CAPÍTULO 4

UN DÍA ANTES DE LA INAUGURACIÓN

NORA

Enero, 2017

—¿Estás nerviosa? —preguntó Bill al otro lado de la línea telefónica.

—Estoy nerviosa —asentí, acomodándome en mi recién estrenado sillón orejero.

—¿Necesitas algo?

—Ya está todo listo.

—La gente está respondiendo muy bien en internet. Puedes entrar en la página, verás que ya hay más de doscientas personas confirmadas.

—¿Doscientas? Bill, hay aforo limitado. No caben más de veinte personas.

—¡Pues habrá que hacer espacio! Y contratar a una camarera. Mi prima Eve, por ejemplo —sugirió, como si ya tuviera el guion ensayado—. ¿Te acuerdas de ella? Tiene experiencia como camarera y hace dos días la despidieron del bar donde trabajaba; recorte de personal. Si quieres, le digo que venga mañana a echarte una mano y la pones a prueba para que se quede contigo. La necesitarás.

—No sé si podré pagar bien. Puede que sola me apañe.

—Lo hablas con ella mañana, te aseguro que para la inauguración necesitarás ayuda y seguro que lo hará encantada sin pedirte una fortuna. La pobre está acostumbrada a cobrar una miseria. Bueno, te dejo que tengo una cita.

—¿Con algún psicópata de Tinder? —reí.

—No, amiga. Con un cachas de Meetic. Ayer me inscribí en Meetic —aclaró, muerto de risa—. ¡Te dan un mes de prueba gratis!

Poniendo los ojos en blanco y sin ningún tipo de interés en concertar citas con desconocidos por internet, le deseé suerte y colgué. Estuve unos pocos minutos pensando en si me faltaba algo para la inauguración del día siguiente. Bill me había aliviado con la repentina idea de que Eve, su prima, viniese a echarme una mano y, quién sabe, podría quedarse. Podría necesitarla. Él estaba descartado para servir cafés, me lo había advertido desde el principio pese a su ayuda y apoyo antes de la apertura del café Beatrice. ¿Qué sería del mundo sin los amigos? ¿Qué sería de mi vida sin Bill? Cuando me dijo que lo habían cogido como redactor en una de las entrevistas que hizo en Nueva York me alegré muchísimo por él, aunque luego tratase de evitar la cara de chasco al confesar que era el nuevo redactor de esquelas.


Me levanté y fui hasta el cajón que me había prometido no volver a abrir. En él guardé la caja de latón de la abuela con la fotografía enmarcada que no quise volver a mirar. Pero ahí seguía, queriendo captar toda mi atención con la confusión que supone ver tu misma cara, aunque claramente en el cuerpo de otra persona y en una fotografía hecha cincuenta y dos años atrás, mucho antes de que viniera al mundo. Cuanto más la miraba, más extraño me parecía el rostro de la mujer. Como si cada vez su gesto fuera distinto o quisiera hablarme a través de esa incomodidad que parecía estar sintiendo delante del objetivo. Negué para mí misma, convenciéndome de que era imposible que esa mujer fuese mi abuela. Los parecidos son habituales. De entre las incontables personas que han existido a lo largo del tiempo, es posible tal coincidencia, aunque no se trate de ningún familiar. Aun así, la abuela podría haberme comentado algo. «¡Cuánto te pareces a una amiga mía de la juventud! Se llamaba Kate». Hubiera sido normal; era de las que nunca se callaba nada hasta que la enfermedad, que tan rápido se llevó su esencia, apareció sin avisar una mañana en la que preparaba un zumo de naranja. Se dio la vuelta, me miró confusa y empezó a chillar.

—¿Quién eres tú? ¡Fuera de mi casa! ¡Aquí no hay dinero! ¡Fuera!

El alzhéimer golpeó fuerte desde el principio, o puede que yo no lo supiera ver cuando creía que el hecho de no saber dónde había dejado las llaves, a qué hora tenía cita con el médico o cualquier otro despiste fueran simples achaques de la edad. Tres años cuidando a alguien que me había olvidado. Tres años en los que, a veces, por un segundo, me miraba demostrándome una mínima lucidez y decía:

—Tengo tantas cosas que contarte…

Pero sus ojos, que apenas pestañeaban, volvían fijos y ausentes a la pared de color amarillo. Sus manos, más huesudas que antaño, solían estar colocadas sobre las rodillas, y su cuerpo, enfundado en camisones de flores, inmóvil como una momia. La sentía lejana cuando le leía libros de Charles Dickens. Me gustaba leerle Historia de dos ciudades pese a saber que su preferido era Grandes esperanzas. De la primera solía repetirle un párrafo porque comprobé que la hacía volver un momentito al mundo, a mirarme y a sonreír, aunque nunca supe por qué:

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.

Aparté de mis pensamientos esas tardes oscuras con más decepciones que alegrías, más lágrimas que sonrisas y, sobre todo, más fracasos que esperanza, y volví a centrarme en la fotografía tratando de encontrar las diferencias entre Kate y yo.

—Ella estaba un poquito más gruesa —pensé en voz alta—. Y su cabello era diferente. Yo nunca llevaría una diadema tan enorme ni iría vestida de rosa. No me gusta el rosa.

Hice lo posible por convencerme de que no era más que una curiosa casualidad y opté por no darle más importancia. El pasado, pasado está. Esa mujer, al igual que la abuela, probablemente estaría muerta y de nada servía calentarme la cabeza si no estaban ahí para responder a mis preguntas. Era sorprendente que algo así me sucediera a mí; no estaba preparada para un secreto familiar de tales dimensiones, cuyos protagonistas ya estaban muertos ni para creer que, la que había considerado mi abuela, la persona a la que más había querido en el mundo y por la que tanto sufrí en los últimos tres años de su vida, era en realidad una desconocida. Y, lo peor, una mentirosa.

Cogí la fotografía enmarcada y la diminuta taza de café de madera y bajé hasta la cafetería preguntándome por qué esa pieza tallada por el abuelo no estaba en casa junto a las demás. Encendí la luz y, colocando la taza de madera sobre la cafetera a modo de reliquia, lugar en el que se quedaría, estuve un rato pensando en cuál sería el mejor lugar para mostrar a esas personas que tan lejos quedaban en el tiempo, pero que un día estuvieron en el mismo lugar que yo. Me decanté por colgarla en la pared de detrás de la barra, justo en el centro, encima de la cafetera nueva que tantos quebraderos de cabeza me había dado y que estaba al lado de la antigua. No había podido deshacerme de ella por su valor sentimental.

—Aquí te quedarás —le dije, subida a una silla, como si estuviera hablando con la abuela—. Por los viejos tiempos, dirías tú, querida.

Les guiñé un ojo, como si todas esas personas que ya no existían me estuvieran mirando a mí en vez de estar distraídas frente al objetivo de una cámara para la que posaron divertidas y espontáneas. Me emocioné un poco, contuve las lágrimas y emití un largo suspiro. Volví a subir al apartamento para intentar escribir, aunque solo fuera para relajarme, sin intención alguna de tentar a otra negativa editorial y sabiendo que, a partir del día siguiente, mi vida daría un giro de ciento ochenta grados. Mi vida ahora sería la de la abuela Beatrice. Su cafetería volvería a cobrar vida mientras mis sueños, considerados ya imposibles, se quedaban atrás. Al fin y al cabo, se trataba de una promesa poco antes de que se pusiera enferma, aunque nunca creí que yo, una mujer con otro tipo de aspiraciones, se convertiría en la indecisa e insegura propietaria de una cafetería en Brooklyn llamada Beatrice.