y quiero enseñarte algo.

Terminó rápidamente el batido, apagué las luces y me ayudó a bajar la persiana. Respiré hondo y lo conduje hasta el callejón. Quise recordar a qué hora fui cuando vine hasta aquí: alrededor de las doce menos cuarto o puede que más tarde. No lo recordaba con exactitud. ¿Durante cuánto tiempo podía estar abierto el portal? ¿Siempre se abría a la misma hora o podía variar? No tenía ni idea. En realidad no tenía ni idea de nada.

—¿Me traes a un callejón? ¿Al lado de los contenedores, que huelen mal? —se quejó, cruzándose de brazos y mirando a su alrededor.

—Tenemos que esperar unos minutos.

Ambos perdimos la paciencia cuando lo que en principio tenía que aparecer, no apareció. Apenas transcurridos diez minutos empecé a preocuparme. ¿Por qué no empezaba a ver borroso? ¿Por qué la pared de ladrillo no se empezaba a desdibujar?

—Kate, es muy tarde y tengo que irme.

—Vale —acepté, decepcionada por mi error de cálculo.

—Oye, no te quedes aquí. Es peligroso.

—Tu madre —se me ocurrió de repente.

—¿Qué pasa con mi madre?

—En vez de guardar las cosas en los armarios lo hace en baúles, baúles muy antiguos. Cuando eras pequeño, le desordenabas todo lo que guardaba porque te encantaba jugar a los piratas. —Hice memoria durante unos segundos, tratando de encontrar las palabras exactas—. Vuestro lema es: busca tesoros en forma de momentos, lugares y personas. Yo te dije que esas cosas no se buscan, se encuentran, pero eso es algo entre tu madre y tú.

—Mi madre murió cuando yo tenía nueve meses.

—Oh.

—Y en casa nunca hemos tenido ningún baúl.

—Entonces, tal y como me temía, me he equivocado de Jacob —asumí, sin dejar de mirarlo a los ojos.

—Eso parece. Buenas noches, Kate.

«Pero entonces, ¿quién era el Jacob de 2017 y qué tiene que ver con el de 1965? Me voy a volver loca».

Y mi corazón, de nuevo, empezó a latir muy deprisa cuando la pared de ladrillos rojiza empezó a desfigurarse frente a mí. Jacob se acababa de marchar. Era medianoche. Retrocedí. En esa ocasión, no me quedaría mirando qué pasaba, no quería volver. No era mi momento porque antes debía asegurarme de dejarlo todo bien atado para que el futuro fuese tal y como debía ser. Escuché un maullido procedente de arriba. Monty saltó de la ventana del dormitorio con una agilidad sorprendente y cayó encima de mí.

Monty, ¿tú sabes por qué se parecen tanto?

Monty volvió a maullar mirándome con descaro. Cuando creí que me iba a arañar con sus zarpas, procuró esconderlas para acariciar mi frente. Dicen de los gatos que tienen ese toque espiritual de otro mundo. Pensé que con ese gesto, aparte de dejar de odiarme, me mostraría imágenes de momentos que aún tenía que vivir, pero no ocurrió nada de eso. No hubo visiones ni premoniciones. Aun así, el gato me tranquilizó y, dejando atrás el movimiento de la pared y los colores estridentes del callejón, fui hasta el portal de casa percatándome de que Jacob el Boxeador me observaba para asegurarse de que entraba sana y salva.